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Torre de Babel Ediciones

Vida del filósofo griego Sócrates – Fénelon

 

 

Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres

DIÓGENES LAERCIO

 

 

 

Compendio de las vidas de los filósofos antiguos

François Fénelon


Prólogo del traductor

TALES

SOLÓN

PÍTACO

BÍAS

PERIANDRO

QUILÓN

CLEÓBULO

EPIMÉNIDES

ANACARSIS

PITÁGORAS

HERÁCLITO

ANAXÁGORAS

DEMÓCRITO

EMPÉDOCLES

SÓCRATES

PLATÓN

ANTÍSTENES

ARISTIPO

ARISTÓTELES

JENÓCRATES

DIÓGENES

CRATES

PIRRÓN

BIÓN

EPICURO

ZENÓN

 

BIBLIOTECA DEL PENSAMIENTO – Catálogo

COMPENDIO DE LAS VIDAS DE LOS FILÓSOFOS ANTIGUOS

François Fénelon – Índice general
 

 

SÓCRATES

Nació el año cuarto de la Olimpiada 77; murió el primero de 95, de edad de 70 años.
 

Sócrates, a quien toda la antigüedad aclamó el más sabio y el más virtuoso de los filósofos, era ciudadano de Atenas, del pueblo de Alopece. Nació el año 4.º de la Olimpiada 77, y su padre fue el escultor Sofronisco, y su madre, Fainarate, partera. Estudió la Filosofía con Anaxágoras y después con Arquelao, el físico, pero, considerando que todas las doctrinas que le habían enseñado sobre los fenómenos de la Naturaleza no conducían a nada y no contribuían a hacer al hombre virtuoso, se aplicó al estudio de la moral, y fundó la filosofía moral en Grecia, como lo observa Cicerón, en el libro tercero de las Questiones Tusculanas

Ya había dicho en el primero de la misma obra: «Me parece, y esta opinión está generalmente recibida, que Sócrates es el primero que separando a la Filosofía de la investigación de los secretos de la Naturaleza, a que los filósofos anteriores se habían aplicado exclusivamente, la empleó en lo que más de cerca toca a las obligaciones de la vida, de modo que solo trató de examinar las virtudes y los vicios, y en qué consisten el bien y el mal, diciendo que todo lo que respecta a los astros está a demasiada altura del hombre, y que aunque pudiésemos alcanzar aquellos conocimientos, en nada podrían contribuir a arreglar nuestra conducta.» Su único estudio fue, pues, aquella parte de la filosofía que dice relación con las costumbres, y que comprende todas las edades y todas las condiciones. Este nuevo modo de filosofar tenía en su favor el ejemplo del que lo inventó, pues Sócrates fue el modelo de los buenos ciudadanos, tanto en la paz, como en la guerra.

De todos los filósofos afamados, él ha sido el único, como observa Luciano, que se dedicase al ejercicio de las armas. Se halló en dos campañas, y aunque fueron funestas al partido que defendía, se comprometió y dio pruebas de mucho valor. En una de ellas, salvó la vida a Jenofonte, que cayó del caballo en la retirada, y hubiera perecido a manos de los enemigos, si Sócrates no le hubiera sacado del peligro, llevándole en hombros gran trecho hasta que apareció el caballo. En la otra, los atenienses vencidos y derrotados se retiraron, siendo Sócrates el último, y mostrando tanto brío, que los enemigos no se atrevieron a atacarle. Estas fueron las dos solas ocasiones en que Sócrates puso el pie fuera de Atenas, muy al contrario de los otros filósofos, que empleaban muchos años en viajar y en conversar con los sabios de las otras naciones. Pero como el estudio a que se había dedicado se concentraba en el hombre mismo, creyó que los viajes no le enseñarían más que lo que podría aprender entre sus compatriotas. Y como la moral se enseña más bien con el ejemplo que con la doctrina, se propuso seguir en la práctica, todo lo que la recta razón y la virtud exigen. En observancia de esta máxima, habiendo sido nombrado senador y prestado juramento de dar siempre su voto con arreglo a las leyes, se negó a aprobar el decreto en que el pueblo condenaba a muerte a nueve jefes del ejército, y aunque el pueblo se exasperó y muchos hombres poderosos le amenazaron, no por esto cedió, pues no se creía autorizado a violar el juramento por dar gusto al pueblo.

