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Origen y ejemplos de BULAS cristianas – Voltaire-Diccionario Filosófico

Bufón, burlesco  ◄

Voltaire – Diccionario Filosófico  

► Búlgaros

 

BULA

Bula - Diccionario Filosófico de VoltaireEsta palabra significa la bola o el sello de oro, plata, cera o plomo que va atado a un documento o a un título cualquiera. El plomo que cuelga de los rescriptos que expide la corte romana contiene en una parte la cabeza de San Pedro y la de San Pablo, aquélla a la derecha y ésta a la izquierda; la otra parte, o sea el reverso, contiene el nombre del Papa reinante y el año de su pontificado. La bula está escrita en un pergamino.

En la salutación sólo usa el Papa el título de «siervo de los siervos de Dios», copiándolo de las santas palabras que Jesús dirigió a sus discípulos: «El que de nosotros pretenda ser el primero, será vuestro servidor.»

Sostienen los herejes que los papas, por medio de esta fórmula, que es humilde en la apariencia, tratan de imponer una especie de sistema feudal, en el que la cristiandad queda sometida a un jefe, que es Dios, y a cuyos grandes vasallos San Pedro y San Pablo representa el Pontífice su servidor, y los primeros vasallos del Papa son los príncipes, los emperadores, los reyes y los duques. Indudablemente se fundan para decir esto en la famosa bula in Cœna Domini, que un cardenal diácono lee públicamente todos los años, el Jueves Santo, en presencia del Papa, al que acompañan varios cardenales y obispos. Terminada la lectura de la bula, Su Santidad arroja a la plaza pública un hacha encendida para marcar el anatema.

Dicha bula se encuentra en la página 714, tomo I, del Bulario impreso en Lyón en 1763, y en la página 118 de la edición de 1727. La edición más antigua del Bulario es de 1536. Pablo III, sin explicar el origen de esta ceremonia, dice que es costumbre antigua de los soberanos pontífices publicar la referida excomunión el Jueves Santo, para conservar la pureza de la religión cristiana y sostener la unión de los fieles. La famosa bula contiene veinticuatro párrafos, en los cuales dicho Papa lanza las siguientes excomuniones:

«Párrafo 1.º A los herejes, a sus fautores y a los que lean sus libros.

»2.º A los piratas, y sobre todo a los corsarios que se atrevan a penetrar en los mares del Soberano Pontífice.

»3.º A los que impongan en sus haciendas nuevas gabelas.

»10. A los que impidan de cualquier modo que se cumplan las cartas apostólicas, ya se concedan en ellas gracias, ya se impongan penas.

»11. A los jueces laicos que juzguen a los eclesiásticos y los atraigan a su tribunal, sea el tribunal que sea, Audiencia, Cancillería, Consejo o Parlamento.

»14. A todos los que hagan o publiquen edictos, reglamentos, pragmáticas, que ofendan o cercenen la menor cosa, tácita o expresamente, que coarte la libertad eclesiástica, los derechos del Papa y los de la Santa Sede.

»15. A los cancilleres, consejeros ordinarios o extraordinarios de cualquier rey, a los presidentes de las Cancillerías, de los Consejos y los Parlamentos, y a los procuradores generales que evoquen las causas eclesiásticas o que impidan el cumplimiento de las cartas apostólicas, aunque lo hicieran con el pretexto de evitar alguna violencia.»

En ese mismo párrafo el Papa se reserva asimismo el derecho de absolver a los referidos cancilleres, consejeros, procuradores generales y a otros excomulgados, que sólo podrán ser absueltos después que revoquen públicamente sus edictos y sus decretos y los arranquen de los Registros.

«20. Excomulga también el Papa a los que se abroguen el derecho de absolver a los excomulgados que acabamos de referir, y para que no puedan alegar ignorancia, manda:

»21. Que esta bula se publique y se fije en la puerta de la Basílica del príncipe de los apóstoles y en la de San Juan de Letrán.

