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Historia del INFIERNO – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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INFIERNO

Infierno - Diccionario Filosófico de VoltaireInferum quería decir «subterráneo», que era donde los pueblos de la antigüedad enterraban a los muertos, quedando allí el alma con ellos. Esta fue la primitiva física y la primitiva metafísica de los egipcios y de los griegos.

Los indios, que fueron mucho más antiguos e inventaron el dogma ingenioso de la metempsicosis, no creyeron nunca que las almas de los muertos estuvieran en el subterráneo. Los japoneses, los coreos, los chinos y los pueblos que ocupaban la Tartaria oriental y occidental tampoco creyeron semejante cosa.

Los griegos, andando el tiempo, convirtieron el subterráneo en un vasto reino que entregaron liberalmente a Plutón y a su esposa Proserpina. Les asignaron tres consejeros de Estado; tres amas de gobierno que llamaron las Furias; tres Parcas para hilar, devanar y cortar el hilo de la vida del hombre; y como en la antigüedad cada héroe tenía un perro para que vigilara la puerta de su casa, concedieron a Plutón un perrazo con tres cabezas, llamado Cancerbero; en ese reino todo se contaba por tres. Los consejeros de Estado eran Minos, Eaco y Radamanto: uno juzgaba la Grecia, otro el Asia Menor y el tercero la Europa.

Los primeros que se burlaron de los infiernos fueron los poetas. Virgilio unas veces se ocupa de ellos hablando seriamente en la Eneida, porque el tono serio era a propósito para su asunto, y otras veces se burlaba de ellos en las Geórgicas. Lo mismo hicieron Lucrecio y Horacio, Cicerón y Séneca. El emperador Marco Aurelio raciocina más filosóficamente que los citados escritores. Dice: «El que teme la muerte, lo que teme es verse privado de sus sentidos o experimentar otras sensaciones; pero el que pierde los sentidos no sufre ninguna pena ni miseria alguna, y el que tiene sentidos de otra clase se convierte en otra criatura.» Nada podía replicar a este argumento la filosofía profana. Esto no obstante, como la contradicción es inherente a la especie humana y parece que sirva de base a nuestra naturaleza, al mismo tiempo Cicerón decía públicamente: «No hay ninguna vieja que crea esas tonterías.» Lucrecio confesaba que esas ideas causaban gran impresión en la imaginación del pueblo, y que él se proponía destruirlas. Lo cierto es que en las últimas capas sociales, unos se reían del infierno, pero les hacía temblar a otros; unos conceptuaban fábulas ridículas el Cancerbero, las Furias y Plutón, y otros ofrecían continuamente ofrendas a los dioses infernales. Sucedía entonces lo mismo que sucede ahora.

Algunos filósofos que no creían en la fábula del infierno deseaban sin embargo que esa creencia refrenara al populacho. De esos filósofos fueron TImeo de Locres y el político e historiador Polibio; que decía: «El infierno es inútil para los sabios, pero es necesario para la plebe insensata.»

Sabido es que la ley del Pentateuco no anunció en ninguna parte la existencia del infierno. Estaban sumergidos los hombres en un caos de contradicciones y de incertidumbres cuando Jesucristo apareció en el mundo; confirmó la doctrina antigua del infierno, pero no la doctrina de los poetas paganos, ni la de los sacerdotes egipcios, sino la que adoptó el cristianismo. Jesucristo anunció un reino que debía venir y un infierno que no tendría fin. Dice terminantemente en Cafarnaum: «Todo el que llame a su hermano raca será condenado por el sanhedrín, pero el que le llame loco será condenado a la gehenet eimon gehena (1) del fuego.»

Esto prueba dos cosas: primera, que Jesucristo no quería que se injuriara a nadie, porque sólo le incumbía a él como Señor llamar a los fariseos prevaricadores «raza de víboras»;  segunda, que los que injurian a su prójimo merecen ir al infierno, porque la gehena del fuego estaba situada en el valle de Ennom, en donde quemaban a las víctimas que sacrificaban a Moloch, y esa gehena simboliza el fuego del infierno.

