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PLATÓN y el Timeo – Voltaire-Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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PLATÓN

Platón - Diccionario filosófico de VoltaireLos Padres de la Iglesia de los cuatro primeros siglos fueron todos griegos y platónicos; no hay uno solo romano que escribiera sobre el cristianismo, ni que tuviera el más ligero tinte de filosofía. Observaré de paso que la Iglesia de Roma, que en nada contribuyó al establecimiento de la religión verdadera, fue la que recogió todas sus ventajas. En esa revolución sucedió como en todas las que nacen de las guerras civiles: los primeros que perturban el Estado trabajan, sin saberlo, para otros.

La escuela de Alejandría, que fundó Marcos, al que sucedieron Atenágoras, Clemente y Orígenes, fue el centro de la filosofía cristiana. Consideraban todos los griegos de Alejandría a Platón como el maestro de la sabiduría, como el intérprete de la Divinidad. Si los primitivos cristianos no hubieran adoptado los dogmas de Platón, no hubieran tenido nunca en su partido ningún filósofo, ningún hombre de ingenio. Dejo aparte la inspiración y la gracia, que están por encima de la filosofía, y sólo me ocupo de la marcha ordinaria de las cosas humanas. Asegúrase que en el Timeo de Platón fue donde se instruyeron principalmente los Padres griegos. El Timeo pasa por ser la obra más sublime de toda la filosofía antigua, y es casi la única que Dasier no ha traducido, sin duda porque no la entendía y temía presentar a los lectores ilustrados el rostro de esa divinidad griega que adoramos porque está cubierta con un velo.

Platón, en ese hermoso diálogo, empieza por introducir un sacerdote egipcio que enseña a Solón la historia antigua de la ciudad de Atenas, que se conservaba fielmente desde nueve mil años atrás en los archivos de Egipto.

«Atenas —dice el sacerdote— era entonces la ciudad más hermosa de la Grecia, la más célebre en el mundo por las artes de la guerra y de la paz; ella sola pudo resistir a los guerreros de la famosa isla Atlántida, que vinieron en innumerables buques a subyugar gran parte de Europa y de Asia. Atenas tuvo la gloria de emancipar muchos pueblos vencidos y de preservar al Egipto de la servidumbre que lo amenazaba; pero después de esta ilustre victoria y de este servicio prestado al género humano, un terremoto espantoso se tragó en veinticuatro horas el territorio de Atenas y toda la gran Atlántida. Esa isla, en la actualidad, sólo es un vasto mar, al que las ruinas del antiguo mundo y el limo mezclado con sus aguas lo hacen innavegable.»

He aquí lo que el sacerdote cuenta a Solón. He aquí cómo Platón empieza por explicarnos en seguida la formación del alma, las operaciones del Verbo y su trinidad. No es físicamente imposible que hubiera una isla Atlántida que existiera desde nueve mil años atrás y que la destruyera un terremoto, porque eso mismo sucedió a Herculano y a otras ciudades; pero ese sacerdote, al añadir que el mar que baña el monte Atlas es inaccesible para los buques, nos hace sospechosa la verdad de esa historia. Pudo suceder, después de todo, que desde Solón, esto es, desde tres mil años a esta parte, las olas limpiaran el limo de la antigua Atlántida, haciendo el mar navegable; pero siempre será sorprendente que Platón empiece por ocuparse de esta isla para hablar del Verbo.

Quizás Platón, al referir ese cuento de sacerdote o de vieja, sólo trató de insinuar las vicisitudes que varias veces cambiaron la faz del globo; quizás sólo quiso decir lo que Pitágoras y Timeo de Loores refirieron mucho tiempo antes que él y lo que nuestros ojos nos dicen todos los días: que todo se renueva en la Naturaleza. La historia de Deucalión y de Pirra, la caída de Faetón, son fábulas, pero las inundaciones y los cambios del universo son verdades.

Platón parte de su isla imaginaria para exponer ideas, que el mejor de los filósofos modernos no se desdeñaría de aceptar, por ejemplo: «Todo producto tiene necesariamente una causa, un autor; es difícil encontrar el autor de este mundo, y cuando se le encuentra es peligroso decírselo al pueblo.»

Actualmente se reconoce esta verdad. Si un sabio, al pasar por Nuestra Señora de Loreto, se atreve a decir a otro sabio amigo suyo que Nuestra Señora de Loreto no gobierna el universo entero, y una buena mujer oye esas palabras y las refiere a otras mujeres de la Marca de Ancona, correrá peligro el sabio de ser apedreado como Morfeo. Éste es precisamente el caso en que se encontraron los primeros cristianos que hablaban mal de Cibeles y de Diana. Esto sólo debía afiliarles a la doctrina de Platón, y las ideas ininteligibles que expone luego no debieron disgustarles.

