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Torre de Babel Ediciones

Yo acuso – Émile Zola

¡YO ACUSO…!

EMILIO ZOLA

 

VERSIÓN CASTELLANA – SEGUNDA EDICIÓN

MADRID – IMPRENTA DE A. MARZO

Calle de Apodaca, núm.18

1898

Edición digital en Torre de Babel Ediciones. Modificamos únicamente la ortografía,

 para adecuarla a las normas actuales de la RAE.
 

 

El polemista de Mes Haines, el crítico de Le Roman Experimental, el psicólogo de Les Rougon-Macquart, el mago de Trois Villes, apenas acababa de ofrecernos las ideas generosas de Pierre Froment, y realiza ya una obra nueva, grande, humana como ninguna, lanzando el terrible J’Accuse…! al rostro del Gobierno republicano y del militarismo triunfante; ofreciéndose como heroico mantenedor de los derechos del hombre.

Siempre fuimos devotos de su genio, pero nunca tanto como ahora, cuando hace resonar en los corazones un grito de justicia que reclamaba la humanidad entera.

 

¡YO ACUSO…!

CARTA AL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA FRANCESA

POR EMILIO ZOLA

 

SEÑOR PRESIDENTE:

¿Me permitís que, agradecido por la bondadosa acogida que me dispensasteis, me preocupe de vuestra gloria y os diga que vuestra estrella, tan feliz hasta hoy, está amenazada por la más vergonzosa e imborrable mancha?

Sano y salvo habéis salido de bajas calumnias, habéis conquistado los corazones. Radiante aparecisteis, en la apoteosis de la fiesta patriótica que para celebrar la alianza Rusa hizo Francia, y os preparáis a presidir el solemne triunfo de nuestra Exposición Universal que coronará nuestro gran siglo de trabajo, de verdad y de libertad. ¡Pero qué mancha de cieno sobre nuestro nombre —iba a decir sobre nuestro reino— puede imprimir ese abominable asunto Dreyfus! Un consejo de guerra se atreve, por orden, a absolver a un Esterhazy, bofetada suprema a toda verdad, a toda justicia. Y, no hay remedio, si Francia conserva esa mancha, la historia escribirá que bajo nuestra presidencia semejante crimen social pudo ser cometido.

Por eso me dirijo a Vos gritando la verdad con toda la fuerza de mi rebelión de hombre honrado. Estoy convencido de que ignoráis lo que ocurre. ¿Y a quién denunciar las infamias de esa turba malhechora de verdaderos culpables, sino a Vos, el primer magistrado del país?

Ante todo la verdad acerca del proceso y de la condenación de Dreyfus.

Un hombre nefasto ha conducido la trama: el coronel Paty de Clam, entonces comandante. Él representa por sí solo el asunto Dreyfus; no se le conocerá bien hasta que una investigación leal determine claramente sus actos y sus responsabilidades.

Aparece como un espíritu borroso, complicado, lleno de intrigas novelescas, complaciéndose con recursos de folletín, papeles robados, cartas anónimas, citas misteriosas en lugares desiertos, mujeres enmascaradas que facilitan en la sombra pruebas abrumadoras. Él imaginó lo de dictarle a Dreyfus la nota sospechosa; él concibió la idea de observarle en una habitación revestida de espejos; es a él a quien nos presenta el comandante Farzinetti armado de una linterna sorda, pretendiendo hacerse conducir junto al acusado que dormía, para proyectar sobre su rostro un brusco chorro de luz y sorprender su crimen en su angustioso despertar. Y no hay para qué lo diga yo todo; busquen y encontrarán cuanto haga falta. Yo declaro sencillamente que el comandante Paty de Clam, encargado de instruir el asunto Dreyfus, es en el orden de fechas y responsabilidades el primer culpable del espantoso error judicial que se ha cometido.

La nota sospechosa estaba ya desde algún tiempo antes, entre las manos del coronel Sandherr, jefe del negociado de informaciones, que murió poco tiempo después de una parálisis general.

