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Torre de Babel Ediciones

ENCANTO, SORTILEGIO y magia – Voltaire-Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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ENCANTO

I – Magia, evocación, sortilegio, etc.

Encantamiento, magia, sortilegio - Diccionario Filosófico de VoltaireNo es verosímil que esos abominables absurdos traigan su origen, como dice Pluche, de las hojas con que antiguamente se coronaban las frentes de Isis y Osiris. ¿Qué relación podían tener esas hojas con el arte de encantar a las serpientes, con el de resucitar a un muerto, con el de matar a los hombres por medio de palabras, con el de inspirar amor o metamorfosear a los hombres en bestias?

La mayoría de las supersticiones absurdas traen su origen de hechos naturales que se han observado. Algunos animales se han acostumbrado a venir a recibir el alimento cuando oyen tocar una flauta o cualquier otro instrumento. Orfeo tocaba la flauta mejor que los otros pastores, acompañando con ella el canto que entonaba con buena voz, y los animales domésticos iban detrás de él. De esta realidad pasaron a suponer que también encantaba a los osos y a los tigres y que le seguían. Dado este primer paso, creyeron ya sin gran esfuerzo que Orfeo hacía bailar a las piedras y los árboles. De hacer danzar a las rocas y los abetos pasaron a edificar ciudades al son de la música, y las piedras de talla se colocaban en su sitio ellas mismas al oír el canto de Anfión. Desde entonces sólo necesitaron un violín para construir una ciudad y una flauta para destruirla.

El encantamiento de las serpientes debe tener todavía un origen más raro. La serpiente no es un animal voraz ni dañino. Es tímido, como todos los reptiles. En cuanto la serpiente ve a un hombre, corre a esconderse en el primer agujero que encuentra, como un conejo o un lagarto. El hombre tiene el instinto de correr detrás de lo que huye y de huir de todo lo que corre tras él, menos cuando está armado, porque entonces tiene la conciencia de su fuerza. La serpiente, lejos de querer alimentarse con sangre y carne, se nutre sólo de hierbas, y pasa mucho tiempo sin comer; se traga muchos insectos, lo mismo que los lagartos y los camaleones, y nos presta un gran servicio.

Todos los viajeros convienen en que existen serpientes muy largas y muy gruesas, pero de esa clase no las conocemos en Europa, en la que no atacan a ningún hombre ni a ningún niño, porque los animales sólo atacan a los que quieren comerse, y los perros sólo muerden a los transeúntes para defender a sus amos. ¿Por qué había de atacar la serpiente a un niño?, ¿qué placer le causaría morderle? Apenas podría tragarse su dedo pequeño. Las serpientes muerden y las ardillas también, pero sólo muerden cuando se les hace daño.

Quiero creer que existan monstruos en la especie de las serpientes, como los hay en la especie de los hombres. Convengo en que el ejército de Régulo se armase en África para ir a pelear contra un dragón, y que más tarde un normando peleara contra la gárgola, pero hay que confesar que esos casos son muy raros.

Las dos serpientes que fueron expresamente desde Tenedos (1) para devorar a Laocoonte y a dos mancebos de veinte años ante el ejército de Troya, son un hermoso prodigio digno de ser transmitido a la posteridad en versos hexámetros y en magníficas estatuas que representan a Laocoonte como un gigante y a sus hijos como pigmeos. Concibo que ese acontecimiento debía verificarse en la época en que se tomaban ciudades con un caballo grande de madera, y ciudades fundadas por los dioses; cuando los ríos retrocedían hasta sus manantiales; cuando las aguas se convertían en sangre, y cuando el sol y la luna se paraban por el menor pretexto. Todo lo que se ha inventado sobre serpientes debió ser muy probable en los países en que Apolo descendió del cielo para matar a la serpiente Pitón. También pasaron las serpientes por ser muy prudentes, pero su prudencia consiste en no correr tanto como nosotros y en dejarse cortar a pedazos.

La mordedura de las serpientes y la de las víboras sólo es peligrosa cuando su rabia hace fermentar el pequeño depósito de un licor extremadamente acre que tienen debajo de las encías (2). Fuera de ese caso, la serpiente no es más peligrosa que un águila. Muchas damas han cogido, domesticado y alimentado serpientes, haciendo con ellas su toilette, y las han enroscado en sus brazos.