No reprocharé a Platón que diga que el «mundo es un animal», porque sin duda quiere significar que los elementos en movimiento animan el mundo, y que no clasifique como animal al perro y al hombre, que andan, que sienten, que comen, que duermen y que engendran. Debemos siempre interpretar a un autor en el sentido que le sea más favorable, y sólo cuando se acusa a las gentes de herejes, o cuando denuncien sus libros, tenemos derecho a interpretar malignamente todas las palabras y hasta a torturarlas, pero esto no debe hacerse con Platón.

Desde luego, encontraremos en él una especie de trinidad que es el alma de la materia. He aquí sus palabras: «De la sustancia invisible, que es siempre semejante a sí misma, y de la sustancia divisible, compuso una tercera sustancia, que participa de la una y de la otra.» En seguida coloca infinidad de números al estilo pitagórico, que dificultan todavía más la inteligencia de lo que trata de explicar, pero que por eso mismo hace respetable lo que no se entiende.

Casi en seguida dice: «Cuando Dios creó el alma del mundo de estas tres sustancias, esa alma se lanzó desde el centro del universo hasta las extremidades del ser, difundiéndose por todas partes en el exterior y replegándose sobre sí misma; de este modo formó en todos los tiempos el origen divino de la sabiduría eterna. De este modo la naturaleza del animal inmenso que se llama mundo es eterna.»

Platón, siguiendo la doctrina de sus predecesores, considera al Ser Supremo artífice del mundo, creándolo antes que el tiempo; de modo que Dios no podía existir sin el mundo, ni el mundo sin Dios, como el sol no puede existir sin derramar su luz en el espacio, ni difundirse la luz en el espacio sin que exista el sol.

Pasaré en silencio muchas de sus ideas griegas, o mejor dicho, orientales, como son decir que existen cuatro especies de animales: los dioses celestes, los pájaros, los peces y los animales terrestres, entre los que teníamos el honor de contarnos.

Me ocuparé en seguida de hablar de su segunda trinidad: «El ser engendrado, el ser que engendra y el ser que se parece al engendrado y al engendrador.» A esta trinidad sigue una teoría muy singular sobre los cuatro elementos. La tierra se funda en un triángulo equilátero, el agua en un triángulo rectángulo, el aire en un triángulo escaleno y el fuego en un triángulo isósceles. Después de esto prueba demostrativamente que no pueden existir mas que cinco mundos, porque no existen mas que cinco cuerpos sólidos regulares, y esto no obstante, no hay mas que un mundo, que es redondo.

Confieso que no hay filósofo que pueda razonar mejor en las casas de locos. Sin duda esperarán mis lectores que les hable de otra famosa trinidad de Platón, que tanto han elogiado sus comentaristas, trinidad que la componen el Ser Eterno, creador perpetuo del mundo; su Verbo, o sea su inteligencia o su idea, y lo bueno que de todo esto resulta; pero aseguro a mis lectores que la he buscado en el Timeo y no la he podido encontrar; quizá esté en el totidem litteris, pero no está allí totidem verbis, o yo estoy muy engañado.

Después de leer completamente a Platón, percibo con pesadumbre alguna sombra de la trinidad, que le honra, según los comentaristas. La percibo en el libro VI de su República quimérica, cuando dice: «Hablemos del Hijo, producción maravillosa del bueno, y su perfecta imagen»;. pero por desgracia esta perfecta imagen de Dios es el sol. Hay, pues, que sacar la consecuencia de que el sol, el Verbo, y el Padre, componían la trinidad platónica.

 

  Encuéntranse en la Epinomis, de Platón, galimatías muy curiosos, y voy a traducir uno de ellos del modo más claro que pueda, para comodidad del lector: «Sabed que existen ocho virtudes en el cielo; yo las he observado, y es fácil que las observe todo el mundo. El sol es una de esas virtudes, otra de ellas es la luna, y la reunión de las estrellas constituye la tercera. Y los cinco planetas, con las tres virtudes indicadas, suman las ocho. No creáis que esas virtudes, o los que están en ellas y las animan, ya anden por sí mismos, ya los arrastren vehículos, no creáis, repito, que unos de ellos sean dioses y los otros no lo sean; que unos sean dignos de adoración y otros indignos; son todos hermanos, y a todos ellos les debemos los mismos honores, y cumplen las funciones que el Verbo les designó cuando creó el universo visible.»