»22. Que todos los patriarcas, primados, arzobispos y obispos, en virtud de la santa obediencia, publiquen solemnemente esta bula, lo menos una vez cada año.

»24. Declara el Papa que si alguno se atreve a obrar contra lo que dispone esta bula, debe saber que incurre en la indignación de Dios Todopoderoso y en la de los bienaventurados apóstoles San Pedro y San Pablo.»

Las demás bulas posteriores que también se llaman in Cœna Domini, sólo son aplicaciones de ésta. Por ejemplo, el artículo 21 de la bula de Pío V, publicada el año 1567, añade al párrafo 3.º de la que nos hemos ocupado que los príncipes que establezcan en sus Estados nuevos impuestos, de cualquier naturaleza que sean, o aumenten los antiguos sin haber obtenido antes la aprobación de la Santa Sede, quedan excomulgados ipso facto

La tercera bula in Cœna Domini se publicó en 1610; contiene treinta párrafos, en los que Pablo V renueva las disposiciones de las dos bulas precedentes. La cuarta y última bula in Cœna Domini, que se encuentra en el Bulario, está fechada el 1.º de abril de 1627. Anuncia en ella Urbano VIII que, siguiendo el ejemplo de sus predecesores, para mantener la integridad de la fe, la justicia y la tranquilidad pública, se sirve de la espada espiritual de la disciplina eclesiástica para excomulgar en dicho día (aniversario de la cena del Señor) a los herejes y a los que apelen del fallo del Papa en el futuro concilio. El resto de la bula es igual al de las tres que hemos citado. Dícese que la que se lee actualmente es de época más moderna y tiene varias adiciones.

Giannone, en su Historia de Nápoles, describe los desórdenes que los eclesiásticos causaron en dicho reino y las vejaciones que de ellos sufrieron los vasallos del rey, negándose hasta a administrar los sacramentos para obligarles a que admitieran la bula, que al fin fue proscrita de allí solemnemente, lo mismo que en la Lombardía austriaca, en los Estados de la emperatriz reina, en los del duque de Parma y en otras partes (1).

El año 1580, el clero de Francia se aprovechó de las vacaciones del Parlamento para publicar la bula in Cœna Domini. Pero el procurador general se opuso a su publicación, y la Cámara de las vacaciones, que presidía el célebre y desgraciado Brisson, redactó el 4 de octubre un decreto, en el que obligaba a todos los gobernadores a que averiguaran quiénes eran los arzobispos, obispos o vicarios mayores que habían admitido dicha bula o la copia de ella, y quién era el que la mandaba publicar. Les obligaba también dicho edicto a impedir la publicación, si se había verificado, y a recoger los ejemplares y remitirlos al tribunal, y en este caso citar a los arzobispos, a los obispos o a los vicarios mayores a comparecer ante la Cámara y a contestar a la requisitoria del procurador general, y además a apoderarse de sus bienes temporales y depositarlos en favor del rey. Además prohibía dicho decreto que nadie impidiera su ejecución, bajo la pena de ser castigado como enemigo de la nación y culpable de delito de lesa Majestad. Este decreto se imprimió y se publicó (2).
 

 

Obrando así, el Parlamento siguió el ejemplo que le dio Felipe el Hermoso. En 5 de diciembre de 1301. el papa Bonifacio VIII dirigió al monarca que acabamos de citar su bula Ausculta Fili, exhortándole a que la cumpliera humildemente, diciéndole estas palabras: «Dios nos colocó sobre los reyes y sobre los reinos, para arrancar, destruir, perder, disipar, construir y plantar en su nombre, difundiendo su doctrina. No permitáis que os convenzan de que no existe superior vuestro y de que no estáis sometidos al jefe de la jerarquía eclesiástica; el que así opina es un insensato, y el que sostiene tercamente esta opinión es infiel y se separa del rebaño del Buen Pastor.» Luego el Papa se ocupaba detalladamente del gobierno de Francia, reconviniendo al rey por alguna de las modificaciones que había establecido.