Hubo fugas, desaparecieron papeles (como siguen desapareciendo aún), y el autor de la nota sospechosa era buscado cuando se afirmó a priori que no podía ser más que un oficial del Estado Mayor, y precisamente del cuerpo de artillería; doble error manifiesto que prueba el espíritu superficial con que se estudió la nota sospechosa, porque un examen razonado demuestra que no podía tratarse más que de un oficial de las armas generales. Se buscó entonces entre los de la casa, examináronse las escrituras de todos; aquello era como un asunto de familia y se buscaba al traidor en las mismas oficinas para sorprenderlo y expulsarlo. Desde que una sospecha ligera recayó sobre Dreyfus, aparece el comandante Paty de Clam, que se esfuerza en confundirle haciéndole confesar sus traiciones. Aparecen también el ministro de la Guerra, el general Mercier, cuya inteligencia debe ser muy mediana, el jefe de Estado Mayor, general Boisdeffre que habrá cedido a su pasión clerical, y el general Gonse, cuya conciencia elástica pudo acomodarse a muchas cosas. Pero en el fondo no hay, desde luego, más que el comandante Paty de Clam, que a todos los maneja y hasta los hipnotiza, porque se ocupa también de espiritismo, de ocultismo y conversa con los espíritus. Parecen inverosímiles las pruebas a que se ha sometido el desdichado Dreyfus, los lazos en que se ha querido hacerle caer, las investigaciones desatinadas, las imaginaciones monstruosas: una demencia martirizadora.

¡Ah! ese primer asunto parece una pesadilla insufrible, a quien conoce sus detalles verdaderos. El comandante Paty de Clam prende a Dreyfus y lo incomunica. Corre después en busca de la Sra. Dreyfus y la infunde terror diciéndole que si habla ella su esposo está perdido. Entre tanto el desdichado se arranca la carne y proclama con alaridos su inocencia, mientras la instrucción del proceso se hace como en una crónica del siglo XV, en el misterio, con una terrible complicación de expedientes, todo basado en una sospecha infantil, en la nota sospechosa, imbécil, que no era solamente una traición vulgar: además era un estúpido engaño, porque los famosos secretos vendidos, apenas tienen algún valor.

Si yo insisto en esto es porque esto es el germen de donde saldrá más adelante el verdadero crimen, la espantosa denegación de justicia que afecta profundamente a nuestra Francia. Yo quiero hacer palpable que el error judicial pudo ser posible y que nació de las maquinaciones del comandante Paty de Clam; los generales Mercier Boisdeffre y Gonse, sorprendidos al principio, han ido comprometiendo, poco a poco su responsabilidad en este error, que más tarde impusieron como una verdad santa, una verdad que no se discute. Al principio sólo hubo de su parte incuria y torpeza; cuando más, cedieron a las pasiones religiosas del medio y a los prejuicios del espíritu de cuerpo.

Cuando aparece Dreyfus ante el Consejo de guerra, exigen el secreto más absoluto. Si un traidor hubiese abierto las fronteras al enemigo para conducir al emperador de Alemania hasta Nuestra Señora de París, no se hubieran tomado mayores precauciones de silencio y misterio. Se murmuran hechos terribles, traiciones monstruosas y naturalmente la Nación se inclina llena de estupor, no halla castigo bastante severo, aplaudirá la degradación pública, gozará viendo al culpable sobre su roca de infamia devorado por los remordimientos.

¿Luego, existen ciertamente las cosas indecibles, dañinas, capaces de revolver toda Europa y es preciso para evitar mayores desdichas enterrarlas en el mayor secreto? ¡No! Detrás de tanto misterio sólo se hallan las imaginaciones romancescas y dementes del comandante Paty de Clam. Todo esto no sirve más que para ocultar la más inverosímil novela folletinesca. Para asegurarse, basta estudiar atentamente el acta de acusación leída ante el Consejo de guerra.

