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Torre de Babel Ediciones

La filosofía entre los romanos. Lucrecio y Cicerón. Historia de la Filosofía de Zeferino González.

Historia de la Filosofía – Tomo I – Tercer período de la filosofía griega

§ 95 –LA FILOSOFÍA ENTRE LOS ROMANOS

La educación, el carácter, la historia y el genio de los romanos no eran los más a propósito para cultivar el estudio de la Filosofía. La vida activa constituía el tema principal de su educación, y el genio de la especulación científica tenía y podía tener muy poca cabida en la educación de un romano, que era una educación esencialmente político-militar. Toda su atención se dirigía al amor de la patria y toda su actividad se concentraba en el menosprecio de la muerte, en la pasión de la gloria, y como medio de afirmar estos sentimientos e ideas, en la austeridad de costumbres, en el culto de las tradiciones de los antepasados, en la sencillez de la vida, en la constante vigilancia por el bien público, en la libertad de la patria y el poder de la república. Para el romano antiguo, para el romano de los buenos tiempos de la república, no había más escuela que el Foro y el Campo de Marte, ni más liceo que la tienda de campaña. Los literatos, los oradores, los filósofos eran considerados como gente baladí, que poco o nada significaban al lado del guerrero y del hombre político.

 

  Así vemos que ni el brillo de la escuela pitagórica, ni las especulaciones atrevidas de los eleáticos, ni los viajes de Platón a Sicilia, ni los trabajos de Empédocles y otros filósofos, hallaron acogida en Roma, ni llamaron la atención de sus moradores, a pesar de haberse hallado en frecuente contacto con las escuelas y filósofos de Sicilia y de la Grande Grecia, con ocasión de sus continuadas guerras y conquistas.

Más todavía: cuando, andando el tiempo, o sea bajo el consulado de Strabón y Mesala, algunos filósofos hicieron tímidos ensayos para abrir escuelas, apareció un decreto del Senado reprobando y censurando con rigor semejantes innovaciones, contrarias a los usos e instituciones de los antepasados

Otra prueba evidente de que el espíritu del pueblo romano era completamente refractario a las especulaciones filosóficas, es lo que aconteció con motivo de la célebre embajada que los atenienses enviaron a Roma, en la que figuraban el estoico Diógenes, el académico Carneades y el peripatético Critolao. A pesar de que ya entonces la sociedad romana distaba mucho de poseer la antigua severidad de costumbres; a pesar de la seguridad y confianza en sus destinos que debían inspirarle sus recientes conquistas; a pesar de que ya los patricios romanos comenzaban a llevar filósofos en su séquito, y a pesar de que la lengua y la literatura griegas habían tomado ya carta de naturaleza en Roma y sus provincias, todavía Catón el Antiguo se asustó al ver a la juventud romana acudir a escuchar los discursos y arengas de los embajadores filósofos. «Temeroso, dice Plutarco, de que la juventud buscara en el estudio una gloria que sólo debía adquirir por el valor y la habilidad política, vituperó a los magistrados porque permitían que estos embajadores, después de terminados los asuntos que habían motivado su viaje, prolongasen su permanencia en la ciudad, enseñando a defender igualmente toda clase de opiniones. En su virtud, propuso que fueran despedidos inmediatamente, para que se volvieran a enseñar a los hijos de la Grecia, pues los de Roma no debían tener más maestros que los magistrados y las leyes, según se había practicado hasta entonces.»

Sin embargo, si los esfuerzos de Catón y los decretos del Senado pudieron retardar, no pudieron impedir que la Filosofía griega se infiltrara, se extendiera y se arraigara entre los romanos; porque esto no era posible, dada la creciente relajación y el cambio radical de las costumbres públicas y privadas, dado el desarrollo del lujo y dado el refinamiento de una civilización que no podía prescindir de juntar los goces del espíritu con los del cuerpo, y de buscar, por consiguiente, el complemento de sus placeres sensuales en el cultivo de las letras y las ciencias. Así es que en los últimos tiempos de la república, los romanos, que hasta entonces apenas habían cultivado más ciencia que la política y la moral, y aun esta última más bien con la práctica o la acción que con las letras (bene vivendi disciplinam vita magis quam litteris persecuti sunt) o enseñanza, comenzaron a aficionarse a los estudios filosóficos, afición que fue consolidándose y creciendo paulatinamente, hasta tomar cuerpo, por decirlo así, en Lucrecio y en Cicerón, pudiendo decir este último con bastante fundamento, que hasta su época la Filosofía había permanecido abatida (jacuit) o descuidada entre los latinos: Philosophia jacuit usque ad hanc aetatem, nec ullum habent lumen litterarum latinarum

