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DERECHO CANÓNICO y poder civil – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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DERECHO CANÓNICO

Derecho canónico- Diccionario Filosófico de VoltaireDerecho canónico es, según la idea vulgar, la jurisprudencia eclesiástica. Esto es, la compilación de los cánones, de las reglas de los concilios, de los decretos de los papas y de las máximas de los santos Padres. Según la razón, según los derechos de los reyes y de los pueblos, la jurisprudencia eclesiástica no es ni puede ser otra cosa mas que la exposición de los privilegios que concedieron a los eclesiásticos los soberanos que representan a la nación.

Cuando existen dos autoridades supremas, dos administraciones que respectivamente tengan sus derechos, una de ellas se esforzará siempre para sobreponerse a la otra, y de esto han de resultar forzosamente choques perpetuos, guerras civiles, la anarquía y la tiranía, cuyos siniestros cuadros de desgracias nos presenta la Historia. Son pruebas palpables de la teoría que estamos exponiendo el que un sacerdote se haya convertido en soberano, que el dairí del Japón haya sido rey hasta el siglo XVI, que el dalai-lama sea soberano del Tibet, que Numa fuese rey y pontífice, que los califas sean jefes del Estado y de la religión, que los papas hayan reinado en Roma. En todos esos casos la autoridad no está dividida, no existe mas que un sólo poder. Los soberanos de Rusia y de Inglaterra son los jefes de su religión, conservan la unidad esencial del poder.

Todas las religiones están dentro del Estado, todos los sacerdotes están dentro de la sociedad civil y todos se cuentan entre el número de los vasallos de los soberanos en cuya nación ejercen su ministerio. Si existiera alguna religión que estableciera cierta independencia en favor de los eclesiásticos, sustrayéndoles a la autoridad soberana y legítima, esa religión no podría dimanar de Dios, autor de la sociedad. Por lo tanto, es evidente que la religión que representa a Dios como autor de la sociedad debe someter a la autoridad del príncipe y a la inspección de los magistrados las funciones de los ministros de Dios, sus personas, bienes y su modo de enseñar la moral y de predicar el dogma.

A los magistrados corresponde únicamente autorizar los libros admirables en las escuelas, según la naturaleza y la forma del gobierno. De ese modo, Pablo José Rieger, consejero de la corte, enseña juiciosamente derecho canónico en la Universidad de Viena; de ese modo vemos que la República de Venecia examina y reforma las reglas establecidas en sus Estados que le conviene reformar. Esos ejemplos debían seguirse en todas las naciones.

II – Del ministerio eclesiástico

La religión se instituyó para poner los hombres en armonía y conseguir que por medio de la virtud merezcan las bondades de Dios. Todo cuanto en una religión no tienda a conseguir ese objeto, debe considerarse impertinente o peligroso.

La instrucción, las exhortaciones, las amenazas de los castigos futuros, las promesas de una dicha inmortal, las oraciones, los consejos, los auxilios espirituales, son los medios que deben emplear los eclesiásticos para conseguir que los hombres sean virtuosos en el mundo y felices en la eternidad. Los demás medios repugnan a la libertad de la razón, a la naturaleza del alma, a los derechos inalterables de la conciencia, a la esencia de la religión, a la del ministerio eclesiástico y a los derechos del soberano.

La virtud supone libertad, como el transportar un fardo supone fuerza activa. En la violencia no existe virtud, y sin virtud no puede haber religión. Convertir al hombre en esclavo no es hacerle de mejor condición. El mismo soberano carece de derecho para emplear la violencia y atraer así a los hombres a la religión, porque éstos deben tener libertad para escoger. El pensamiento no debe someterse a la autoridad, como no le someten ni la enfermedad ni la salud.

Desembarazándonos de las muchas contradicciones que llenan los libros de derecho canónico, con la idea de fijar nuestras ideas en el ministerio eclesiástico, busquemos entre millares de equívocos qué es lo que entendemos por la palabra Iglesia.

