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Torre de Babel Ediciones

BIENES DE LA IGLESIA, su origen – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

► Blasfemia

 

BIENES DE LA IGLESIA

Bienes de la Iglesia - Diccionario Filosófico de VoltaireEl Evangelio prohíbe a los que desean alcanzar la perfección amontonar tesoros y conservar los bienes temporales, como terminantemente puede verse en San Mateo.

Los apóstoles y sus primeros sucesores no podían recibir bienes inmuebles, sólo aceptaban su valor, y después de gastar lo necesario para su subsistencia, distribuían lo restante entre los pobres. Safira y Ananías no entregaron sus bienes a San Pedro; los vendieron y le entregaron su valor.

Pero la Iglesia poseía ya haciendas considerables al finalizar el siglo III, y lo prueba que Diocleciano y Maximino las confiscaron en el años 3O2.

Desde que Constantino ascendió al trono de los Césares, permitió que pudiesen dotar a las iglesias como dotaban a los templos de la antigua religión, y desde entonces la Iglesia adquirió excelentes tierras. San Jerónimo se queja de ese abuso en una de las cartas que dirigió a Eustaquio, diciendo: «Cuando les veáis abordar con aspecto candoroso y santo a las viudas ricas que encuentran, creeréis que tienden la mano para bendecirlas; pues no es así: la tienden para recibir en ella el pago de su hipocresía.»

Los sacerdotes recibían dinero y bienes sin pedirlos. Valentiniano I prohibió que los eclesiásticos recibieran cosa alguna de las esposas y de las viudas por testamento, ni de ningún otro modo. Esta ley, que insertó en el Código Teodosiano, la revocaron Marciano y Justiniano.

Justiniano, con la idea de favorecer a los eclesiásticos, prohibió a los jueces anular los testamentos que se otorgaran en favor de la Iglesia, aunque carecieran de las formalidades que prescribe la ley.

Anastasio dispuso el año 491 que los bienes de la Iglesia prescribieran a los cuarenta años. Justiniano insertó esa ley en el código que lleva su nombre, pero extendiendo la prescripción hasta los cien años. Entonces algunos eclesiásticos indignos supusieron títulos falsos que extrajeron de antiguos testamentos, que eran nulos según las leyes antiguas, pero válidos según las leyes nuevas, y por medio de este fraude despojaron de su patrimonio a muchos ciudadanos. El derecho de posesión, que se consideraba sagrado hasta entonces, fue invadido por la Iglesia, y el abuso que cometían los eclesiásticos resultó tan descarado, que el mismo Justiniano se vio en la necesidad de restablecer en este punto lo que disponía la ley que publicó Anastasio.

Los bienes de la Iglesia, durante los cinco primeros siglos de la era cristiana, eran administrados por los diáconos, que los distribuían entre los eclesiásticos y entre los pobres. Esta comunidad de bienes existió hasta fines del siglo V, y los dividían en cuatro partes: la primera la entregaban a los obispos, la segunda a los eclesiásticos, la tercera, al templo y la cuarta a los pobres. Pasada esta época, los obispos se encargaron de distribuir los bienes. Por esto el clero inferior es generalmente muy pobre.

De la pluralidad de beneficios, arzobispados, obispados y abadías, que rinden crecidas rentas, puede decirse como de la mayoría de las mujeres hermosas: que sólo pueden adquirirlas determinado número de hombres poderosos. El príncipe del Imperio, hijo segundo de la familia, es poco cristiano si no posee mas que un obispado; necesita poseer cuatro o cinco para probar su catolicismo; pero el pobre cura, que apenas saca para vivir, no puede aspirar a tener dos beneficios, y rara vez se ha dado este caso.

El Papa que dijo que cumplía con los cánones, porque sólo poseía un beneficio y estaba satisfecho de ello, tuvo razón.

Créese que el sacerdote Ebrouin, obispo de Poitiers, fue el primero que poseyó al mismo tiempo una abadía y un obispado; el emperador Carlos el Calvo le hizo esos dos regalos; pero antes de Ebrouin nos encontramos con que muchos eclesiásticos poseyeron varias abadías. Alcuín, diácono favorito de Carlo-Magno, poseyó al mismo tiempo las de San Martín de Tours, de Ferrières, de Comery y otras. Nunca se poseen bastantes abadías, porque si el poseedor es santo, convierte muchas más almas, y si es un hombre de mundo, vive más agradablemente.

Es posible que en aquellos tiempos tuvieran representantes los abades referidos, porque ellos no podían recitar el oficio divino en cinco o seis partes al mismo tiempo. Carlos Martel y su hijo Pepino, que se adjudicaron a sí mismos muchas abadías, ni siquiera fueron abades regulares. ¿Que diferencia existe entre un abad comendatario y un abad «regular»? La diferencia que existe entre el hombre que posee cincuenta mil escudos de renta para gozar de la vida y el hombre que sólo tiene cincuenta mil escudos para vivir. Esto no quiere decir que en sus ocios, los abades regulares no gocen también de la vida. He aquí cómo sobre este punto se expresó Juan Trithemo, en uno de sus discursos, en presencia de algunos abades benedictinos:

«Se burlan del cielo y de la Providencia, prefiriendo a Baco y a Venus, que son sus dos grandes santos. De día y de noche venden la sustancia de los pobres a peso de oro, con oro pagan a sus queridas, y pasando agradablemente desde el lecho a la mesa, se burlan de las leyes del rey, de Dios y del diablo.»