Por otra parte, no era posible evitar la introducción y propaganda de la Filosofía griega entre los romanos, hallándose, como se hallaron por espacio de siglos, en perenne contacto con los representantes de esa Filosofía en Sicilia e Italia primero, y después en las diferentes provincias de la Grecia y del Asia. Las conquistas de Munmio, de Paulo Emilio y de Sila; las expediciones militares de Pompeyo, de César, de Marco Antonio y de Augusto; la posesión, en fin, de Rodas, Atenas y Alejandría, centros y focos del movimiento filosófico de la Grecia, hacían inevitable la propagación de la Filosofía griega entre los romanos.

§ 96 – LA ESCUELA PERIPATÉTICA ENTRE LOS ROMANOS

Así sucedió en efecto; pero los romanos se limitaron a exponer las especulaciones de la Filosofía griega y adoptar sus diferentes sistemas, sin producir ninguno que ofrezca originalidad digna de atención. Aunque casi todas las escuelas griegas tuvieron sus partidarios y representantes entre los romanos, su genio eminentemente práctico los llevó con preferencia a la doctrina de Epicuro, a la de la Academia en sus últimas manifestaciones o tendencias eclécticas, y a las máximas austeras del Pórtico.

No faltaron, sin embargo, algunos que filosofaron en sentido peripatético y concedieron la preferencia a la doctrina de Aristóteles. Plutarco enumera a M. Craso entre los peripatéticos, y Cicerón nos habla del napolitano Staseas, a quien supone partidario y maestro de la Filosofía de Aristóteles. Discípulo de este Staseas fue Pupio Pisón, el cual figura en los diálogos filosóficos del orador romano como partidario y admirador de la doctrina de Aristóteles y de los peripatéticos. En uno de dichos diálogos Pupio Pisón, después de ensalzar los escritos e instituciones (scriptis et institutis) de los peripatéticos, y después de afirmar que en la doctrina aristotélica se inspiraron emperadores y príncipes y hasta matemáticos, poetas, músicos y médicos (mathematici, poetae, musici, medici denique ex hac, tamquam ex omnium artium o officina, profecti sunt), concluye recomendando y ensalzando el método seguido por Aristóteles y sus discípulos, los cuales en la investigación de las cosas proceden discutiendo y examinando los argumentos en pro y en contra (1), sin adoptar por eso la marcha escéptica de los académicos.

En la época misma de Cicerón, y posteriormente, florecieron además varios filósofos peripatéticos, que merecen figurar entre los representantes greco-romanos de la escuela peripatética, en razón a que, o vivieron y enseñaron en Roma, o fueron maestros de literatos y filósofos romanos. En este concepto pertenecen a la escuela peripatética greco-romana, además de Andrónico de Rodas, que ordenó y vulgarizó entre los romanos las obras de Aristóteles y del ya citado Critolao, Nicolás de Damasco y Jenarco de Seleucia, de los cuales consta que enseñaron en Roma en tiempo de Augusto; Alejandro de Egas, de quien se dice que fue maestro de Nerón; Cratipo, maestro de Quinto Cicerón; Aristocles de Messina, impugnador acérrimo del escepticismo positivista de Enesidemo; Anmonio de Alejandría, que enseñó en Atenas, donde tuvo por oyentes a varios patricios romanos, Sosigenes, y sobre todo el médico Galeno, el cual, aunque natural de Pérgamo, pasó la mayor parte de su vida y enseñó en Roma. Sus trabajos científicos y sus descubrimientos, relacionados con gran parte de las ciencias físicas y naturales, aparecen inspirados en la doctrina de Aristóteles, siendo de notar también que se le atribuye la invención de la cuarta figura del silogismo.

A causa de su contacto y de sus relaciones doctrinales, científicas y pedagógicas con los romanos, pudieran también enumerarse entre los representantes del peripateticismo romano, Menefilo, Adrasto, Temistio, Alejandro de Afrodisia y otros varios comentadores de los escritos de Aristóteles que florecieron en Atenas y Alejandría y otras ciudades del Oriente y de la Grecia, cuando la dominación romana se extendía ya por aquellas regiones.