Jesucristo dice en el Evangelio de San Marcos: «Si alguno sirve de piedra de escándalo para los débiles que no creen en mí, sería mejor para él que le ataran al cuello una muela de molino y que le arrojaran al mar.»

«Si tu mano te sirve de piedra de escándalo, córtatela; es preferible estar manco en la vida, a ir a la gehena del fuego inextinguible, en la que el gusano no muere y el fuego no se extingue.»

«Y si el pie te sirve de piedra de escándalo, córtate el pie; es preferible entrar cojo en la vida eterna a que te arrojen con dos pies en la gehena inextinguible, donde el gusano no muere ni el fuego se extingue.»

«Si el ojo te sirve de piedra de escándalo, arráncate el ojo; vale más ser tuerto en el reino de Dios, que abrasarte con dos ojos en la gehena del fuego», etc., etc.

En el Evangelio de San Lucas, dice Jesucristo, caminando hacia Jerusalén: «Cuando el padre de familia haya entrado en casa y cierre la puerta, os quedaréis a la parte de afuera, y llamaréis, diciendo: «Señor, abridnos»; y desde dentro una voz os contestará: «No os conozco.» Entonces diréis: «Hemos comido y bebido contigo, y tú nos has enseñado las encrucijadas». La voz os replicará: «No os conozco. ¿De dónde sois, obreros de iniquidades?» Y lloraréis y rechinaréis los dientes cuando veáis dentro de la casa a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas, y vosotros seáis expulsados de ella.»

A pesar de estas y otras declaraciones del Salvador del genero humano, que aseguran la condenación eterna a todo el que no pertenezca a nuestra Iglesia, Orígenes y otros autores no creen en la eternidad de las penas. Los socinianos también rechazan esta teoría, pero éstos están fuera del gremio de la Iglesia. Los luteranos y los calvinistas, que también lo están, admiten, sin embargo, la eternidad del Infierno.

En cuanto los hombres vivieron en sociedad, debieron apercibirse de que muchos culpables burlaban la severidad de las leyes: castigaban los crímenes públicos, y necesitaron establecer un freno que impidiera cometer crímenes secretos; creyeron, pues, que únicamente la religión podría ser este freno. Los persas, los caldeos, los egipcios y los griegos imaginaron que debía haber castigos después de la vida, y entre todos los pueblos antiguos que conocemos únicamente los judíos admitieron que hubiera castigos temporales, como dijimos en otros artículos. Es ridículo creer o aparentar que se cree apoyándose en pasajes incomprensibles, que admitían el infierno las antiguas leyes de los judíos en el Levítico y en el Decálogo, cuando el autor de dichas leyes no dijo ni una sola palabra que tuviera la menor relación con los castigos de la vida futura. Si eso fuera así, tendríamos derecho para reconvenir al que redactó el Pentateuco, diciéndole: «Sois un inconsecuente, os falta probidad y sois indigno del nombre de legislador que os arrogáis. ¿Conocéis un dogma capaz de reprimir tan necesario para el pueblo coma es el dogma del infierno, y no lo proclamáis terminantemente? Mientras le admiten en todas las naciones que os rodean, os dais por satisfecho con que puedan adivinar ese dogma algunos comentaristas que nacerán cuatro mil años después que vos y que torturarán algunas de vuestras palabras para encontrar en ellas lo que vos no habéis dicho. Pues o sois un ignorante que no sabéis que existe esa creación universal en Egipto, en Caldea y en Persia, o sois un hombre poco avisado, si conociendo ese dogma no habéis hecho de él la base de vuestra religión.»