¡Ah! que un hombre pudiera ser condenado por semejante acta, es un prodigio de iniquidad.

Dudo que las gentes honradas puedan leerla sin que su alma se llene de indignación y sin que asome a sus labios un grito de rebeldía, imaginando la expiación desmesurada que sufre la víctima en la Isla del Diablo.

Dreyfus conoce varias lenguas: crimen; en su casa no se hallan papeles comprometedores: crimen; algunas veces visita su país natal: crimen; es laborioso, tiene ansia de saber: crimen; si no se turba: crimen; si se turba: crimen.

Todo crimen, siempre crimen…

¡Y las ingenuidades de redacción, las formales aserciones en el vacío!

Nos habían hablado de catorce acusaciones y no aparece más que una: la nota sospechosa; y averiguamos que los peritos no están de acuerdo, que uno de ellos, Mr. Gobert, fue atropellado militarmente porque se permitía opinar contra lo que se deseaba. Hablábase también de veintitrés oficiales, cuyos testimonios pesarían contra Dreyfus. Desconocemos aún sus interrogatorios, pero es cierto que no todos le acusaron, habiendo que añadir, además, que los veintitrés oficiales pertenecían a las oficinas del ministerio de la Guerra. Es un proceso de familia, no hay que olvidarlo; el Estado Mayor lo hizo, lo juzgó y acaba de juzgarlo segunda vez.

Así, pues, sólo quedaba la nota sospechosa acerca de la cual los peritos no estuvieron de acuerdo; se dice que, en el Consejo, los jueces iban ya, naturalmente, a absolver al reo; y desde entonces, con obstinación desesperada, para justificar la condena, se afirma la existencia de un documento secreto, abrumador; el documento que no se puede publicar, que lo justifica todo y ante el cual todos debemos inclinarnos: el Dios invisible e incognoscible.

Ese documento no existe; lo niego con todas mis fuerzas. ¡Un documento ridículo, sí; tal vez el documento en que se habla de mujercillas y de un señor D… que se hace muy exigente, algún marido, sin duda, que juzgaba poco retribuidas las complacencias de su mujer. Pero un documento que interese a la, defensa nacional, que no puede hacerse público sin que la guerra se declare inmediatamente, ¡no, no! Es una mentira, tanto más odiosa y cínica, cuanto que se lanza impunemente sin que nadie pueda combatirla. Los que la fabricaron, conmueven el espíritu francés y se ocultan detrás de su legítima emoción; hacen enmudecer las bocas angustiando los corazones y pervirtiendo las almas. ¡No conozco en la historia un crimen cívico de tal magnitud!

He, aquí, señor Presidente, los hechos que demuestran cómo pudo cometerse un error judicial. Y las pruebas morales: como la posición social de Dreyfus, su fortuna, su continuo clamor de inocencia, la falta de motivos justificados, acaban de ofrecerlo como una víctima de las extraordinarias imaginaciones del comandante Paty de Clam, del medio clerical en que se movía y del odio a los puercos judíos que deshonra nuestra época.

Y llegamos al asunto Esterhazy. Han pasado tres años y muchas emociones permanecen turbadas profundamente, se inquietan, buscan y acaban por convencerse de la inocencia de Dreyfus.

No historiaré las primeras dudas, y la final convicción de Mr. Scheurer-Kestner. Pero mientras él rebuscaba por su parte, acontecían hechos de importancia en el Estado Mayor. Murió el coronel Sandherr y sucedióle, como jefe del Negociado de informaciones, el teniente coronel Picquart, quien por esta causa, en el ejercicio de sus funciones, tuvo un día ocasión de ver una carta telegrama dirigida al comandante Esterhazy por un agente de una potencia extranjera. Era su deber abrir una información y no lo hizo sin consultar sus dudas con sus jefes, el general Gonse y el general Boisdeffre, luego con el general Billot, que había sucedido al general Mercier en el ministerio de la Guerra.