El último, o sea Alejandro de Afrodisia, es acaso el más notable de aquella época, y no sin razón fue apellidado por antonomasia el Comentador. Sus comentarios a los escritos de Aristóteles, y principalmente los que versan sobre los libros metafísicos, se distinguen por la nitidez o claridad de exposición y por cierta originalidad relativa, y en este último concepto puede decirse que sirvieron de norma a los escolásticos para sus comentarios, ora sobre las obras de Aristóteles, ora sobre las de Pedro Lombardo, ora sobre las de Santo Tomás.

La cuestión de los universales, en que tanto se ocuparon los escolásticos, fue tratada por Alejandro de Afrodisia con bastante detenimiento; pues, no sólo explica la noción general del universal (2) y su concepto propio, sino que trata además de cada uno de los cinco modos de universalidad. Las doctrinas del comentador de Afrodisia sobre este punto ejercieron acaso tanta influencia en las disputas posteriores sobre los universales, como el Isagoje de Porfirio.

Supónese generalmente que Alejandro de Afrodisia comunicó cierta tendencia materialista a la psicología de Aristóteles, enseñando que el alma humana debe considerarse como forma meramente informante del cuerpo, y no como forma subsistente, como verdadera substancia intelectual. Cierto es que no faltan pasajes que se prestan a este sentido materialista, sentido que, andando el tiempo, sirvió de punto de partida para la famosa teoría averroísta de la unidad del alma humana; pero tampoco faltan textos que parecen excluir y negar esta interpretación psicológica materialista, toda vez que apellida substancia a nuestro entendimiento, atribuyéndole su esencia propia intelectual; busca la razón suficiente de la diferencia entre el entendimiento humano y el divino, en cuanto al modo de entender, en que el primero entraña cierto grado de potencialidad, mientras que el segundo es actualidad pura, razón por la cual la intelección en Dios se verifica sin esfuerzo alguno, lo cual no puede verificarse en el hombre, cuyo entendimiento entraña cierta potencialidad (3), la cual no le permite entender de una manera permanente y sin trabajo alguno.

§ 97 – LAESCUELA EPICÚREA ENTRE LOS ROMANOS

Aunque no de grande importancia científica, fueron bastante numerosos los adeptos y partidarios de la doctrina epicúrea en Roma. Los nombres de Cacio y de Amafanio son los primeros que se presentan en la historia del epicureismo romano, en la cual aparecen en seguida los nombres, ya más conocidos e importantes, de C. Casio, de Pomponio Ático, de Veleyo, y sobre todo de algunos de los principales poetas, entre los cuales sobresale Horacio, que con notable desenfado y no menor franqueza se llama a sí mismo Epicuri de grege porcum

 

Empero el representante más genuino, más autorizado y más completo de la escuela epicúrea entre los romanos, fue, a no dudarlo, el famoso Lucrecio (Titus Lucretius Carus), que nació, según la opinión más probable, en el año 99 antes de la era cristiana, y murió cuando sólo contaba cuarenta y cuatro años de edad. Los historiadores convienen generalmente en que se suicidó, y Eusebio de Cesárea lo afirma terminantemente, pues escribe en su Crónica, hablando de Lucrecio: Propria se manu interfecit, anno aetatis quadragesimo quarto 

Sea de esto lo que quiera, es indudable que en su famoso poema didáctico dirigido a Munnio, su amigo, y que lleva el título De rerum natura, Lucrecio expone, desenvuelve y acentúa en sentido materialista y ateo la doctrina de Epicuro, a quien desea seguir e imitar (te imitari aveo), tomándole por maestro y guía, apellidándole ornamento de la nación griega, y reconociendo en él al primero y más ilustre de los filósofos: E tenebris tantis tam clarum extollere lumen, qui primum potuisti…. te sequor, oh grajae qentis decus

Basta, en efecto, pasar la vista por el poema de Lucrecio, para convencerse de que es un verdadero comentario de la doctrina de Epicuro; pero un comentario escrito para desenvolver y consolidar la tesis ateísta y las demás conclusiones negativas de la escuela. Así vemos que, aunque el fundador de ésta había hablado de dioses y de su culto, para el poeta latino no hay más Dios ni más causa de los seres que la rerum natura creatrix, y que se complace en declarar cruda guerra a los dioses y a toda religión (4), gloriándose de haber conseguido poner a ésta bajo los pies (religio pedidas subjecta) y cantando victoria contra el cielo o la divinidad.

