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BIEN, soberano bien, la felicidad – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

► Bien, todo está bien

 

BIEN, SOBERANO BIEN

De la quimera del soberano bien

Bien, soberano bien - Diccionario Filosófico de VoltaireLa felicidad es una idea abstracta, que se compone de algunas sensaciones de placer. Platón, que escribía mejor que raciocinaba, inventó su «mundo arquetipo», esto es, un mundo original, con sus ideas generales sobre el bien, sobre lo bello, sobre el orden y sobre lo justo, como si existieran seres eternos que se llamaran «orden», «bien», «bello» y «justo», de los que derivasen como imperfectas copias lo que en el mundo nos parece justo, bello y bueno.

Después de la época de Platón, los filósofos se han esforzado en buscar el soberano bien, como los químicos buscaban la piedra filosofal. Pero el soberano bien no existe, y las investigaciones que se hicieron para encontrar un ideal quimérico perjudicaron a la filosofía durante mucho tiempo. Los animales experimentan placer cuando realizan sus funciones naturales. La dicha soñada debía consistir en una serie no interrumpida de placeres; pero esa serie es incompatible con nuestros órganos y nuestro destino. Produce placer la comida y la bebida, como lo produce la unión de los dos sexos; pero es evidente que si el hombre estuviera comiendo siempre y pasara la vida en el éxtasis del goce, sus órganos no podrían resistir estos placeres excesivos ni podrían cumplir su misión en la vida, y el placer en tal caso mataría al género humano.

Pasar continuamente sin interrupción de un placer a otro es también otra quimera. Es indispensable que la mujer que concibe para, lo que le produce dolor; es indispensable que el hombre corte la madera y talle la piedra, y esto tampoco es un placer. Si se da el nombre de felicidad a algunos placeres que de vez en cuando se encuentran en la vida, la felicidad existe en el mundo; pero si se da este nombre al placer permanente o a la serie continua y variada de sensaciones deliciosas, la felicidad no existe en el globo terráqueo, y hay que buscarla en otras partes.

Si llamamos felicidad a cierto estado en que se encuentra el hombre, como por ejemplo, cuando alcanza el colmo de la fortuna, del poder o de la fama, también nos equivocamos al llamarle feliz, porque existen carboneros que son más felices que los reyes. Si se le hubiera preguntado a Cromwell si era más feliz siendo protector que yendo a la cervecería durante su juventud, probablemente hubiera contestado que gozó mucho más entonces que en la época de su tiranía. Muchísimas mujeres de la clase baja viven más satisfechas y contentas que vivieron Elena y Cleopatra.

Pero en estos casos conviene observar que cuando decimos que es probable que un hombre sea más feliz que otro, que un joven arriero lleve ventaja en esto a Carlos V, que una tendera de modas viva más satisfecha que una princesa, debemos concretarnos a decir que es probable. Aparentemente aparece que el arriero joven que tiene buena salud debe vivir más contento que Carlos V atormentado por la gota; pero también puede suceder realmente que, aunque Carlos V vaya apoyado en un bastón, goce recordando que consiguió tener prisionero a un rey de Francia y a un Papa, y viva más feliz que el joven y vigoroso arriero. Sólo es dado a Dios, que penetra en todos los corazones, decidir qué hombre es el más feliz. Únicamente en un caso puede el hombre afirmar que su estado actual es peor o mejor que el de su prójimo: este caso es el de la rivalidad en el momento de la victoria.

Supongamos que Arquímedes tiene una cita por la noche con su amante y Nomentano tiene la misma cita con la misma mujer y a la misma hora. Arquímedes se presenta y le echan la puerta en las narices; pero abren la puerta a su rival, entra en la casa y cena opíparamente con la susodicha mujer. Durante la cena se burla de Arquímedes y goza de su querida, mientras que éste se queda en la calle, expuesto al frío, a la lluvia y al granizo. No cabe duda que Nomentano goza de más placer que Arquímedes; pero es preciso observar que esto será suponiendo que apesadumbre a Arquímedes no haber cenado bien, y que le desprecie y engañe una mujer hermosa; que le suplante su rival y tener que sufrir la lluvia, el granizo o el frío. Porque si el filósofo que se queda en la calle reflexiona y comprende que no deben perturbar su alma una prostituta ni el mal tiempo, y se va a su gabinete y se ocupa en resolver un hermoso problema y descubre la proporción del cilindro y de la esfera, puede experimentar un placer superior cien veces al que experimentó Nomentano.