 

Felipe el Hermoso, en vez de obedecer al Papa, mandó quemar esta bula en París, y publicar a son de trompeta dicha ejecución por toda la ciudad el 11 de febrero de 1302. El Papa, en un Concilio que se celebró en Roma el mismo año, lanzó injurias y amenazas contra Felipe el Hermoso, pero sin llegar a ejecutar dichas amenazas. Como obra de dicho Concilio sólo queda la famosa decretal titulada Unam Sanctam, cuya sustancia es la siguiente:

«Creemos y confesamos que existe una Iglesia santa, católica y apostólica, fuera de la que no hay salvación posible; reconocemos también que es única, que forma un solo cuerpo con un solo jefe, y que no tiene dos, como los monstruos. Su jefe es Jesucristo, y su vicario San Pedro y el sucesor de San Pedro. De modo que los griegos y los que pertenecen a otras sectas, que dicen que no deben estar sometidos a ese sucesor, deben confesar que no pertenecen al número de las ovejas de Jesucristo, ya que éste dijo «que sólo había un rebaño y un pastor».

»Confesamos que dicha Iglesia en su poder tiene dos espadas, la espiritual y la temporal; que la una la usa la Iglesia, por medio de la mano de su Pontífice, y la otra la blande también la Iglesia por medio de la mano de los reyes y de los guerreros, por orden o con permiso del Pontífice. Pero es preciso que una espada se someta a otra, esto es, que el poder temporal se someta al poder espiritual; porque de otro modo no caminarían acordes, y deben estarlo, según la opinión del apóstol. El poder espiritual debe instituir y juzgar al temporal, y de ese modo se realiza respecto a la Iglesia la profecía de Jeremías, que dice: «Te establecí sobre las naciones y sobre los reinos», etc., etc.

Por su parte, Felipe el Hermoso reunió los Estados generales y los comunes. En la exposición que presentaron a dicho monarca, se expresaron en los siguientes términos: «Es una abominación oír que Bonifacio, como verdadero «búlgaro» que es, interprete mal la frase espiritual que se encuentra en el evangelio de San Mateo, que dice: «Lo que ligares en la tierra será ligado en el cielo»; como si esta frase significara que si el Papa encerrara a un hombre en prisión temporal, tuviera Dios por eso que encarcelarle en el cielo.»

Clemente V, sucesor de Bonifacio VIII, revocó y anuló la odiosa decisión de la bula Unam Sanctam, que extiende el poder de los papas sobre el poder temporal de los reyes, y declara herejes a los que no reconocen ese poder quimérico. Efectivamente, Bonifacio tuvo la pretensión de que negar ese poder quimérico debía considerarse como herejía, fundándose en este principio de los teólogos, que asientan: «El que peca contra la regla de la fe es hereje, no sólo negando lo que la fe nos enseña, sino también negando lo que se establece como artículo de fe aunque no lo sea.»

Antes del pontificado de Bonifacio VIII, otros papas se habían abrogado por medio de bulas la propiedad de diferentes reinos. Conocida es la bula de Gregorio VII, en la que dijo a un rey de España: «Deseo que sepáis que el reino de España, según consta en las antiguas ordenanzas eclesiásticas, se dio en propiedad a San Pedro y a la Santa Iglesia romana.»

Enrique II, rey de Inglaterra, pidió permiso al papa Adriano IV para invadir la Irlanda, y este pontífice se lo permitió, con la condición de que impusiera a cada familia irlandesa el tributo de un carolus para la Santa Sede y de que conservara ese reino como feudo de la Iglesia romana. «Porque —le escribió el Papa— no se debe dudar de que todas las islas que Jesucristo, como sol de justicia, iluminó, y que han aprendido las enseñanzas de la fe cristiana, pertenecen de derecho a San Pedro y a la Sagrada y Santa Iglesia romana.»