Aunque Lucrecio nos habla de ánimo o espíritu y de alma, enseña, sin embargo, que son verdaderos cuerpos (corporeâ naturà, animum constare animamque), y lo mismo el primero —que no es más que una manifestación del alma— que la segunda, son una mera combinación de cuerpos pequeños, lisos y redondos: Constare necesse est corporibus parvis, et laevibus atque rotundis

En armonía con esta concepción sobre el origen y naturaleza del alma, y marchando en pos de su maestro Epicuro, el poeta romano niega terminantemente la inmortalidad del alma, se burla de los vanos terrores que al vulgo de los hombres inspira la muerte, toda vez que, después de muerto, ningún dolor ni pena puede ya experimentar el hombre (tu quidem, ut es letho sopitus, sic eris aevi.—Quod superest, cunctis privatus doloribus aegris), cuyo sentimiento por la muerte de sus allegados sólo puede y debe referirse a su ausencia o pérdida de la vida presente y de sus goces. En su calidad de materialista y ateo, no podía desconocer Lucrecio la importancia capital de la doctrina referente a la inmortalidad del alma, y de aquí es que dedica una gran parte del libro tercero de su poema a combatir y rechazar esta inmortalidad, atacándola en todos los terrenos y desde diferentes puntos de vista, incluso el mitológico.

El conocimiento o percepción de las cosas se verifica en el alma por medio de ciertas imágenes a manera de membranas sutiles (quasi membranae) que, saliendo de los cuerpos, se esparcen por la atmósfera (volitant ultro utroque per auras), a través de la cual llegan hasta los órganos de los sentidos, produciendo en el alma la representación y percepción de los objetos de los cuales se desprendieron y proceden aquellas imágenes corpóreas.

Lo mismo que los sectarios recientes del materialismo y del darwinismo, Lucrecio, después de explicar el origen del hombre por medio de combinaciones atómicas, procura explicar su desenvolvimiento en el orden natural o físico, no menos que sus propiedades morales, sus instituciones sociales, religiosas y políticas, y también el origen y desarrollo del lenguaje y de las artes, por medio de un proceso espontáneo de la naturaleza, que, después de ensayos y tanteos diferentes, produce seres más y más perfectos, abandonando (Darwinismo) o dejando perecer los menos perfectos. El género humano, con todas sus manifestaciones, representa un proceso indefinido, una cadena cuyo primer eslabón es el hombre rudimentario con cualidades puramente físicas: el hombre semi-bruto.

Excusado parece decir que para Lucrecio, lo mismo que para su maestro Epicuro, los átomos o cuerpos simples, apellidados generalmente por Lucrecio principia, primordia, rerum, son eternos e indestructibles, y que también es eterno su movimiento, e infinito el vacío en que se mueven.

Es digno de notarse que Lucrecio supone que el mundo actual debe perecer y disolverse andando el tiempo, y no lo es menos que, preludiando al moderno darwinismo, señala las imágenes y visiones que se perciben en sueños (in somnis quia multa et mira videbant efficere) como origen de las preocupaciones humanas acerca de la existencia de los dioses.

§ 98. LA ESCUELA ACADÉMICA ENTRE LOS ROMANOS. CICERÓN

La doctrina de Platón no fue la que mayor número de partidarios alcanzó entre los romanos. Bruto y Varrón son los que presentan cierta predilección por la doctrina del maestro de Aristóteles, o sea por la primitiva Academia. En cambio, la Academia nueva hállase brillantemente representada entre los romanos por Cicerón; pues si bien es cierto que su Filosofía es una especie de sincretismo en que tienen participación los principales sistemas de la Filosofía griega, no lo es menos que en el fondo de sus escritos filosóficos palpita el pensamiento, a la vez escéptico y ecléctico, de la Academia media y nueva.