He aquí que ya hemos encontrado el Verbo; vamos a ver si encontramos las tres personas que aparecen en la segunda carta que Platón escribió a Dionisio. Estas cartas indudablemente son auténticas; están escritas con el mismo estilo que los Diálogos. Con frecuencia Platón dice a Dionisio y a Dión cosas tan difíciles de comprender, que parecen escritas en cifras. Pero les dice otras tan claras, que han pasado por verdades muchos años después de su vida. He aquí cómo se expresa en la séptima carta dirigida a Dión:

«Estoy convencido de que gobiernan muy mal los Estados en los que no hay institución buena ni buena administración. Puede decirse que viven al día, y que todo lo dirige el capricho de la fortuna y no la sabiduría humana.»

Después de esta corta digresión que hace referencia a los asuntos temporales, ocupémonos otra vez de los espirituales, de la trinidad. Platón dice a Dionisio:

«El rey del universo está rodeado de sus obras, y todo en él es efecto de su gracia. Las cosas más hermosas tienen en él su causa primera; las segundas en perfección tienen en él una segunda causa, y es también la tercera causa de las otras que están en tercer lugar.»

Podrá reconocerse en dicha carta la trinidad, no como nosotros la comprendemos; pero es suficiente garantía de los dogmas de la Iglesia naciente encontrar esas ideas en un autor griego. Toda la Iglesia griega fue platónica, como toda la Iglesia latina fue peripatética desde el principio del siglo XIII. De modo que dos griegos casi ininteligibles nos enseñaron a pensar, hasta los tiempos en que los hombres se han decidido a pensar por sí mismos al cabo de dos mil años.

II

Cuando Platón repitió a los griegos lo que los filósofos de otras naciones dijeron antes que él, que existía una inteligencia suprema que organizó el universo, ¿creyó que la inteligencia suprema residía en un sitio determinado, como los reyes del Oriente en su serrallo, o creyó que esa poderosa inteligencia se difundía por todas partes, como la luz o como un ser más sutil todavía, más activo y más penetrante que la luz? En una palabra: ¿el dios de Platón existía en la materia o separado de ella? Vosotros, los que habéis leído atentamente a Platón, esto es, siete u ocho visionarios que vivís desconocidos en algunas buhardillas de Europa, si llega hasta vosotros esta cuestión, os suplico que la decidáis.

La isla bárbara de Cassitérides, que hoy es Inglaterra, en la que los hombres vivían en los bosques en los tiempos de Platón, produjo mucho más tarde filósofos tan superiores a Platón, como éste fue superior a sus contemporáneos que no raciocinaban. Entre estos filósofos quizás Clarke es el más profundo, claro y metódico de todos los que se han ocupado del Ser Supremo. En cuanto publicó su excelente libro, se le apareció un joven gentilhombre de la provincia de Glocester, que con el mayor candor le presentó objeciones tan contundentes como sus demostraciones. Esas objeciones se encuentran al final del primer volumen de Clarke y no contradicen la existencia necesaria del Ser Supremo, sino su infinidad y su inmensidad. Efectivamente, Clarke no demostró que exista un ser que penetre íntimamente en todo lo que existe, y que este ser, del que no podemos concebir las propiedades, goce de la facultad de extenderse más allá de los límites imaginables.

El gran Newton demostró que en la Naturaleza existe el vacío. Pero ¿qué filósofo es capaz de demostrarme que Dios está en ese vacío y que lo llena? ¿Cómo, siendo tan limitados, hemos de sondear esas profundidades? Debe satisfacernos haber probado que existe un Ser Supremo, ya que nos es imposible averiguar lo que es ni cómo es.

Parece que Locke y Clarke fueron dueños de las llaves del mundo inteligible. Locke abrió todos los departamentos dónde se puede entrar; pero Clarke quiso penetrar demasiado más allá del edificio. ¿Cómo Benito Spinoza, dotado de tan profunda inteligencia como Clarke, elevándose hasta la metafísica más sublime, no pudo comprender que una inteligencia suprema creó las obras tan maravillosamente organizadas? ¿Cómo Newton, el más grande de los hombres, pudo comentar el Apocalipsis del modo que hemos referido en otra parte? (1). ¿Cómo Locke, después de desarrollar muy bien el entendimiento humano, degradó su entendimiento escribiendo el libro titulado Cristianismo razonable? Esos grandes hombres me parecen águilas que, descendiendo de las nubes, van a pararse sobre un estercolero.

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(I) Véase el artículo titulado Newton y Descartes

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