Iglesia es la reunión de todos los fieles convocados en ciertos días a orar en común y a practicar en todo tiempo buenas acciones. Sacerdotes son las personas establecidas bajo la autoridad del soberano para dirigir los rezos y el culto religioso. No podría existir una Iglesia numerosa sin tener eclesiásticos; pero la Iglesia no la constituyen ellos solos.

Es evidente que si los eclesiásticos que pertenecen a la sociedad civil hubieran adquirido derechos que pudiesen perturbar o destruir dicha sociedad, debe privárseles de ellos. Es evidente también que si Dios ha concedido a la Iglesia prerrogativas o derechos, esos derechos y esas prerrogativas no debieron pertenecer primitivamente ni al jefe de la Iglesia ni a los eclesiásticos, porque ellos no son la Iglesia, como los magistrados no son el soberano ni en repúblicas ni en monarquías. Finalmente, es claro que muchas almas se han sometido a la dependencia del clero, pero únicamente en el terreno espiritual.

Nuestra alma obra interiormente. Sus actos interiores consisten en el pensamiento, la voluntad, las inclinaciones y la aquiescencia a ciertas verdades. Esos actos están libres de toda violencia y no pertenecen a la jurisdicción del ministerio eclesiástico, que, respecto a ellos, puede dar consejos, pero no mandar. El alma obra también exteriormente, y las acciones exteriores caen bajo el dominio de la ley civil. En ellas ya cabe la violencia: las penas temporales o corporales sostienen la ley castigando a sus violadores. Por lo tanto, la sumisión al orden eclesiástico debe ser siempre libre y voluntaria, y la sumisión al orden civil puede ser violenta y forzada.

Por la misma razón que acabamos de alegar, las penas eclesiásticas, que siempre son espirituales, sólo alcanzan en el mundo al que en su fuero interno está convencido de su falta. Las penas civiles, por el contrario, van acompañadas de un mal físico y tienen efectos físicos, reconozca o no reconozca el culpable la justicia con que se procede contra él. De todo esto resulta que la autoridad del clero no es ni puede ser mas que espiritual, que no puede disponer de poder temporal, y que la fuerza coactiva no conviene a su ministerio, porque lo destruiría. De esto se deduce también que el soberano, celoso de no dividir su autoridad con nadie, no debe permitir que los miembros de la sociedad que él dirige se sujeten a la dependencia exterior y civil de una corporación eclesiástica.

Tales son los incontestables principios del verdadero derecho canónico, cuyas reglas y decisiones deben en todos tiempos juzgarse con arreglo a esas verdades eternas e inmutables basadas en el derecho natural y en el orden necesario de la sociedad.

III – De las posesiones de los eclesiásticos

Remontémonos a los principios de la sociedad, que son en el orden civil, como en el orden religioso, los fundamentos de todos los derechos.

La sociedad en general es propietaria del territorio del país, que es el origen de la riqueza de la nación. Se concede al soberano una porción de la renta nacional para que sostenga los gastos de la administración. Cada particular posee la parte de territorio y de renta que las leyes le aseguran, pero ninguna posesión ni su usufructo pueden en ningún tiempo sustraerse a la autoridad de la ley.

En el estado de sociedad no adquirimos ningún bien, ninguna posesión por medio de la Naturaleza, porque renunciamos a los derechos naturales al someternos al orden civil, que nos garantiza y nos protege. De modo que a la ley debemos nuestras posesiones.

Ninguna persona religiosa puede tener en la tierra dominios ni posesiones, porque los bienes de los eclesiásticos son espirituales y las posesiones de los fieles, como verdaderos miembros de la Iglesia, están en el cielo. Allí existe su tesoro. El reino de Jesucristo, que anunció como próximo, no era de este mundo; por lo tanto, ninguna posesión puede ser de derecho divino.