Como se desprende de esas palabras, Juan Trithemo gastaba muy mal humor. Podía contestársele lo que dijo César antes de los idus de Marzo: «No temo a los voluptuosos, pero temo a los argumentistas flacos y pálidos.»

Los frailes que cantan el Pervigilium Veneris en los maitines no son peligrosos; los monjes que argumentan, que predican y que son intrigantes son los que causan más daño que los aludidos por Juan Trithemo.

En cambio, el célebre obispo de Belley maltrató a los frailes. En su Apocalipsis de Melitón, les aplica estas palabras de Oseo: «Vacas gruesas que quitáis a los pobres lo que debiera tocarles y que decís continuamente: «Traed vino y beberemos», el Señor ha jurado por su santo nombre que van a llegar los días en que os temblarán los dientes y en que careceréis de pan en vuestras casas.» La predicción aún no se ha realizado; pero extendiéndose la civilización por Europa, puso coto a la avaricia de los frailes y les hizo tener más decencia.

II

Los abusos groseros que se cometieron en la distribución de los beneficios desde el siglo X hasta el siglo XIII no subsisten en la actualidad, y aunque esos abusos son inseparables de la naturaleza humana, son hoy menos repulsivos, porque los encubre la decencia. Maillard no diría hoy desde el púlpito: «Señora que causáis las delicias del señor obispo, si preguntáis por qué un niño de diez años obtuvo un beneficio, os contestarán que su madre tiene extraordinaria influencia con el señor obispo.» Ni se dirían tampoco las crudas insolencias que respecto a esta materia pronunciaba predicando el franciscano Menot.

Más funesto todavía que este abuso fue el de permitir a los benedictinos, a los bernardos y hasta a los cartujos, que tuvieran manos muertas, esclavos. Durante su dominación se conoció en muchas provincias de Francia y Alemania la esclavitud de la persona, la esclavitud de los bienes y la esclavitud de la persona y de los bienes a un mismo tiempo.
 

 

La esclavitud de la persona consistía en incapacitarla para poder disponer de sus bienes en favor de sus hijos, si éstos no habían vivido siempre con sus padres en la misma casa y sentádose a la misma mesa. Si todo esto no sucedía, heredaban los frailes sus bienes. La hacienda de un habitante del Monte-Jura, puesta en manos de un notario de París, llegaba a ser en esta ciudad el botín de los que originariamente habían hecho voto de pobreza evangélica en Monte-Jura. El hijo pedía limosna a la puerta de la casa que su padre edificó, y los frailes, en vez de concederle esta limosna, se abrogaban el derecho de no tener que pagar a los acreedores del padre, y consideraban nulas las deudas hipotecarias contraídas por la casa de que ellos se apoderaban. La viuda suplicaba inútilmente a los frailes que la entregaran parte de su dote, porque la dote, los créditos, los bienes paternales, todo les correspondía a ellos por derecho divino, y los acreedores, la viuda y los hijos morían de miseria dedicados a la mendicidad.

 

Todo el que ocupaba una casa en los dominios de esos monjes y vivía en ella un año y un día, quedaba siervo de ellos para siempre. Sucedió algunas veces que un negociante francés, padre de familia, atraído por sus negocios a ese país bárbaro, habiendo alquilado una casa durante un año, y muriendo después en su patria (esto es, en una provincia de Francia), al poco tiempo de morir, veían su viuda y sus hijos, asombrados, entrar en la casa mortuoria gentes que se apoderaban de los muebles, que los vendían en nombre de San Claudio y que echaban a toda la familia de la casa de su padre.

La esclavitud mixta se componía de las dos que acabamos de describir, y era lo más execrable que la rapacidad pudo inventar y que no idearían los más pérfidos bandidos. Existieron, pues, pueblos cristianos atormentados por una triple esclavitud, impuesta por frailes que hacían voto de humildad y de pobreza. ¿Cómo consentían los gobiernos semejantes atentados? Porque los monjes eran ricos y sus esclavos pobres; porque los frailes, para seguir siendo Atilas, hacían magníficos regalos a los poderosos y a las queridas de los que podían interponer su autoridad para castigar tan inicua opresión. El fuerte atropella siempre al débil. Pero ¿por qué los monjes eran los más fuertes?

Horrible es la situación del fraile cuyo convento es rico, porque la comparación continua que hace de su servidumbre y de su miseria con el dominio y con la opulencia del abad o del prior le tortura el alma en la iglesia y en el refectorio. Maldice el día en que pronunció sus votos imprudentes y absurdos, se desespera y desea que los demás hombres sean tan desgraciados como él. Si tiene ingenio para falsificar escritos, lo emplea en falsificar antiguos privilegios por complacer al prior y oprime a los campesinos que tienen la desgracia de ser vasallos del convento. Llegando a ser un buen falsificador, consigue obtener pingües cargos, y como ha vivido en la mentira, muere dudando.

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