 

Los negros de Guinea adoran una serpiente que no hace daño a nadie. Hay reptiles de éstos de muchas clases, unos más peligrosos que otros, en los países cálidos; pero por regla general, la serpiente es un animal temeroso, y no es raro ver que maman de las tetas de las vacas.

Los primeros hombres que vieron a otros más atrevidos que ellos amansar y alimentar serpientes, y acudir éstas silbando al llamamiento de aquéllos, creyeron que los que semejante cosa conseguían eran hechiceros. Los Psillos y los Marsos, que se familiarizaban con las serpientes, adquirieron la misma reputación. En vista de esto, los boticarios del Poitou, que cogen las víboras por la cola, tienen derecho a que se les considere magos de primer orden.

El encantamiento de las serpientes pasó siempre como una cosa fuera de duda. Hasta la Biblia, que participa siempre de nuestras debilidades, se digna estar conforme con esta idea vulgar: «El áspid sordo se tapa los oídos para no oír la voz del sabio encantador.» (Salmo LVIII, vers. 5 y 6.), «Enviaré contra vosotros serpientes que resistirán a los encantamientos.» (Jeremías, cap. VII, vers. 11.) «El maldiciente es parecido a la serpiente que no cede al encantador.» (Eclesiastés, cap. X.)

El encantamiento tiene algunas veces tanta fuerza, que revienta las serpientes. Según la antigua física, ese reptil es inmortal. Si algún campesino encontraba en el camino alguna serpiente muerta, era porque algún encantador la había privado del derecho a la inmortalidad: «Erigidus in pratis cantando rumpitur auguis.» (Virg., Eglog. VIII, 71.)

II – Encantamiento de los muertos o evocación

Encantar un muerto, resucitarlo o concretarse a evocar su sombra para hablarle, era la cosa más sencilla del mundo. Ordinariamente, soñando conseguimos ver muertos, hablarles y que nos contesten. Si los vemos durmiendo, ¿por qué no los hemos de ver despiertos? Basta para esto poseer un espíritu de adivinación que obre sobre un espíritu débil, esto es, ser más tuno que la persona a quien se trata de persuadir, y nadie negará que esas dos cosas son bastante comunes.

La evocación de los muertos era uno de los misterios más sublimes de la magia. Unas veces hacían pasar ante los curiosos alguna figura grande y negra que se movía por medio de resortes en un sitio oscuro; otras, el hechicero o la hechicera aseguraban que habían visto pasar la sombra, y los creían bajo su palabra. A esto se llama «necromancia». La famosa pitonisa Eudor fue un motivo serio de cuestión entre los Padres de la Iglesia. El sabio Theodoret, en su comentario al libro de los Reyes, asegura que los muertos tenían la costumbre de aparecerse cabeza abajo, y que asustó a la pitonisa que Samuel se apareciera con la cabeza hacia arriba. San Agustín, al preguntarle Simpliciano, le contesta en el segundo libro de sus Cuestiones que no es más extraordinario que una pitonisa haga aparecer una sombra, que el diablo se lleve a Jesucristo desde el pináculo del templo hasta la montaña.

III – De otros sortilegios

Cuando se tiene bastante habilidad para evocar a los muertos por medio de palabras, con más razón puede hacerse morir a los vivos, o al menos amenazarles, como el Médico contra su voluntad, en la comedia de Molière, amenaza a Lucas con darle calenturas. Cuando menos, no cabe duda de que los hechiceros poseían el poder de hacer morir a las bestias, y era preciso oponer sortilegio a sortilegio para garantizar el ganado. Pero no nos burlemos de los antiguos, pues nosotros todavía somos unos ignorantes que acabamos de salir del estado de barbarie. No hace cien años todavía que hemos visto quemar brujos en las hogueras de toda Europa, y todavía en el año 1750 han quemado una bruja en Wurtzburgo. Verdad es que pronunciar ciertas palabras y hacer ciertas ceremonias bastan para que perezca un ganado de corderos, con tal de que a las palabras y a las ceremonias se añada algo de arsénico.

