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SACERDOTES, lamas y poder civil – Voltaire-Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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SACERDOTES

Sacerdotes - Diccionario Filosófico de VoltaireLos sacerdotes deben ser en el Estado poco más o menos como los preceptores que se toman en las casas particulares para que enseñen, para que recen y para que den buen ejemplo; no tienen ni pueden tener autoridad alguna sobre los dueños de la casa, a menos que no prueben que el que paga la retribución debe obedecer a los que la cobran. Entre todas las religiones, la que excluye más terminantemente a los sacerdotes de tener autoridad civil es, sin duda, la religión de Jesús, que sienta estas máximas: «Dad al César lo que es del César.» «No habrá entre vosotros ni primero ni último.» «Mi reinado no es de este mundo.»

Las cuestiones entre el Imperio y el sacerdocio ensangrentaron la Europa durante más de seis siglos; fueron por parte de los sacerdotes rebeliones contra Dios y contra los hombres y un pecado continuo contra el Espíritu Santo.

Desde Calcas, que asesinó a la hija de Agamenón, hasta Gregorio XII y Sixto V, dos obispos de Roma que quisieron usurpar el reino de Francia a Enrique IV, el poder sacerdotal siempre fue fatal para el mundo.

Rezar no es dominar; exhortar no es ser déspotas. El buen sacerdote debe ser el médico de las almas. Si Hipócrates hubiera recetado a sus enfermos que tomaran el eléboro bajo la pena de ser ahorcados, hubiera tenido muy pocos clientes. Cuando el sacerdote dice: «Adorad a Dios, sed justos, indulgentes y compasivos», entonces es un buen médico; pero cuando dice: «Creedme, porque si no me creéis os quemaré en una hoguera», entonces es un asesino.

El magistrado debe sostener y enfrenar a los sacerdotes, como el padre de familia debe tener muchas consideraciones al preceptor de sus hijos; pero debe evitar que abuse. La armonía entre el sacerdocio y el Imperio es el más monstruoso de los sistemas, porque en cuanto se busca esta armonía se supone necesariamente que están divididos, y por lo tanto debe decirse: «La protección que el Imperio dispensa al sacerdocio.»

Pero en los países donde el sacerdocio obtuvo el Imperio, como en Salem, donde Melquisedec era sacerdote y rey; como en el Japón, donde el dairl fue mucho tiempo emperador, ¿cómo se decide esta cuestión? Respondiendo que los sucesores de Melquisedec y de los dairls han sido desposeídos.

Los turcos son hábiles respecto a este punto; hacen el viaje a la Meca, pero no permiten que el jerife de la Meca excomulgue al sultán; no van a la Meca a comprar el permiso para no observar el Ramadán, ni el permiso para casarse con sus primas o con sus sobrinas; no pueden juzgarles los imanes que el jerife delegue, ni pagan a éste el primer año de su renta.

Navarrete, en una de las cartas que escribió a don Juan de Austria, refiere el siguiente discurso que el Dalai-Lama pronunció ante un Consejo privado:

«Venerables hermanos míos: Vosotros y yo sabemos muy bien que yo no soy inmortal, pero es conveniente que los pueblos lo crean. Los tártaros del grande y del pequeño Tibet son gentes de pocos alcances, y para enfrenarlos se necesita un yugo muy pesado y que crean groseros errores. Convencedlos, pues, de que soy inmortal, y que mi gloria, reflejando en vosotros, os proporciona honores y riquezas.

»Cuando llegue el tiempo en que los bárbaros sean algo ilustrados, podremos entonces confesarles que los Grandes Lamas no son inmortales, pero que sus predecesores sí que lo fueron, porque lo que era necesario para la fundación del edificio divino, no lo es ya cuando el edificio está asentado sobre cimientos inquebrantables.

»Al principio me repugnaba distribuir entre los vasallos de mi Imperio el regalo de mi sillico, limpiamente tapado con cristales, guarnecido de cobre dorado; pero recibían esos presentes con tanto respeto, que me vi en el caso de continuar siempre esta costumbre, que después de todo no choca con las buenas costumbres y hace entrar mucho dinero en las arcas de nuestro tesoro.

»Si alguna vez algún argumentista impío llega a convencer al pueblo de que nuestra parte trasera no es tan divina como nuestra cabeza y si se subleva contra nuestras reliquias, sostendréis su valor hasta donde os sea posible, y si os veis obligados por fin a no defender la santidad de nuestro trasero, dejad siempre impreso en la imaginación de mis vasallos el respeto que se debe a nuestro cerebro.

»Mientras los tártaros del grande y del pequeño Tibet no sepan leer ni escribir, mientras sean bárbaros y devotos, podréis arrancarles con audacia su dinero, acostaros con sus mujeres y con sus hijas, y amenazarlos con la cólera del dios Fo si se atreven a quejarse.

»Cuando llegue para ellos la época de la razón, porque es preciso que llegue un día en que razonen, entonces debéis seguir una conducta diametralmente opuesta, y debéis decir lo contrario de lo que vuestros predecesores dijeron; porque debéis cambiar de riendas a medida que los caballos sean más difíciles de dirigir. Entonces es preciso que vuestro exterior sea más grave, vuestras intrigas más misteriosas, que vuestros secretos estén mejor guardados, que vuestros sofismas sean más deslumbradores y que vuestra política sea más ladina. Entonces os veréis obligados a ser los pilotos de un buque que hará agua por todas partes, y necesitaréis tener subalternos que estén ocupados continuamente en tirar el agua, en tapar y en calafatear todos los agujeros. Bogaréis con más dificultad, pero al fin bogaréis, teniendo que arrojar al agua o al fuego, según más convenga, a todos los que se empeñen en examinar si habéis reparado bien el buque.

»Si los incrédulos son o el príncipe de los kalkas, o el canteish de los calmucos, o un príncipe de Kazán, o algún gran señor que tenga ingenio, guardaos bien de reñir con ellos; respetadles diciéndoles una vez y otra que esperáis que al fin entrarán en el buen camino; pero en cuanto a los simples ciudadanos, no los perdonéis; cuanto mejores sean, más debéis dedicaros a exterminarlos, porque las personas de honor son las más peligrosas para vosotros.

»Debéis tener la sencillez de la paloma, la prudencia de la serpiente y la garra del león, según los tiempos y las circunstancias.»

En cuanto el Dalai-Lama terminó el discurso, la tierra se estremeció, los relámpagos brillaron, rugió el trueno, y una voz celestial dijo estas palabras: «Adorad a Dios y no al Gran Lama.»

Esos pequeños lamas sostuvieron que la voz había dicho: «Adorad a Dios y al Gran Lama.» Lo creyeron durante mucho tiempo los habitantes del Tibet, pero hoy ya no lo creen.

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