Nació este célebre orador filósofo en Arpino, 106 años antes de Jesucristo, y murió a los sesenta y cuatro años de edad, víctima de las discordias civiles y de las venganzas del segundo triunvirato. Había tomado parte activa en el gobierno de la república en calidad de cuestor, pretor y cónsul, y más todavía acaso había influido en sus vicisitudes durante los azarosos tiempos que alcanzó, con su elocuencia y magníficas arengas.

Cicerón siguió en su juventud las lecciones del epicúreo Fedro, del peripatético Filón de Larisa, de los estoicos Diodoto y Posidonio, y del académico Antíoco. Su Filosofía es el reflejo de su educación literaria. Todos los grandes filósofos y todos los sistemas más notables hallan gracia en su presencia y atraen sus miradas. Pitágoras, Sócrates, Platón, Aristóteles, Zenón el estoico, todos merecen sus elogios: sólo Epicuro y su escuela le inspiran repugnancia.

Los trabajos filosóficos de Cicerón se hallan en relación y como en consonancia con la marcha y vicisitudes de su vida política. Su acción como filósofo es la expresión, a la vez que complemento, de su actividad como hombre público, y llena, por decirlo así, el vacío o los intervalos de ésta. Así es que en Cicerón, considerado como filósofo, es fácil observar las mismas cualidades y defectos que se le atribuyen y le convienen realmente, considerado como hombre político. Las vacilaciones, la debilidad y las contradicciones que afean la vida pública de Cicerón, al lado de la impetuosidad, el patriotismo y la energía del gran adversario de Catilina, reaparecen igualmente en Cicerón como filósofo,  al lado de sus brillantes cualidades.

En armonía con estas indicaciones, Ritter observa con razón que «si se quiere ser equitativo y justo con respecto a los servicios hechos por Cicerón a la Filosofía, es preciso no olvidar que toda su educación tenía un fin político, y, por consiguiente, también lo tenía en Filosofía…. Sus obras filosóficas se resienten de su posición relativamente a los negocios públicos: conócese fácilmente que eran como una especie de entreactos que llenaban sus forzados descansos, y obsérvase que vieron la luz pública en los intervalos entre los más grandes peligros y el goce del honor y del poder. Sin contar los trabajos filosóficos de su juventud, que sólo presentan traducciones del griego o escritos oratorios sobre la Filosofía, los cuales pueden ser mirados como preliminares a su carrera oratoria, no compuso obras filosóficas más que en dos épocas, la primera de las cuales fue cuando el primer triunvirato mantuvo al Estado en una agitación tan febril, que Cicerón desesperó de su vida; la segunda se refiere o abraza la dictadura de César y el consulado de Antonio, época en la que no veía plaza honrosa para sí en los negocios públicos. Sus obras sobre la república y sus leyes pertenecen a la primera época; el resto de sus escritos filosóficos, que corresponden a edad más madura, pertenecen a la segunda. Durante estas dos  épocas, ni la necesidad, ni la ambición, llevaban a Cicerón a tomar parte activa en la política; por el contrario, desde el momento en que entrevió la posibilidad de ejercer de nuevo su talento en los negocios públicos, y luego que Pompeyo se puso a la cabeza de los grandes, durante la guerra civil y después de la muerte de César, o desde que ya no temió demasiado por sí mismo y por su familia, cesó de ocuparse en la Filosofía. De manera que consideraba a ésta como un refugio en las agitaciones de la vida, como una distracción, como un medio de llenar sus vacíos y descansos. Cuando ve o considera que el bajel del Estado está en peligro, participa a su amigo Ático la resolución adoptada de aplicarse de una manera fundamental al estudio de la Filosofía en medio de las vanidades de este mundo; pero al propio tiempo procúrase informes detallados de la situación de estas mismas vanidades.»

Obsérvase, en efecto, que la intensidad de sus aficiones filosóficas y de sus ocupaciones científicas decrecen a medida que renacen sus esperanzas de poder tomar parte de nuevo en la gobernación del Estado y en los negocios públicos. Las alternativas, las vacilaciones y la situación expectante e indecisa de su ánimo y de su vida en el terreno político, engendran en su espíritu una situación análoga en el terreno filosófico. De aquí sus afirmaciones e ideas contradictorias acerca de la importancia y utilidad de la Filosofía, puesto que unas veces proclama la perfecta ineficacia de la Filosofía y de sus consuelos en las desgracias de la vida, concediéndole apenas eficacia suficiente para producir un pequeño olvido (exiguam doloris oblivionem) o adormecimiento del dolor, al paso que otras veces la considera como el verdadero bien y el mayor de la vida presente, apellidándola también madre o principio de todos los bienes representados por la palabra y la obra del hombre: Matrem omnium bene factorum beneque dictorum