A ese ataque los autores de las leyes judías únicamente podían contestar: «Confesamos que somos excesivamente ignorantes; que hemos aprendido a escribir demasiado tarde; que nuestro pueblo era una horda salvaje y bárbara que vagó errante cerca de medio siglo por desiertos impracticables, hasta que al fin se apoderó de un país pequeño, por medio del saqueo y de detestables crueldades. No teníamos trato con las naciones civilizadas; ¿cómo pretendéis, pues, que nosotros fuéramos capaces de inventar un sistema tan espiritual? Sólo usábamos la palabra «alma» para significar vida; ni conocemos a Dios, ni a sus ministros, ni a sus ángeles, mas que coma seres corporales: la distinción entre alma y cuerpo, la idea de otra vida después de la muerte, pueden ser el fruto de larga meditación y de sutil filosofía. Preguntad a los hotentotes y a los negros, que ocupan un territorio cien veces más extenso que el nuestro, si tienen idea de la vida futura. Creímos hacer bastante convenciendo a nuestro pueblo de que Dios castiga a los criminales hasta la cuarta generación, ya dándoles la lepra, ya ocasionando muertes repentinas, ya causándoles la pérdida de los bienes que podían poseer.»

Podemos contestar a esta apología: «Habéis inventado un sistema muy ridículo, y el criminal que gozara de buena salud y cuya familia disfrutara de prosperidades tendría motivos para burlarse de vosotros.» El apologista de la ley judaica nos replicaría entonces: «Estáis equivocados, porque por cada criminal que raciocina bien hay ciento que no saben razonar. El que después de cometer un crimen no recibiera castigo en su cuerpo, ni en el de su hijo, temería que su nieto lo recibiera. Siempre suceden desgracias en todas las familias, y fácilmente haríamos creer que la mano divina las enviaba.» Fácil sería replicar a esta respuesta, diciendo: «Vuestro argumento es falso, porque vemos todos los días que hombres muy honrados pierden su salud y su fortuna, y aunque no haya familia que no tengan desgracias, si estas desgracias son castigos de Dios, todas ellas deben ser familias de bribones.»

Entre los judíos, los fariseos y los esenios admitieron la creencia de un infierno a su modo. Este dogma lo habían transmitido ya los griegos a los romanos, y lo adoptaron los cristianos.

Muchos Padres de la Iglesia no creyeron en la eternidad de las penas; les pareció absurdo que estuviera quemándose durante toda una eternidad un pobre hombre por haber robado una cabra. No hace mucho tiempo, un teólogo calvinista, llamado Petit-Pierre, predicaba y escribió que los condenados obtendrían un día la divina gracia. Los demás ministros de su secta se opusieron a esa proposición. Medió una cuestión acalorada, y supónese que el rey, su soberano, les dijo que ya que preferían condenarse eternamente, le parecía bien; que debían darse las manos y dejarse de cuestiones. Los condenados de la iglesia de Neufchatel depusieron al pobre Petit-Pierre por haber equivocado el infierno con el purgatorio.

El pedagogo cristiano es un excelente libro que compuso el padre Felipe Outremán, de la Compañía de Jesús, del que se han hecho cincuenta y una ediciones, pero en el que no hay una página que tenga sentido común. Pues bien; ese reverendo padre afirma que un ministro de Estado de la reina Isabel, barón de Honsden (que nunca existió), predijo a Cecil, secretario de Estado, y a seis consejeros que no se condenarían; lo cual sucedió, porque esto sucede a todos los herejes. Es probable que Cecil y los consejeros no creyeran al barón de Honsden; pero si éste se lo hubiera profetizado a seis fanáticos ignorantes, indudablemente lo hubieran creído. En la actualidad, que ningún habitante de Londres cree que exista el infierno, ¿qué es lo que debemos hacer? ¿Qué freno podremos ponernos? El del honor, el de las leyes, el de la Divinidad, que desea que seamos justos, exista o no exista el infierno.

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(1) Gehena, nombre que se da en la Sagrada Escritura al infierno.

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