Fuera de esta ocasión, no consta que haya ejercido cargos públicos, pero aunque vivía como particular, gozó de tanto aprecio en Atenas por su probidad y por sus virtudes que sus conciudadanos le respetaban más que a los magistrados.

Cuidaba del aseo de su persona y censuraba a los que no lo hacían así; más no dio en el fasto ni en la afectación, sino que observaba un justo medio entre ambos excesos. Aunque era pobre, dio grandes pruebas de desinterés. Daba sus lecciones gratuitamente, no como los demás filósofos, que sacaban mucho dinero de sus discípulos, exigiéndoles gratificaciones más o menos cuantiosas, según los bienes que poseían. Decía que no le era fácil entender cómo se podía sacar un provecho pecuniario de la enseñanza de la virtud, como si no fuera una ventaja harto sólida y lisonjera inspirar virtudes a un hombre y acarrearse su amistad. Antifón, sofista que deseaba desacreditar una doctrina a la que no tenía ánimo de conformarse, le dijo que tenía razón en no tomar dinero de sus discípulos, porque era hombre de conciencia, y sabía muy bien que lo que les enseñaba no valía nada. Pero Sócrates le confundió fácilmente. Sin embargo, nunca tuvo escuela abierta como los demás filósofos de la antigüedad. Daba sus lecciones hablando familiarmente con el primero que se presentaba.

La opinión de Sócrates acerca del culto que se debía tributar a los dioses era conforme en todo al oráculo de Apolo en Delfos: a saber, que cada hombre debía adorarlos a su modo y según las ceremonias practicadas en su país. Él lo hacia así, y aunque sus facultades no le permitían hacer grandes sacrificios, creía que los dioses apreciaban tanto sus pobres ofrendas como las suntuosas de los potentados. Nada era tan agradable a los dioses, en su opinión, como el ser honrados por los hombres de bien. La oración que les dirigía era muy sencilla y religiosa. Nada les pedía, sino lo que ellos tuviesen a bien darle, y decía que no les pedía riquezas y honores, porque era lo mismo que si les pidiese la gracia de jugar a los dados, o la de dar una batalla, sin saber cual seria el éxito ni quien saldría ganancioso y triunfante. Lejos de apartar del culto de los dioses a los que lo practicaban, creía que era su obligación convencer y reducir a los que miraban este culto con desprecio. Jenofonte cuenta los medios de que se valió para conseguir este fin con un impío llamado Aristodemo, y ciertamente parece increíble que un hombre educado en el paganismo tuviese ideas tan sanas y juiciosas como las que encierran los discursos que pronunció en esta ocasión.

Era pobre, como ya hemos dicho, pero tan contento con la pobreza, que no quiso ser rico, como hubiera podido serle aceptando los regalos que le querían hacer sus amigos y discípulos; pero los rehusó constantemente, con harto sentimiento de su mujer, a quien no agradaba tanta filosofía. Era tan moderado en la comida y en el traje que el sofista Antifón no cesaba de burlarse de su mezquindad, pero Sócrates le hizo ver cuánto se engañaba el que creía que la felicidad consistía en la abundancia, en la holgura y en el deleite. Aunque sumamente rígido consigo mismo, era sumamente indulgente y tolerante con los demás. Lo primero que procuraba inspirar a sus discípulos era el respeto a los dioses, y después la templanza y el odio a los placeres sensuales, probándoles que privaban al hombre del bien más preciando que poseía, que era la libertad.

Sus lecciones eran sumamente agradables, pues se reducían a conversaciones amistosas, sin aparato, sin plan, tratando del primer asunto que se ofrecía. Empezaba haciendo una pregunta, como el hombre que desea instruirse, después, aprovechándose de las respuestas que se le habían dado, probaba a sus oyentes la proposición contraria a la que ellos habían establecido al principio de la conversación. Pasaba la mayor parte del día en estas conferencias, y recibía perfectamente a los que venían a oírle. Aunque no dejó nada escrito, podemos juzgar de su moral por lo que de ella han dicho Jenofonte y Platón. Estos dos escritores, discípulos suyos, están perfectamente de acuerdo no sólo en las doctrinas que le atribuyen, sino también en el modo de exponerlas, prueba irrecusable de que no han fingido lo que refieren. Platón, sin embargo, si hemos de dar crédito al mismo Sócrates, le atribuyó cosas que nunca dijo.

