DIONISIO (SAN) EL AREOPAGITA
Vamos a ocuparnos de San Dionisio, llamado el Areopagita, el cual fue tenido durante mucho
tiempo como discípulo de San Pablo y de un compañero de éste llamado Hierotheo, que nadie ha conocido. Dicen que
el mismo San Pablo le consagró obispo de Atenas; y refiere la vida de Dionisio, que en Jerusalén fue
a visitar a
la Santa Virgen, y encontrándola bella y majestuosa, tuvo tentaciones de adorarla.
Después de regir la Iglesia de Atenas bastante tiempo, fue
a Éfeso a conferenciar con San Juan el Evangelista; luego marchó a Roma
a tener una entrevista con el papa Clemente,
y desde allí pasó a ejercer su apostolado en Francia. «Y sabiendo -dice su historia- que París era una ciudad rica, populosa
y abundante, fue allí a edificar una ciudadela para combatir con el infierno.»
Muchísimo tiempo se creyó que fue el primer arzobispo que hubo en París. Harduino, que es uno de sus
historiadores, dice
que en París lo expusieron ante las fieras, pero que él les hizo el signo de la cruz, y las fieras se postraron
a sus pies.
Los paganos de París, al ver que salió ileso, le arrojaron en un horno encendido, del que también salió fresco y en perfecto
estado de salud. Le crucificaron, y ya enclavado, se puso a predicar desde lo alto de la horca.
Le volvieron a la cárcel con sus compañeros Rústico y Eleuterio. En ella dijo misa, sirviéndole de
diácono San Rústico y de
subdiácono San Eleuterio. Por fin llevaron a los tres a Montmartre, donde los decapitaron, y después de decapitados ya no
volvieron a decir misa.
Pero, según dice Harduino, sucedió un gran milagro: el cuerpo de San Dionisio se puso en pie y cogió
su cabeza con
las manos; los ángeles le acompañaron cantando: Gloria tibi Domine, alleluya.
Y como el primer paso es el que cuesta,
una vez puesto a andar el santo decapitado, llevó su cabeza hasta el sitio en que se fundó una iglesia, que es la
famosa iglesia de San Dionisio.
Metafrasto, Harduino, Hincmar, obispo de Reims, dicen
que le dieron martirio a la edad de noventa y un años, pero el cardenal Baronio prueba que tenía ciento diez, y así lo aseguró
luego también Rivadeneira, sabio autor de la Flor
de los Santos.
Se le atribuyen diez y siete obras, de las que,
desgraciadamente, se han perdido seis; las once que se conservan las tradujeron del griego Juan Scott, Hugo de Saint-Víctor,
Alberto el Grande y otros sabios ilustres.
Verdad es que desde que se introdujo en el mundo la
verdadera crítica, se ha convenido en que todos los libros atribuidos a Dionisio los escribió un impostor el año 362 de
la era cristiana.
Promovió una pequeña cuestión entre los sabios lo que
refiere de la vida de San Dionisio un autor desconocido. Afirma el referido autor que el primer obispo de París, estando
en la ciudad de Dióspolis, en Egipto, a la edad de veinticinco años, cuando no era cristiano todavía, presenció con uno
de sus amigos el famoso eclipse de sol que ocurrió al morir Jesucristo, y que gritó en griego: «O Dios padece,
o
se aflige porque muere.»
Esas palabras las interpretan de distinto modo
diferentes autores; pero desde la época de Eusebio de Cesárea se supone
que los historiadores llamados Flegón y Thallus mencionaron
ese eclipse milagroso. Eusebio cita a Flegón, pero no conservamos las obras de éste. Decía en ellas, según se asegura,
que se verificó ese eclipse el cuarto año de la olimpiada doscientas, que debe ser el año diez y ocho del reinado de Tiberio.
Se dan sobre esa anécdota muchas versiones, pero debemos desconfiar de ellas, porque nos falta saber si se contaba todavía
por olimpiadas en la época de Flegón, lo
que es muy dudoso.
El jesuita Greslón sostiene que los chinos conservan
en sus anales el recuerdo de un eclipse que se verificó por aquel
tiempo, contra todas las reglas de la Naturaleza. Y dicho
autor y otros suplicaron a los matemáticos de Europa que formaran el cálculo de dicho fenómeno. Fue cosa chocante pretender
que los astrónomos calcularan un eclipse que no era natural. Por fin quedó demostrado que los anales de la China no hablan
de semejante eclipse.
Resulta de la historia de San Dionisio el Areopagita, del pasaje de
Flegón y de la carta del citado jesuita,
que los hombres tienen empeño en imponer sus opiniones; pero la multitud de mentiras que difunden,
en vez de perjudicar a la religión cristiana, sirven, por el contrario, para probar su divinidad, ya que,
a pesar
de ellas, aún subsiste.
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