Sólo, pues, en el caso del placer y del dolor actual puede compararse la suerte de dos hombres, haciendo abstracción de todo lo demás. Es indudable que el que goza de su querida es más dichoso en aquel momento que el rival despreciado que lamenta su mala suerte. El hombre sano que goza de buena salud y se come una perdiz tiene indudablemente un momento preferible al que pasa el que está sufriendo un cólico; pero no podemos comparar más allá con seguridad; no podemos valuar el ser de un hombre con el ser de otro, porque carecemos de balanza para pesar los deseos y las sensaciones.

Empezamos este artículo citando a Platón y haciendo reflexiones sobre su soberano bien y lo terminaremos transcribiendo la célebre frase de Solón el Sabio: «No se debe llamar dichoso a nadie antes de su muerte.» En el fondo, este axioma es una puerilidad, como uno de los muchos apotegmas que la antigüedad consagró. El instante de la muerte no tiene nada que ver con la suerte que nos cupo en vida. Podemos perecer por muerte violenta e infame, y haber disfrutado hasta entonces todos los placeres de que es susceptible la naturaleza humana. Es posible, y ordinariamente acontece, que el hombre que es feliz deje de serlo; pero no por eso dejará de tener sus momentos de dicha. ¿Significa la frase de Solón que no es seguro que el hombre que hoy disfruta de placeres los disfrute mañana? Si esto significa, sienta una verdad tan incontestable y tan trivial, que no vale la pena decirla.

II

El bienestar se encuentra raras veces. El soberano bien debe considerarse como una soberana quimera. Los filósofos griegos discutieron extensamente esa cuestión. Cuando los veo empeñados en tal porfía, me parece que estoy viendo mendigos que hacen cálculos sobre la piedra filosofal. Cada hombre cifra su felicidad en una cosa diferente. Para cada mortal, el supremo bien consiste en lo que le deleita tan imperiosamente, que le hace ser impotente para tomar con calor todo lo demás de la vida. Como el supremo mal es el que consigue privarnos de todos los demás sentimientos. Esos son los dos extremos de la naturaleza humana, que duran cortos momentos, porque no hay delicias extremas ni tormentos extremos que puedan durar toda la vida. El soberano bien y el soberano mal son, pues, dos quimeras.

Es oportuno citar aquí la hermosa fábula de Crautor, el que hace comparecer en los juegos olímpicos la Riqueza, la Voluptuosidad, la Salud y la Virtud, y cada una de ellas solicita el premio de la manzana de oro. La Riqueza dice: «Yo soy el soberano bien, porque puedo comprar todos los demás bienes.» La Voluptuosidad dice: «Gano yo la manzana, porque sólo se desean riquezas para poseerme.» La Salud asegura que sin ella no puede gozarse de la voluptuosidad y la riqueza es inútil; por fin, la Virtud alega que es superior a las otras tres, porque con oro, con placeres y con salud puede el hombre ser miserable si obra mal. La Virtud ganó el premio.

Esa fábula es ingeniosa, y lo sería más si Crautor hubiera dicho que el soberano bien consiste en reunir las cuatro rivales: Virtud, Salud, Riqueza, Voluptuosidad. Pero esta fábula no resuelve ni puede resolver la cuestión absurda del soberano bien. La virtud no es un bien, es un deber; es de un género diferente y de un orden superior, y no tiene nada de común con las sensaciones placenteras o dolorosas. El hombre virtuoso que sufre el mal de piedra o el mal de gota, que se encuentra sin apoyo, sin amigos, privado de lo necesario y encadenado por un tirano voluptuoso que goza de buena salud, es muy desgraciado. Y el perseguidor insolente que acaricia a la nueva querida en su lecho de púrpura es muy feliz. Decid que el sabio perseguido es preferido a su indigno perseguidor; decid que amáis a aquél y que detestáis a éste; pero confesad que el sabio que arrastra cadenas, rabia. Y si el sabio no reconoce lo que digo, trata de engañaros y es un charlatán.

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