¿Como es posible que un hombre tan justo, tan moderado, tan religioso, fuese condenado a muerte como impío y como pervertidor de los jóvenes atenienses? Esta injusticia sólo pudo hacerse en tiempos de desorden y bajo el gobierno sedicioso de treinta tiranos. He aquí lo que dio ocasión a tan odiosa iniquidad. Critias, el más poderoso de estos tiranos, había sido, como Alcibíades, discípulo de Sócrates, pero los dos le abandonaron cuando vieron que su ambición y destemplanza no estaban de acuerdo con los documentos del filósofo. Critias hizo mas: se convirtió en un encarnizado enemigo de su maestro, porque éste le censuró amargamente una pasión vergonzosa, y nada omitió para evitar el logro de sus deseos, así que cuando se vio dueño del poder, lo primero en que pensó fue en vengarse de aquel agravio. Tenía, además, otra razón muy poderosa para desear la muerte de Sócrates. Éste hablaba libremente contra los tiranos, y viendo cuántos buenos ciudadanos sacrificaban a su ambición, dijo un día en presencia de muchas personas que no era buen vaquero aquel cuyas vacas enflaquecían continuamente. Critias y su compañero Caricles conocieron el sentido de la comparación, y promulgaron inmediatamente una ley prohibiendo en Atenas la enseñanza del arte de discurrir, y aunque Sócrates no había enseñado nunca este arte, bien se echaba de ver que el tiro iba dirigido a él, y que se le quería privar de la libertad de expresar sus sentimientos, como lo hacia de continuo con sus amigos.

Sócrates, sin embargo, no se acobardó. Se presentó a los dos autores de la ley, y les pidió que se la explicasen; pero como las preguntas del filósofo los embarazaban demasiado, le declararon formalmente que le prohibían entrar en conversación con los jóvenes de Atenas. Sócrates quiso saber lo que ellos entendían por jóvenes, y le respondieron que todo el que tuviese menos edad de treinta años. Le dijeron además que no le permitían hablar con los artesanos, que ya estaban hartos de oírle. «¿Y que les he de responder, dijo Sócrates, si me preguntan qué es piedad y qué es justicia. Respóndele lo de las vacas, dijeron los tiranos» Entonces comprendió el filósofo de donde venia el enojo, y lo que debía temer de semejantes hombres.

Pero sus enemigos, viendo que no era fácil atacarle de frente, teniendo tanta reputación de hombre virtuoso y sabio, creyeron que seria mucho mejor empezar desacreditándole y con este objeto compuso Aristófanes su comedia intitulada Las Nubes, en que se representa a Sócrates enseñando el arte de hacer parecer justo lo que es injusto. La comedia produjo el efecto deseado. Dado este primer paso, Melito se presentó acusando a Sócrates de no reconocer los dioses que adoraba Atenas, y de introducir otros nuevos; de corromper a los jóvenes y de enseñarles a no respetar a sus padres ni a los magistrados. Concluía su acusación pidiendo que se impusiese a Sócrates la pena de muerte. A pesar de todo el poder de los tiranos, si Sócrates hubiera querido hacer algo en su favor, cierto es que no se hubieran atrevido a condenarle, pero la entereza con que respondió a su acusador, negándose a pagar una malta, porque esto seria reconocerse culpable, exasperó a sus enemigos, sobre todo cuando habiéndole preguntado que pena creía merecer, respondió que el pueblo debía mantenerle toda la vida. Los tiranos no pudieron sufrir más, y la pena de muerte fue pronunciada. Un filósofo llamado Lisias le compuso una apología, para que se sirviese de ella ante los jueces. Sócrates la oyó y confesó que era muy buena, pero que no la aceptaba porque no le convenía. «¿Y porque no te conviene, le preguntó Lisias, supuesto que convienes que es buena? » Porque, un vestido, respondió Sócrates, puede ser muy bueno y no estar hecho a mi medida.