Es singular la Historia crítica de las ceremonias supersticiosas que escribió Le Brun. En ella quiere ridiculizar los sortilegios, e incurre en el ridículo de creer en el poder de éstos. Sostiene que María Bucaille, que era bruja, estando presa en Valognes, se apareció al mismo tiempo a algunas leguas de distancia de su misma prisión, según consta en el testimonio jurídico del juez de Valognes. Refiere el famoso proceso que se formó a los pastores de Brie, sentenciados por el Parlamento de París el año 1691 a la horca y a ser quemados en la hoguera. Estos pastores fueron bastante necios para creerse brujos y bastante perversos para hacer sus hechicerías con veneno. El pobre Le Brun protesta de ese fallo, diciendo que hubo algo «sobrenatural en sus hechos», y que por consecuencia de esto fueron ahorcados. Pero el decreto del Parlamento dice lo contrario: «El tribunal declara a los acusados confesos y convictos de ser supersticiosos, impíos, sacrílegos, profanadores y envenenadores.» El decreto no dice que las profanaciones mataron a los animales; dice que los mataron los envenenamientos. Los hombres pueden ser sacrílegos y envenenadores sin ser brujos.

Verdad es que otros jueces condenaron a la hoguera al cura Gaufridi, y creyeron firmemente que el diablo le hizo gozar en todos los castigos que sufrió, y el mismo cura decía que estaba agradecido al diablo. Pero eso sucedió en 1611, en la época en que en la mayoría de las provincias eran tan ilustradas como los caraibos y los negros. Aún quedan en nuestros días algunos de esa especie, como los jesuitas Girard y Duplesi, y los ex jesuitas Nonotte y Malagrida. Pero esta especie va siendo más rara cada día.

Respecto a que los hombres se convierten en lobos por encantamiento, debemos decir que basta que un pastor joven, después de matar a un lobo, se vistiera con la piel de éste e hiciera miedo a las viejas, para que corriera la voz por toda la provincia de que un pastor se había convertido en lobo, y que de tal provincia pasara a las otras. Ver un hombre metamorfoseado en lobo es cosa curiosa; pero es cosa más extraña y más bella ver almas. ¿Los monjes de Monte Cassino no vieron el alma de San Benito? ¿Los monjes de Tours no vieron el alma de San Martín? ¿Los monjes de San Dionisio no vieron el alma de Carlos Martel?

IV – Encantamientos para hacerse amar

Los había para los mancebos y para las doncellas. Los judíos vendían esos encantamientos en Roma y en Alejandría, y todavía los venden hoy en Asia. Encontraréis algunos de esos secretos en el Petit Albert; pero os enteraréis mejor en la Oratio de Magia que compuso Apuleyo cuando le acusó un cristiano, padre de la joven con quien se casó, de haberla hechizado por medio de filtros. Su suegro Emiliano sostenía que Apuleyo, para conseguirlo, se había valido de ciertos pescados, apoyándose en que habiendo nacido Venus del mar, los pescados debían excitar prodigiosamente a las mujeres al amor.

Para confeccionar los filtros amorosos se valían de la verbena, de la tenia y del hipomanes de la yegua, que es el humor mucoso que sale de la vulva de las yeguas cuando están en celo, y de un pajarillo que en latín se llama motacilla. Pero a Apuleyo le acusaron de haber empleado mariscos, patas de langostinos, erizos marinos, ostras y calamares, que se cree tienen mucho semen. Apuleyo da a entender cuál fue el verdadero filtro que comprometió a que se le entregara Pudentilla. Verdad es que confiesa en la referida obra que su mujer le llamó un día «mago», a lo que él replicó diciendo: «¿Y eso qué tiene que ver? Si me hubieras llamado cónsul, ¿sería yo cónsul por eso?»

Los griegos y los romanos creían que la hierba satirión era el filtro más poderoso, y la llamaban «planta afrodisíaca», «raíz de Venus». Añadiéndole el jaramago salvaje, resulta el eruca de los latinos. La mandrágora ha pasado ya de moda. Algunos viejos disolutos usan de moscas cantáridas, que obran sobre las partes genitales, pero que aún obran mucho más sobre la vejiga y la excorian y hacen orinar sangre. Esos viejos son cruelmente castigados por haber querido llevar el arte demasiado lejos. La juventud y la salud son los verdaderos filtros amorosos.

El chocolate se creyó durante mucho tiempo que reanimaba el vigor dormido de nuestros padres que habían envejecido prematuramente. Pero ¡ay! ni veinte tazas seguidas de chocolate son capaces de reanimar al que perdió las fuerzas.

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(1) Véase el canto II de la Eneida.
(2) Véase la obra de M. Fontana: en ella describe las vesículas que contienen el licor amarillo de la víbora, el modo como funcionan los dientes que encierran esta vesícula y la mecánica singular por medio de la que ese zumo penetra en las heridas. Ese zumo siempre es venenoso, aunque la víbora no esté irritada.

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