Los levitas, que obedecían a la ley hebraica, es verdad que poseían el diezmo, fundados en una ley positiva de Dios. Pero entonces existía una teocracia que ahora ya no existe, en la que Dios obraba como soberano del mundo. Esas leyes han caducado, y hoy no sirven como título de posesión.

Si actualmente alguna corporación eclesiástica pretendiera poseer el diezmo, alegando que le pertenecía por derecho divino positivo, tendría que presentar el título registrado de una revelación divina, expresa e incontestable, y ese título milagroso formaría una excepción de la ley autorizado por Dios, que dice: «Toda persona debe someterse a los poderes superiores que Dios creó y estableció en su nombre» (1).

No poseyendo tal título ninguna corporación eclesiástica, sólo puede obtener posesiones por el consentimiento del soberano y sujetándose a la autoridad de las leyes civiles. Éste debe ser su único titulo. Si el clero renunciara imprudentemente a ese título, no tendría ninguno, y podría despojarle el que tuviera bastante poder para conseguirlo. De modo que el clero debe tener interés especial en depender de la sociedad civil, que es la que lo mantiene.

 

Por la misma razón, estando todos los bienes del territorio de un país sometidos a contribuir a las cargas públicas para subvenir por medio de esta forma a todos los gastos del soberano y de la nación, no puede exceptuar la ley de dichas cargas a ninguna posesión, y esta ley es siempre revocable cuando cambian las circunstancias. Pedro no puede exceptuarse de pagar sin aumentar la carga que paga Juan. De este modo la equidad reclama sin cesar que sean proporcionadas las cargas entre los ciudadanos, y el soberano tiene siempre el derecho de examinar las excepciones y distribuir proporcionalmente las cargas, aboliendo los privilegios concedidos.

Los eclesiásticos indudablemente deben tener para vivir con decoro, no como miembros ni como representantes de la Iglesia, porque la misma Iglesia no tiene reino ni posesiones en el mundo. Pero si es justo que los ministros del altar vivan del altar, también es natural que los mantenga la sociedad, como mantiene a los jueces y a los soldados, y la ley civil debe marcarles una pensión proporcional.

Hasta cuando los eclesiásticos adquieren posesiones, que se les conceden en testamentos o de cualquier otra manera, los donantes no pueden desnaturalizar los bienes, sustrayéndolos a las cargas públicas o a la autoridad de las leyes; sólo podrán gozar de ellos con la garantía de dichas leyes, sin cuyo apoyo no puede haber posesión legítima ni segura.

Corresponde al soberano o a los magistrados en su nombre, examinar, cuando lo crean conveniente, si con lo que cobran los eclesiásticos les basta para su manutención, y si no es suficiente, deben aumentarlo por medio de pensiones; pero cuando es excesivo lo que cobran, deben también suprimirles lo superfluo, por el bien común de la sociedad.

Según los principios del derecho que vulgarmente se llama canónico, y que trata de formar un Estado dentro de otro Estado, los bienes eclesiásticos son sagrados e intangibles, porque pertenecen a la religión y a la Iglesia, provienen de Dios, y no de los hombres. Desde luego, podemos objetar que los bienes terrestres no corresponden a la religión, que nada tiene de temporal; que tampoco pertenecen a la Iglesia, pues ésta la forma la corporación universal de todos los fieles, entre cuyo número se cuentan reyes, magistrados, soldados y toda clase de súbditos. Dichos bienes sólo provienen de Dios en el sentido que proviene lo demás, estando como está todo sometido a su Providencia. Por eso todo eclesiástico que posee bienes o rentas goza de ellos como vasallo y ciudadano del Estado, al que protege únicamente la ley civil.

El bien, que es algo material y temporal, no puede ser sagrado ni santo en ninguno de los dos sentidos, ni en el propio ni en el figurado. Cuando se dice que una persona o un edificio son sagrados, queremos dar a entender que se consagran y se emplean en usos espirituales.