II – Bulas de la Cruzada y de la Composición

Si le dijéramos a un africano o un asiático de buen sentido que en Europa, donde unos hombres han prohibido a otros comer carne los días de Cuaresma, el Papa da permiso para poder comerla por medio de una bula, que cuesta cierta cantidad, y que por medio de otra bula permite conservar el dinero que se ha robado, ¿qué opinión formarían de nosotros el africano y el asiático? Convendrían por lo menos en que cada país tiene sus costumbres, y en el mundo, por mucho que se cambie el nombre de las cosas y se las disfrace, todo se hace para sacar dinero.

Hay dos bulas que se llaman de la Cruzada; la primera es de la época de los Reyes Católicos; la segunda de la época de Felipe V. La primera vende el permiso para comer carne los sábados; la segunda bula, concedida por el papa Urbano VIII, permite comer carne toda la Cuaresma, y absuelve de todo delito, menos del delito de herejía. No sólo se venden esas bulas, sino que está ordenado que se compren, y cuestan más caras, como es natural, en el Perú y en Méjico que en España; pues ya que producen oro y plata, justo es que paguen más que los otros países.

Sirvió de pretexto para publicar esas bulas el hacer la guerra a los moros. Pero los espíritus descontentadizos no comprenden la relación que pueda haber entre comer carne y la guerra con los africanos, y añaden que Jesucristo no mandó nunca mover la guerra a los sarracenos, bajo pena de excomunión.

La bula que permite conservar los bienes de otro se llama Bula de la Composición. Está asegurada, y produce hace mucho tiempo grandes sumas en toda España, el Milanesado, Sicilia y Nápoles. Las personas a las que se adjudica el arrendamiento de dicha bula encargan su predicación a los frailes más elocuentes. Los pecadores que robaron al rey, al Estado o a los particulares buscan a esos predicadores, se confiesan con ellos y les exponen lo desagradable que sería para ellos que les obligaran a restituir todo lo robado. Ofrecen a los frailes que les entregarán el cinco, el seis o el siete por ciento, si les convencen de que pueden conservar el resto sin escrúpulo de conciencia. Cierran el trato y quedan absueltos los pecadores.

El hermano predicador que escribió el Viaje a España e Italia, obra que con privilegio se imprimió en París, se expresa de este modo, haciendo propaganda de la bula: «¿No es muy agradable y gracioso saldar las cuentas pagando tan escasa cantidad y quedar libres para robar otra mayor cuando se tenga necesidad de ello?»

III – Bula UNigenitus

Si la bula in Cœna Domini indignó a todos los soberanos católicos, que al fin tuvieron que proscribirla de sus Estados, la bula Unigenitus sólo produjo perturbaciones en Francia. La primera atacaba los derechos de todos los príncipes y de los magistrados de Europa, y unos y otros se esforzaron para conservarlos. Pero como la segunda sólo proscribía algunas máximas de moral y doctrina cristiana, únicamente la combatieron las partes interesadas, y estas partes llegaron a perturbar toda la Francia. Empezó la lucha por una cuestión entre los jesuitas, que eran todopoderosos, y los discípulos que sobrevivían del destruido Port-Royal.

Quesnel, sacerdote del Oratorio, que estaba refugiado en Holanda, dedicó sus Comentarios al Nuevo Testamento al cardenal Noailles, que entonces era obispo de Chalons-sur-Marne, y el obispo los aprobó, recibiendo la obra el sufragio de todos los que leen esta clase de libros.

El jesuita Le Tellier, confesor de Luis XIV, enemigo declarado del cardenal Noailles, por mortificar a éste consiguió que Roma condenara el libro que Quesnel le había dedicado. Dicho jesuita, que era hijo de un procurador de Vire, en la Baja Normandía, heredó todos los recursos y enredos que se aprenden en la profesión de su padre. No se satisfizo con malquistar al cardenal Noailles con el Papa, sino que intentó malquistarle con el rey. Para realizar su proyecto, ideó que emisarios suyos redactaran despachos contra dicho cardenal, los cuales hizo firmar a cuatro obispos, y cartas dirigidas al rey, que firmaron también dichos prelados. Tales maniobras, que los tribunales debieran haber castigado, causaron en la corte el efecto que se propuso el jesuita. El rey se incomodó con el cardenal y Mad. de Maintenon dejó de protegerle.