Sócrates estuvo mucho tiempo en la cárcel aguardando que se ejecutase la sentencia, cuyo retardo se debió a la casualidad siguiente: Los atenienses enviaban todos los años a Delos un buque cargado de regalos, para el templo de Apolo, y habían hecho voto de no ejecutar ninguna sentencia de muerte durante este viaje. El buque había salido de Atenas el día antes de empezarse el proceso de Sócrates; tardó mucho tiempo en regresar, por causa de los vientos contrarios, y entretanto el filósofo estaba en la cárcel, conversando con sus amigos y discípulos, como si se hallase libre y sin peligro. Un día fue a verle Critón, su íntimo amigo, y, lleno de dolor, le dijo que el buque no tardaría en llegar, pero que era muy fácil evitar la muerte que se le preparaba, pues se le podía proporcionar un medio seguro de escaparse de la prisión, y le suplicó con el mayor encarecimiento que abrazase este partido. Sócrates, después de haberle dado gracias por tan señalada prueba de amistad, le probó con razones tan sólidas que la acción que le proponía era contraria a las leyes, a la moral y a la filosofía, que Critón no supo que responderle. Llegado el día en que Sócrates debía beber la cicuta fatal, que era el suplicio acostumbrado en Atenas, fueron a verle muchos amigos atenienses y extranjeros. Estaba con su mujer, la cual lloraba amargamente, y se quejaba con la mayor vehemencia de su suerte. Sócrates dijo con la mayor serenidad: «Que se lleven a esa mujer.»

Viéndose libre de este estorbo, empezó a hablar de la inmortalidad del alma con tanta sabiduría y elocuencia, que los que le oían estaban atónitos y llenos de admiración. Su discurso no fue una vana ostentación de elocuencia, sino que su objeto principal era inculcar algunas verdades morales muy dignas de estar siempre a la vista de los que desean seguir el camino de la virtud; por ejemplo, que el sabio no debe tener miedo a la muerte porque después de ésta es cuando el alma goza de toda la plenitud de su ser, y de su verdadero destino; que la única ocupación digna del alma durante su mansión en esta vida es adquirir todo lo que pueda perfeccionarla y ennoblecerla; que la verdadera filosofía consiste en aprender a morir; que para adquirir ideas sanas sobre nuestra naturaleza, sobre nuestras obligaciones y sobre el modo de desempeñarlas, es necesario huir de los placeres, y desprenderse de todas las trabas que el cuerpo ofrece al libre ejercicio del pensamiento; que la virtud sin sabiduría no es más que una sombra de virtud y esclava del vicio; que si el alma se retira del cuerpo sin señal alguna de la corrupción inherente al cuerpo, antes bien habiendo procurado combatir los apetitos de éste, entonces va a reunirse a un ser divino, inmortal, lleno de sabiduría, con el cual gozará de una felicidad inefable, sin error, sin temor, sin ignorancia, sin ninguno de los males que afligen a la naturaleza humana; por último, que lo que debe decidir de la suerte eterna del hombre es el estado de su alma, esto es, los vicios con que la haya contaminado, o las virtudes con que la haya enriquecido.

Concluido este discurso empezó una escena digna de la admiración de todos los hombres, y quizás la más interesante de cuantas presenta la historia. Vamos a referirla copiando la narración de un testigo ocular (1): Sócrates - La muerte de Sócrates (detalle) - Jacques-Louis David (1787, New York, The Metropolitan Museum of Art)

«En seguida Sócrates entró en un aposento inmediato para bañarse. Critón le acompañó y los demás que estábamos presentes nos quedamos hablando sobre todo lo que nos había dicho, y lamentándonos de la triste situación en que nos íbamos a ver, privados del que mirábamos como padre, y reducidos a la condición de unos huérfanos infelices. Cuando salió del baño, le presentaron sus hijos, que eran tres, dos muy pequeños, y otro algo mayor. También vinieron las mujeres de su casa, a quienes dio algunas instrucciones, y después se retiraron con los hijos. Entonces vino a donde nosotros estábamos. El sol iba acercándose al horizonte. Casi al mismo tiempo entró el criado de los Once (2) y acercándose a él, le dijo: «Sócrates, contigo no me sucederá lo que con los otros reos que se hallan en tu situación, porque cuando vengo a decirles, por orden del magistrado, que ya es hora de tomar el veneno, se exasperan contra mí y me maldicen. Pero tú eres el más firme, el más suave y el mejor de cuantos han puesto los pies en esta cárcel, de modo que a la hora ésta estoy seguro de que no te quejas de mí, sino de los que tienen la culpa de tu desgracia. Ahora, Sócrates, ya sabes lo que vengo a decirte. adios, procura sobrellevar con firmeza esta dura necesidad.»