IV – De las corporaciones eclesiásticas y religiosas

Ninguna corporación puede reunirse públicamente en el Estado sin obtener antes el permiso del soberano. Hasta las corporaciones religiosas que tienen por objeto el culto deben ser autorizadas por el soberano en el orden civil para que sean legítimas.

En Holanda, donde el soberano concede respecto a esto la mayor libertad, como sucede en Rusia, en Inglaterra y en Prusia, los que desean constituir una Iglesia deben obtener el permiso, y desde que se les concede, esa Iglesia está dentro del Estado, aunque no profese la religión de éste. En cuanto se reúne el número suficiente de personas que desean dedicarse a cierto culto y celebrar reuniones, pueden pedir permiso al magistrado soberano, y éste juzga si debe o no concedérselo. Pero una vez autorizado el culto, no se le puede interrumpir sin pecar contra el orden público. La facilidad con que el soberano de Holanda concedía dichos permisos no promovía ningún desorden, y lo mismo sucedería en todas partes si el referido magistrado examinase, juzgase y protegiese.

El soberano tiene derecho a saber lo que sucede en esas reuniones, de cuidar que no se falte al orden público, de reformar los abusos que se cometan, de suspender las asambleas si produjeran desórdenes. Esa inspección perpetua es una parte esencial de la administración soberana que todas las religiones deben reconocer.

Si en dicho culto se escriben formularios de oraciones, de cánticos y de ceremonias, deben también someterse a la inspección del magistrado. Los eclesiásticos componen esos formularios, pero el soberano los examina, los aprueba o los reforma, si cree que esto es necesario. Los formularios han dado pie algunas veces para que se movieran guerras sangrientas, que no se hubieran provocado si los soberanos aplicasen mejor sus derechos.

También pueden establecerse los días de fiesta sin el consentimiento del soberano, que en cualquier época puede reformarlas y abolirlas y reglamentar su celebración según el bien público lo exija. La multiplicación de las festividades traerá siempre consigo la depravación de las costumbres y el empobrecimiento de la nación.

Tampoco pertenece al soberano inspeccionar la instrucción pública que se da verbalmente o por medio de libros de devoción. Él no enseña, pero debe enterarse de la manera que enseñan a sus vasallos y ordenar que sobre todas las materias enseñen la moral; tan necesarias como peligrosas fueron las controversias sobre el dogma. Si hay cuestiones entre los eclesiásticos sobre el modo de enseñar o sobre ciertos puntos de doctrina, el soberano puede imponer silencio a los dos partidos y castigar al que le desobedezca.

Como la autoridad soberana no da permiso para que se reúnan las corporaciones religiosas a tratar de materias políticas, los magistrados deben reprimir a los predicadores sediciosos que enardecen a la multitud con declamaciones, porque esa clase de predicadores son la peste de los Estados.

Todo culto supone una disciplina para conservar el orden, la uniformidad y la decencia. Corresponde al magistrado sostener esa disciplina y hacer en ella los cambios que el tiempo y las circunstancias exijan.

Durante ocho siglos, los emperadores de Oriente reunieron concilios para apaciguar las perturbaciones, y sólo consiguieron aumentarlas. Indudablemente, no haber hecho caso de ellas hubiera extinguido mejor las disputas que las pasiones encendieron. Desde la división de los Estados del Occidente en diversos reinos, los príncipes cedieron a los papas el derecho de convocar esas asambleas religiosas. Este derecho, que utiliza el Pontífice de Roma, es convencional. Si se reunieran todos los soberanos, podrían decidir que dejase de tenerlo.

Respecto a las asambleas, sínodos o concilios nacionales, sólo pueden celebrarse cuando el soberano los juzga necesarios; deben presidirlos sus comisarios y dirigir las deliberaciones, pero él debe sancionar los decretos.