La Filosofía de Cicerón, considerada en conjunto, es como el reflejo de la situación vacilante, indecisa, desigual, de su espíritu y de su vida, tanto en el orden político como en el orden científico, y es, a la vez, el reflejo de su educación literaria, que fue educación esencialmente ecléctica, según arriba hemos apuntado. Así no es de extrañar, sino que es bastante lógico, que el pensamiento fundamental, la idea madre del orador romano en el terreno filosófico, su sistema general como filósofo, o, digamos acaso mejor, como escritor de Filosofía, se halle representado por la Academia nueva combinada con el eclectismo probabilista. El hombre no puede conocer la verdad con certeza y evidencia; tiene que contentarse con juicios más o menos probables (5), más o menos verosímiles, y a ellos debe atenerse el hombre prudente en todo, pero especialmente en las cosas prácticas de la vida. Esto explica la discordancia y perpetuas contradicciones que se observan en sus escritos. Parece algunas veces que abraza el dogmatismo teológico de Platón y la teoría ética de Aristóteles; escribe magníficos pasajes para demostrar la existencia de Dios; discurre con profundidad acerca de su naturaleza y atributos; aduce sólidos argumentos en favor de la inmortalidad del alma; pero en la página siguiente echa por tierra todo este edificio dogmático, llamando a las puertas del escepticismo y afirmando la acatalepsia de la Academia nueva.

Al lado de la idea escéptico-académica, domina en Cicerón la idea ecléctica, dando la preferencia en determinadas materias a determinadas escuelas, y adoptando la opinión de éste o de aquel filósofo, como más probable, según el objeto de que se trata. La Academia nueva y el Pórtico sírvenle de guía generalmente en las cuestiones dialécticas y físicas: en psicología manifiesta predilección por las teorías de Platón; Aristóteles y Zenón le suministran la mayor parte de sus máximas morales, y en política puede ser considerado como discípulo del primero.

Son ciertamente notables las demostraciones y pruebas alegadas por Cicerón en favor de la espiritualidad e inmortalidad del alma humana y en favor de la existencia de Dios (6), demostraciones y pruebas que parecen propias de un dogmático propiamente dicho, más bien que de un sectario de la Academia media. Fundándose en esto, en los grandes y repetidos elogios que tributa a Platón, a quien apellida y considera como una especie de dios de los filósofos, —quasi quendam deum philosophorum,— y también en la preferencia que da al discípulo de Sócrates en muchas cuestiones, y principalmente en casi todas las que se refieren a la psicología, sospecharon algunos que en realidad de verdad, Cicerón era partidario de la Filosofía de Platón, y que sus dudas o manifestaciones escépticas tienen más de aparente que de real. Hasta pudiera sospechar alguien que aquellas manifestaciones escépticas deben considerarse como ardides literarios, cuyo objeto no es otro más que ocultar su convicción personal para confutar y rebatir con mayor libertad las opiniones de otros.

La verdad es, sin embargo, que semejantes sospechas, apuntadas por algunos historiadores, no parecen muy fundadas, si se tiene presente la insistencia con que en muchos lugares de sus obras afirma y advierte que la verdad se encuentra casi siempre mezclada con el error, sin que sea fácil discernirlos; que aunque admite muchas cosas como probables, no se atreve a afirmarlas ni seguirlas como absolutamente ciertas (nos probabilia multa habemus, quae sequi facile, affirmare vix possumus), reivindicando a la vez su libertad e independencia completa para sus juicios (liberiorcs et solutiores sumus), y acerca de las opiniones y doctrinas de todas las escuelas. En armonía con esto, Cicerón reprueba enérgicamente la conducta de los que abrazan sistemas determinados sin haber podido siquiera juzgar de su verdad, y de los que, guiados por el acaso y las circunstancias, más bien que por el estudio y juicio de las doctrinas, se adhieren fuertemente a alguna de éstas como a una roca: Ante tenentur adstricti, quam quid esset optimum, judicare potuerunt…. Ad quamcumque sunt disciplinam quasi tempestate delati, ad eam, tanquam ad saxum adhaerescunt