El famoso expediente Picquart, de que tanto se ha hablado, no fue más que el expediente Billot, es decir, el expediente instruido por un subordinado cumpliendo las órdenes del ministro, expediente que debe existir aún en el ministerio de la Guerra. Las investigaciones duraron de Mayo a Septiembre de 1896, y es preciso decir bien alto que el general Gonse estaba convencido de la culpabilidad de Esterhazy y que los generales Boisdeffre y Billot, no ponían en duda que la célebre nota sospechosa fuera de Esterhazy.

El informe del teniente coronel Picquart había conducido a esta prueba cierta. Pero el sobresalto de todos era grande porque la condena de Esterhazy obligaba inevitablemente a la revisión del proceso Dreyfus; y el Estado Mayor a ningún precio quería desautorizarse.

Debió haber un momento psicológico de angustia suprema entre todos los que intervinieron en el asunto; pero es preciso notar que, habiendo llegado al ministerio el general Billot, después de la sentencia dictada contra Dreyfus, no estaba comprometido en el error y podía esclarecer la verdad sin desmentirse. Pero no se atrevió, temiendo acaso el juicio de la opinión pública y la responsabilidad en que habían incurrido los generales Boisdeffre y Gonse y todo el Estado Mayor. Fue un combate librado entre su conciencia de hombre y lo que suponía el ministro ser el interés militar. Así acabó por comprometerse, y desde entonces, echando sobre sí los crímenes de los otros, es tan culpable como ellos; es más culpable aún, porque fue arbitro de la justicia y no fue justo. ¡Comprended esto! Hace un año que los generales Billot, Boisdeffre y Gonse, conociendo la inocencia de Dreyfus, guardan para sí esta espantosa verdad. ¡Y duermen tranquilos, y tienen mujer e hijos que los aman.

El coronel Picquart había cumplido sus deberes de hombre honrado. Insistió, acerca de sus jefes, en nombre de la justicia, suplicándoles, diciéndoles que sus tardanzas eran inconvenientes ante la terrible tormenta que se les venía encima, para estallar, en cuanto la verdad se descubriera.

Mr. Scheurer-Kestner rogó también al general Billot que por patriotismo activara el asunto antes de que se convirtiera un desastre nacional. ¡No! el crimen estaba cometido y el Estado Mayor no podía confesar su crimen. Por eso, el teniente coronel Picquart fue nombrado para una comisión que le apartaba del ministerio, y poco a poco fueron alejándole hasta el ejército expedicionario de África, donde quisieron honrar un día su bravura, encargándole una misión que le hubiera costado la vida en los mismos parajes donde el marqués de Mores encontró la muerte. Pero no había caído aún en desgracia; el general Gonse mantenía con él una correspondencia muy amistosa. Su desdicha era conocer un secreto de los que no debieran conocerse jamás.

En París la verdad se abría camino, y sabemos ya de qué modo la tormenta estalló. Mr. Mathieu Dreyfus denunció al comandante Esterhazy como verdadero autor de la nota sospechosa; mientras Mr. Scherer-Kestner depositaba entre las manos del garde des sceaus una solicitud pidiendo la revisión del proceso. Desde este punto el comandante Esterhazy entra en juego. Testimonios autorizados le muestran como loco, dispuesto al suicidio o a la fuga. Luego todo cambia: y sorprende con la violencia de su audaz actitud. Había recibido refuerzos: un anónimo advirtiéndole los manejos de sus enemigos; una dama misteriosa que se molesta en salir de noche para devolverle un documento que había sido robado en las oficinas militares y que le interesaba conservar para su salvación.