El criado se echó a llorar al decir estas palabras, y se apartó un poco, volviéndonos la espalda. Sócrates, fijando en él la vista, le dijo: «Acos, amigo mió. Seguiré tus consejos. Ved, dijo volviéndose a nosotros, la honradez de esté hombre. Durante mi encarcelamiento, ha venido a verme y a conversar conmigo muchas veces. Vale más que mis jueces. ¡Cuán sincero es su llanto! Querido Critón, vamos a obedecerle: que me traigan el veneno si está preparado, y sí no, que lo prepare él mismo.» Critón le dijo que el sol no se había puesto todavía, y que muchos reos no tomaban el veneno sino mucho tiempo después de haber recibido la orden, cenando antes y gozando de cuanto apetecen. «Tendrán sus razones para ello, respondió Sócrates, y yo tengo las mías para no hacerlo. Lo único que ganaré bebiendo más tarde el veneno será hacerme ridículo, manifestando tanto amor a la vida que deseo prolongarla hasta el último momento. Anda, Critón, haz lo que te digo y no me atormentes más.» Entonces Critón hizo una seña al criado, el cual preparó el veneno y se lo presentó. Sócrates preguntó qué era lo que debía hacer; el criado respondió que después de tomar el veneno debía dar algunos paseos hasta sentir alguna debilidad en las piernas, y en seguida acostarse de espaldas. Sócrates tomó la copa no solo sin alterarse, sino con cierto aire de satisfacción, y mirando al criado le preguntó si era lícito hacer libaciones con el veneno, a lo que el criado respondió que no había en la copa más que la dosis necesaria. «Está Bien, repuso Sócrates, pero a lo menos, me será permitido rogar a los dioses me den un buen viaje.» Después de haber dicho estas palabras se mantuvo algún rato en silencio, y en seguida bebió todo el licor contenido en la copa, con una apacibilidad maravillosa y que no se puede describir.

Ya no me fue posible contener el llanto, que hasta entonces había estado comprimiendo con los mayores esfuerzos. Cubríme con el manto y me eché a llorar, no por Sócrates, sino por mí mismo que tan excelente amigo iba a perder. Critón se había retirado cubierto de lágrimas, y Apolodoro, que no había cesado de llorar durante toda la conversación, se puso a gritar, en términos que todos estábamos despedazados de dolor. Sócrates no solo permaneció sereno sino que nos reprendió nuestra flaqueza. «¿Sois vosotros, nos dijo, los hombres admirables? ¿Donde está la virtud? Es necesario morir con tranquilidad y bendiciendo a Dios. Serenaos pues, y mostrad más entereza.» Estas palabras nos llenaron de confusión y nos obligaron a reprimir nuestras lágrimas. Entretanto continuaba dando paseos, hasta que sintió que ya no podía andar más, y se acostó de espaldas. Al mismo tiempo, el hombre que le había traído la copa se acercó, y le apretó las piernas, preguntándole si lo sentía, y respondió que no. Sócrates se tentó también, y dijo que cuando el frío llegase al corazón, se separaría de nosotros. Ya estaba frío el vientre, y entonces se descubrió y pronunció sus últimas palabras: Critón debemos un gallo a Esculapio: cumple este voto y no lo olvides (3). Critón respondió que así lo haría, y que viese si tenía otra cosa que mandarle. El hombre que le había dado el veneno, vio que los ojos de Sócrates, fijos en él, daban las últimas miradas. Critón se acercó y le cerró los ojos y la boca.»
 

Sócrates decía que tenía un genio o espíritu que le guiaba con sus inspiraciones, sobre lo cual han escrito libros enteros Plutarco, Apuleyo y Máximo de Tiro. Murió el primer año de la Olimpiada 95, de edad de 68 años.

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(1) Fedón en el diálogo de Platón intitulado: Fedón, o de la inmortalidad del alma

(2) El criado del tribunal llamado de los Once, era el que presentaba el veneno a los condenados a muerte.

(3) Los que han querido justificar a Sócrates del espíritu de superstición que indican estas palabras, dicen que tal era el respeto con que miraba la religión de Atenas, que a pesar de estar convencido de su falsedad, quiso conformarse con ella en sus últimos momentos. Dacier es de opinión que las palabras de Sócrates tienen un sentido simbólico: que el gallo significa el alma, y Esculapio el verdadero médico, esto es, la Divinidad, y que lo que debe entenderse es que ponía su alma en manos del verdadero médico, para que la curase y purificase. Tertuliano es de esta opinión. Lo cierto es que en todas las conversaciones de Sócrates abundan las alusiones a sus doctrinas y que sólo así se pueden entender muchos parajes.

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