Es justo advertir aquí que esta tendencia o dirección escéptica se acentúa principalmente en las cuestiones de cosmología y de física, lo cual no le impide, sin embargo, rechazar enérgicamente las teorías físico-cosmológicas y psicológicas de Epicuro y sus discípulos. Así es que, después de mencionar alguna de estas teorías, dice con cierto desdén: Puderet me dicere non intelligere, si vos ipsi intelligeretis, qui ista dicitis

Cicerón, que contribuyó eficazmente al movimiento filosófico entre los romanos con sus numerosos escritos, tiene también el mérito de haber popularizado entre ellos la historia de la Filosofía, exponiendo con mayor o menor exactitud las diferentes teorías de las escuelas filosóficas, e indicando a la vez los primeros pasos y el origen de la Filosofía entre los romanos, siendo de notar que parece atribuir este honor a Pitágoras (7) y su escuela.

Resumiendo: la dirección general de Cicerón en Filosofía coincide con la Academia nueva, pero modificando y atenuando el escepticismo rígido de la misma, o sea moderando sus principios, aunque sin rechazarlos (quam (academiam) quide ego placare cupio, submovere non audeo), según él mismo nos dice.

En las cuestiones cosmológicas y físicas, es más académico, o, si se quiere, más escéptico que en las demás; sin perdonar por eso la teoría atomista de Epicuro (8), a la cual declara guerra a muerte.

En materia de metafísica, de política y de moral, se inspira alternativa y parcialmente en Platón, Aristóteles y la escuela estoica, dando la preferencia a la moral y a la práctica de los deberes sociales sobre la ciencia (agere considerate, pluris est quam cogitare prudenter) y la especulación (9).

__________

(1) «Qua ex cognitione facilior facta est investigatio rerum occultissimarum, disserendique ab iisdem non dialectice solum, sed etiam oratorie praecepta sunt tradita; ab Aristoteleque principe de singulis rebus in utramque partem dicendi exercitatio est instituta, ut non contra omnia semper, sicut Arcesilas, diceret, et tamen ut in omnibus rebus, quidquid ex utraque parte dici posset, expromeret.» De Finib. bon. et mal., lib. V, cap. IV.

(2) «Universale enim appellatum de omni significat, nam quod de omni dicitur, totum quoddam esse videtur. Totum igitur ad hunc modum dictum atque universale, idcirco dicitur universale et totum quoniam in se multa continet, deque his singulis univoce praedicatur, et omnia unum sunt secundura praedicatum, et ipsorum quodque hoc est quod praedicatum, propterea quod omnia pariter communis et se complectentis rationem admittant. Nam illud…. significat ea (universalia) unitatem habere non continuitate, sed quia eorum quodque eamdem rationem admittit; equus enim, homo, canis et bos, omnes unum sunt, quoniam eorum quisque animal est.» Comment. in 12 Arist. libros de prima Phil. Joan. Gen. Sepulveda interp. edic. 1536, lib. V, pág. 212.

(3) «Sic in Intellectu primo sese res habeat oportet, nec ei cum labore intellectio perpetua contingat, siquidem intellectus est et intellectio. Caeterum quidnam esse causae putemus, cur cum inlellectus nostri substantia in eo sita sit quod sit intellectus, huic tamen laboriosum est continenter intelligere? An intellectus noster non est actu intellectus, ñeque actus, ut ille, sed potestate? Primum igitur, si non est intellectus sed potentia, continuatio intellectionis laborem ipsi suppetet.» Comment cit., lib. XII, pág. 396.

(4) Al principio mismo de su poema, y terminada apenas su invocación a Venus, escribe:

«Humana ante oculos faede cum vita jaceret

In terris, oppressa, gravi sub religione,

Quae caput a coeli regionibus ostendebat,

Horribili super aspecto, mortalibus instans;

Primum Crajus homo mortales tollere contra

Est oculos ausus, primusque obsistere contra

Quem nec fama Deum, nec fulmina, nec minitanti

Murmure compressit coelum…………………

………………………………………………

Quare religio, pedibus subjecta vicissim

Obteritur, nos exaequat victoria coelo.»

                                                             De rerum nat., lib. I.