Pueden también reunirse asambleas periódicas del clero para el mantenimiento del orden, y bajo la inspección del soberano; pero el poder civil debe siempre determinar el objeto que tienen, dirigir las deliberaciones y hacer ejecutar lo que decidieron. Los votos que pronuncian algunos eclesiásticos de vivir en corporación bajo cierta regla, recibiendo el nombre de frailes o monjes, y que tanto se han multiplicado en Europa, deben también someterse al examen e inspección de los magistrados soberanos. Sin ser examinados y aprobados por la autoridad civil, no pueden instalarse los conventos, que encierran tantas gentes inútiles para la sociedad y tantas víctimas que lloran la libertad perdida, porque sin la aprobación del soberano sus votos no son válidos ni obligatorios.

En cualquier tiempo, el príncipe tiene derecho a que le den a conocer las reglas de los conventos y a enterarse de la conducta de los frailes; puede reformar y abolir esos establecimientos religiosos si los juzga incompatibles con las circunstancias y el estado de la sociedad. Los bienes y las adquisiciones de esas corporaciones religiosas deben someterse también a la inspección de los magistrados, para que conozcan su valor y su empleo, para saber si la masa de esas riquezas que no circulan es demasiado excesiva, si las rentas exceden demasiado a las necesidades razonables de los que viven en comunidad, si el empleo de esas rentas es contrario al bien general, si su acumulación empobrece a los demás ciudadanos. En todos estos casos deben los magistrados, que son padres de la patria, disminuir esas riquezas, repartirlas, hacerlas entrar en circulación, que es lo que da la vida al Estado, y hasta emplearlas en otros usos en beneficio de la sociedad. Por los mismos principios, el soberano debe prohibir expresamente que las órdenes religiosas tengan un superior en país extranjero. Puede también prescribir las reglas para entrar en dichas órdenes, y según la antigua costumbre, fijar la edad, no permitiendo que se pronuncien votos sin el consentimiento expreso de los magistrados. Todos los ciudadanos son súbditos del Estado, y no tienen derecho a romper ese lazo que les liga a la sociedad sin el consentimiento de los que la gobiernan.

Cuando un soberano suprime una orden religiosa, los votos de los que la componen dejan de ser obligaciones. El primer voto es el de ser ciudadano, que es un juramento primordial y tácito que autoriza Dios, un voto inalterable e imprescriptible que une al hombre social con la patria y el soberano. Si contraemos un compromiso posterior, queda en reserva el voto primitivo, porque nada puede suspender la fuerza de ese primitivo juramento. Si el soberano concede ese segundo voto, que sólo es condicional y dependiente del primero e incompatible con el juramento natural, puede desligarle de este voto cuando comprende que es peligroso para la sociedad y contrario al bien público. El soberano, en este caso, no disuelve el voto, lo declara nulo y remite al hombre a su estado natural.

Basta con lo dicho para deshacer todos los sofismas que usan los canonistas con el fin de embrollar una cuestión sencillísima para el que sólo da oídos a la voz de la razón.

V – Inspección de los magistrados en la administración de los sacramentos

La administración de los sacramentos debe someterse a la inspección asidua de los magistrados en todo lo que interesa al orden público. El magistrado debe velar para que se formen registros públicos de los casamientos, de los bautismos, de los muertos, y serle indiferentes las creencias de los distintos ciudadanos del Estado. ¿No debían llevar también registros exactos de los que pronuncian votos para entrar en el claustro, de las naciones en que se permiten los conventos?

En el sacramento de la penitencia, el ministro que rehúsa o acuerda la absolución, sólo ante Dios es responsable de su proceder, lo mismo que el penitente sólo es responsable ante Dios de comulgar o de no comulgar y de comulgar bien o mal. Ningún sacerdote pecador tiene el derecho de negar públicamente y por su única autoridad la eucaristía a ningún otro pecador. Jesucristo, que era impecable, no negó la comunión a Judas. Están sometidos a las mismas reglas la extremaunción y el viático que piden los enfermos. El único derecho que tiene el ministro se reduce a exhortar al enfermo, y es deber del magistrado velar por que el sacerdote no abuse de las circunstancias para perseguir a los enfermos.