Entonces empezó una serie de intrigas, en las que todo el mundo se inmiscuyó desde un extremo a otro del reino, y cuanto más desgraciado era este empeño en guerra tan funesta, más se acaloraban los espíritus por una vana cuestión teológica.

En aquellos momentos consiguió Le Tellier que el mismo Luis XIV propusiera al Papa la condenación del libro de Quesnel, del cual el rey no había leído ni una página. Le Tellier y otros dos jesuitas, llamados Doucin y Lallemant, extrajeron ciento tres proposiciones con la idea de que el papa Clemente XI las condenara, y la curia romana cercenó dos de ellas para dar a entender que juzgaba por sí misma. El cardenal Fabroni, entregado en cuerpo y alma a los jesuitas, se encargó de este asunto, y mandó que extendieran la bula un franciscano que se llamaba el hermano Palermo, el capuchino Elías, el barbanita Terroví, el servita Castelli y el jesuita Alfaro.

El papa Clemente XI les dejó hacer lo que quisieran, deseando complacer al rey de Francia, con el que estaba indispuesto por haber reconocido al archiduque Carlos como rey de España. Para atraerse la amistad de Luis XIV no necesitaba hacer ningún sacrificio; le bastaba llenar a satisfacción de éste un pedazo de pergamino y atarle un sello, sentenciando un asunto que le era indiferente. Por eso Clemente XI, sin hacerse de rogar, despachó y envió la bula. Pero fue extraordinaria su sorpresa cuando supo que en casi toda la Francia se recibió con silbidos y toda clase de manifestaciones hostiles. Cuéntase que al saberlo dijo al cardenal Carpegne: «Me piden que envíe la bula, les complazco en seguida, y todo el mundo se ríe de ella.»

En efecto, todo el mundo se sorprendió de ver que un Papa, en nombre de Jesucristo, condenaba por heréticas y por ofensivas a los oídos cristianos estas dos proposiciones: «Es conveniente dedicarse los domingos a la lectura de libros religiosos, sobre todo a la lectura de la Biblia.» «El temor a una excomunión injusta, no debe impedir que cumplamos con nuestro deber.»

Hasta los partidarios de los jesuitas encontraron inconveniente esa censura eclesiástica, pero no se atrevieron a oponerse en voz alta a ella. Los hombres prudentes y desinteresados la juzgaron escandalosa, y el resto de la nación la encontró ridícula.

No por eso dejó de salir triunfante el jesuita Le Tellier hasta la muerte de Luis XIV. Francia le aborrecía, pero él la gobernaba. No hubo medio de que no se valiera para deponer al cardenal Noailles; pero por fin este enredador fue condenado al destierro cuando murió el monarca que le protegía. El duque de Orleans, durante su regencia, extinguió esta guerra eclesiástica burlándose de ella. Del incendio pasado brotaron algunas chispas, que pronto se apagaron para siempre. Bastante duraron prolongándose medio siglo. Pero podrían considerarse felices los hombres si sólo se enemistaran por tonterías como éstas, que no hacen derramar sangre humana.

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(I) El papa Ganganelli, enterado de las resoluciones de todos los príncipes católicos, y observando que los pueblos a quienes sus antecesores habían tapado los dos ojos para que no vieran empezaban a abrir uno de los dos, no quiso publicar la famosa bula el Jueves Santo del ano 1770.
(2) Rechazar la bula in Cœna Domini llegó a ser uno de los artículos mas importantes de lo que se llamaron las libertades de la Iglesia galicana.

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