(5) En el libro segundo de su tratado De officiis, expone y resume su pensamiento escéptico-académico en los siguientes términos: «Non enim sumus ii, quibus nihil veri esse videatur, sed hi, qui omnibus veris falsa quaedam adjuncta esse dicamus, tanta similitudine, ut iu iis nulla insit certa judicandi et assentiendi nota. Ex quo existit et illud, multa esse probabilia, quae quanquam non perciperentur, tamen quia visum haberent quemdam insignem et illustrem, his sapientis vita regeretur.» No hay para qué añadir que esta idea se halla a cada paso en sus obras. «Ómnibus fere in rebus, escribe en el libro primero De Natura Deorum, et maxime in physicis, quid non sit, citius, quam quid sit, dixerim.»

(6) En la imposibilidad de aducir ni citar todas esas pruebas, dadas las condiciones de este libro, transcribiremos aquí por vía de muestra y de ejemplo, una de las que se encuentran en las Cuestiones Tusculanas, no porque sea la más completa, sino porque abarca al mismo tiempo la espiritualidad e inmortalidad del alma y la existencia de Dios: «Animorum nulla in terris origo inveniri potest. Nihil enim est in animis mixtum atque concretum, aut quod ex terra natura atque fictum esse videatur: nihil ne aut humidum quidem, aut fiabile aut igneum. His enim in naturis nihil inest quod vim memoriae, mentís, cogitationis habeat, quod et praeterita teneat, et futura provideat, et complecti possit praesentia; quae sola divina sunt. Nec invenietur unquam, unde ad hominem venire possint, nisi a Deo. Ita quidquid est illud quod sentit, quod sapit, quod vult, quod viget, coeleste et divinum est, ob eamque rem aeternum sit necesse est. Nec vero Deus ipse, qui intelligitur a nobis, alio modo intelligi potest, nisi mens soluta quaedam et libera segregata ab omni concretione mortali, omnia sentiens et movens, ipsaque praedita motu sempiterno….
      »Haec igitur et alia innumerabilia cum cernimus, possumus ne dubitare, quia his praesit aliquis vel effector, si haec nata sunt, ut Platoni videtur; vel, si semper fuerint, ut Aristoteli placet, moderator tanti operis et muneris? Sic mentem hominis, quamvis eam non videas, ut Deum non vides, tamen ut Deum agnoscis ex operibus ejus, sic ex memoria rerum, et inventione, et celeritate motus, omnisque pulchritudine virtutis, vim divinam mentis agnoscito…. Nihil sit animus admixtum, nihil concretum, nihil copulatum, nihil coagmentatim, nihil duplex. Quod cum ita sit, certenec secerni, nec dividí, nec discerpi, nec distrahi potest: nec interire igitur.» Tusculan., lib. I, cap. XXVII, XXVIII, XXIX.

(7) Asi se desprende de varios pasajes de sus obras, y entre otros, del siguiente: «Pvthagorae autem doctrina cum longe lateque flueret, permanavisse mihi videtur in hanc civitatem; idque cum conjectura probabile est, tum quibusdam etiam vestigiis indicatur. Quis est enim, qui putet, cum floreret in Italia Graecia potentissimis et maximis urbibus in ea quae Magna dicta est, in hisque primum ipsius Pythagorae, deinde postea Pythagoreorum tantum nomen esset, nostrorum hominum ad eorum doctissimas voces aures clausas fuisse?» Tuscul. QQ., lib. IV.

(8) Hablando en son de burla, y con el objeto de poner de relieve lo absurdo de semejante teoría para explicar el origen y formación del mundo por medio del encuentro fortuito de los átomos, dice, entre otras cosas: «Hoc qui existimat fieri potuisse, non intelligo, cur non idem putet, si innumerabiles unius et viginti formae litterarum, vel aureae, vel quales libet aliquo conjiciantur, posse, ex his in terram excussis, anuales Ennii, ut deinceps legi possint, effici.» De Natur. Deur., lib. II, cap. XXXVII.

(9) «Omne officium, quod ad conjunctionem homiuum et ad societatem tuendam valet, anteponendum est illi officio, quod cognitione et scientia continetur.» De Offic., lib. I, cap. XLIV.

El escepticismo griego. Pirrón. Enesidemo. Sexto Empírico                                             El estoicismo romano

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