Antiguamente, la Iglesia en corporación llamaba a sus pastores y les concedía el derecho de instruir y gobernar sus rebaños; en la actualidad, unos eclesiásticos consagran a otros. Sin duda es un gran abuso, introducido hace mucho tiempo, conferir las órdenes sin que el ordenado desempeñe ninguna función. Esto es robar miembros al Estado para que no sean útiles a la Iglesia. Al magistrado le incumbe reformar ese abuso.

El matrimonio, en el orden civil, es la unión legítima del hombre y de la mujer para tener hijos, para educarlos y asegurarles los derechos de propiedad bajo el amparo de la ley. Para que conste mejor dicha unión, la acompaña una ceremonia religiosa, que unos consideran como sacramento y otros como práctica de culto público, verdadera logomaquia, que para nada influye en el contrato. Hay que distinguir dos partes en el matrimonio: el contrato civil o el compromiso natural, y el sacramento o la ceremonia sagrada. El casamiento puede subsistir, produciendo sus efectos naturales y civiles, independientemente de la ceremonia religiosa. Ésta sólo es necesaria en el orden civil porque el jefe del Estado la exige. Hubo algún tiempo en que los ministros de la religión no intervinieron para nada en la celebración de los matrimonios. En la época de Justiniano, el consentimiento de las dos partes en presencia de testigos, sin mediar ninguna ceremonia de la Iglesia, legitimaba el casamiento entre los cristianos. Dicho emperador, a mediados del siglo VI, publicó las primeras leyes para que los sacerdotes interviniesen en los matrimonios como simples testigos, pero no dispuso siquiera que diesen la bendición nupcial. El emperador León, que murió el año 866, fue el que decretó que la ceremonia religiosa fuese condición necesaria en el casamiento.

De la idea justa que nos formamos del matrimonio, se deduce, desde luego, que el buen orden y el buen sentido requieren hoy que sean necesarias las formalidades religiosas que adoptan todas las comuniones cristianas. Pero la esencia del matrimonio no puede desnaturalizarse, y el compromiso natural que lo constituye se somete y debe someterse siempre en el orden político a la autoridad del magistrado.

Se deduce de esto también que cuando dos esposos profesan el culto de los infieles y de los herejes, no están obligados a casarse otra vez si se casaron con arreglo a las leyes de su patria.

El sacerdote es hoy el magistrado que la ley designa libremente en ciertas naciones para recibir la fe del matrimonio, y es evidente que la ley puede modificar o cambiar, según le plazca, la extensión de esa autoridad eclesiástica.

Los testamentos y los entierros caen indudablemente bajo la jurisdicción de la ley civil y nunca debieron consentir los magistrados que el clero les usurpara esas atribuciones. Algunos eclesiásticos fanáticos se han negado muchas veces a administrar los sacramentos y a enterrar a algunos ciudadanos, bajo el pretexto de que eran herejes. Barbaries que no se han conocido en los países paganos.

VI – Jurisdicción de los eclesiásticos

El reinado de Jesucristo no es de este mundo. Se negó a ser juez en la tierra. Mandó dar al César lo que era del César, prohibió a sus apóstoles toda clase de dominación y predicó la humildad, la dulzura y la dependencia. Los eclesiásticos no pueden, pues, adquirir por Él ni poder, ni autoridad, ni dominación, ni jurisdicción en el mundo; sólo pueden poseer legítimamente alguna autoridad por concesión del soberano, de quien todo poder se deriva en la sociedad. Ya que sólo por medio del soberano los eclesiásticos pueden adquirir alguna jurisdicción, se deduce de esto que el soberano y los magistrados deben vigilar el uso que haga el clérigo de su autoridad, como antes demostramos.

Hubo un tiempo, en la época funesta del gobierno feudal, en el que los eclesiásticos se apoderaron de las principales funciones de los magistrados. De la indiferencia de éstos han nacido las audacias de algunos eclesiásticos, que se atrevieron a abarcar hasta al mismo jefe del Estado. La bula in Cœna Domini es una prueba subsistente todavía de los continuos atentados del clero contra la autoridad civil.

Extracto de la tarifa de los derechos que paga Francia a Roma por las bulas, dispensas, absoluciones, etc., cuya tarifa acordó el Consejo del rey el 4 de septiembre de 1691, y que está inserta en la instrucción de Jacobo Le Pelletier, impresa en Lyon en 1699, con aprobación y privilegio del rey.

1.º Para absolver del crimen de apostasía se pagarán al Papa ochenta libras.

2.º El bastardo que quiera recibir órdenes pagará por la dispensa veinticinco libras; si quiere poseer un beneficio sencillo, pagará además ciento ochenta libras; si desea que en la dispensa no se mencione su ilegitimidad, pagará mil cincuenta libras.

3.º Por dispensa y absolución de bigamia, mil cincuenta libras.

4.º Por dispensa para poder juzgar criminalmente o ejercer la medicina, noventa libras.

5.º Por absolución de herejía, ochenta libras.

6.º Por un breve de cuarenta horas por siete años, doce libras.

7.º Por la absolución por haber cometido un homicidio en defensa propia y sin intención de cometerlo, noventa y cinco libras. Los que acompañaban al matador deben también pedir la absolución y pagar noventa y cinco libras.

8.º Por indulgencias para siete años, doce libras.

9.º Por indulgencias perpetuas para una cofradía, cuarenta libras.

10. Por dispensa de irregularidad, veinticinco libras, y si la irregularidad es grande, cincuenta.

11. Por el permiso para leer libros prohibidos, veinticinco libras.

12. Por dispensa de simonía, cuarenta libras, pudiendo aumentar esta cantidad según las circunstancias.

13. Breve para comer carne en días prohibidos, sesenta y cinco libras.

14. Por dispensa de votos sencillos de castidad o de religión, quince libras. Por breve declaratorio de la nulidad de la profesión de un fraile o de una monja, cien libras; si se pide ese breve diez años después de haber profesado, se pagará doble cantidad.

Dispensas de matrimonio.—Se paga por la dispensa del cuarto grado de parentesco, teniendo causa, sesenta y cinco libras; sin causa, noventa libras; con la absolución de las familiaridades que hayan mediado entre los futuros cónyuges, ciento ochenta libras.

Los parientes del tercero y cuarto grado, sean de la línea paterna o de la línea materna, cuando soliciten dispensa sin causa, pagarán ochocientas ochenta libras, y con causa, ciento ochenta y cinco.

Los parientes de segundo grado por una línea y del cuarto por la otra, si son nobles, pagarán mil cuatrocientas libras, y si son plebeyos, mil ciento cincuenta y cinco. El que quiera casarse con la hermana de la joven que fuese prometida, pagará por la dispensa mil cuatrocientas treinta libras.

Los parientes en tercer grado, si son nobles, o si viven honestamente, pagarán mil cuatrocientas treinta libras.

Los parientes en segundo grado pagarán cuatro mil quinientas treinta libras; si la futura concedió favores al futuro, pagarán además por la absolución dos mil treinta libras.

Los que hayan sostenido en la pila bautismal al niño del uno o del otro, les costará la dispensa dos mil setecientas treinta libras. Si piden la absolución por haber gozado placeres prematuros, pagarán, además, mil trescientas treinta libras.

El que gozó de los favores de una viuda durante la vida del primer marido de ésta, pagará por casarse con ella ciento ochenta libras. En España y en Portugal las dispensas para contraer matrimonio son más caras. Los primos hermanos no las obtienen si no pagan dos mil escudos. Como los pobres no pueden pagar tan crecidas tasas, les hacen rebaja. Vale más cobrar la mitad del derecho que no percibir nada, si se niegan a pedir la dispensa.

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(1) San Pablo, Epístola a los romanos

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