Comienzan de nuevo las novelerías folletinescas, en las que reconozco los medios ya usados por la fértil imaginación del teniente coronel Paty de Clam. Su obra, la condenación de A. Dreyfus peligraba, y sin duda quiso defender su obra. La revisión del proceso era el desquiciamiento de su novela folletinesca, tan extravagante como trágica, ¡cuyo espantoso desenlace se realiza en la Isla del Diablo! Y esto no podía consentirlo. Así comienza el duelo entre el teniente coronel Picquart, a cara descubierta y el teniente coronel Paty de Clam, enmascarado. Pronto se hallarán los dos ante la justicia civil. En el fondo no hay más que una cosa: el Estado Mayor que se defiende, que no quiere confesar su crimen, cuya abominación aumenta de hora en hora.

Se ha preguntado con estupor cuáles eran los protectores del comandante Esterhazy. Desde luego, en la sombra, el teniente coronel Paty de Clam, que ha imaginado y conducido todas las maquinaciones, descubriendo su presencia en los procedimientos descabellados. Después los generales Boisdeffre, Gonse y Billot, obligados a defender al comandante, puesto que no pueden consentir que se pruebe la inocencia de Dreyfus, cuando este acto había de lanzar forzosamente contra las oficinas de Guerra, el desprecio del público. Y el resultado de esta situación prodigiosa es: que un hombre intachable, Picquart, el único entre todos que ha cumplido con su deber, será la víctima escarnecida y castigada. ¡Oh, justicia, qué triste desconsuelo embarga el corazón! Picquart es la víctima, se le acusa de falsario y se dice que fabricó la carta-telegrama para perder a Esterhazy. Pero ¡gran Dios! ¿por qué motivo? ¿con qué objeto? Que indiquen una causa, una sola. ¿Estará pagado por los judíos? Precisamente Picquart es un apasionado antisemita. Sí; asistimos a un espectáculo infame: para proclamar la inocencia de los hombres cubiertos de vicios, deudas y crímenes, acosan a un hombre de vida ejemplar. Cuando un pueblo desciende a esas infamias, está cerca de corromperse y aniquilarse.

A esto se reduce, señor Presidente de la República, el asunto Esterhazy: un culpable a quien se trata salvar haciéndole parecer inocente. Hace dos meses que no perdemos de vista esa interesante labor. Y abrevio, porque sólo quise hacer el resumen, a grandes rasgos, de la historia cuyas ardientes páginas, un día serán escritas con toda extensión. Hemos visto al general Pellieux, primero, y al comandante Ravary, más tarde, hacer una información infame, de la cual han de salir transfigurados los bribones y perdidas las gentes honradas. Después se ha convocado el Consejo de guerra.

¿Cómo se pudo suponer que un Consejo de guerra deshiciese lo que había hecho un Consejo de guerra?

Y no hablo de la elección, siempre posible, de los jueces. La idea superior de disciplina que llevan esos militares en el espíritu, ¿no basta para debilitar su rectitud? Quien dice disciplina dice obediencia. Cuando el ministro de la Guerra, jefe supremo, ha declarado públicamente y entre las aclamaciones de la representación nacional, la inviolabilidad absoluta de la cosa juzgada: ¿Queréis que un Consejo de guerra se determine a desmentirlo formalmente? Jerárquicamente no es posible tal cosa.

El general Billot con sus declaraciones ha sugestionado a los jueces, que han juzgado cómo entrarían en fuego a una orden sencilla de su jefe: sin razonar. La opinión preconcebida que llevaron al tribunal fue sin duda ésta: «Dreyfus ha sido condenado por crimen de traición ante un Consejo de guerra; luego es culpable, y nosotros, formando un Consejo de guerra, no podemos declararlo inocente. Y, como suponer culpable a Esterhazy, sería proclamar la inocencia de Dreyfus: Esterhazy debe ser inocente.»

Y dieron el inicuo fallo que pesará siempre sobre nuestros Consejos de guerra, que hará en adelante sospechosas todas sus deliberaciones. El primer Consejo de guerra pudo equivocarse, pero el segundo ha mentido. El jefe supremo había declarado la cosa juzgada inatacable, santa, superior a los hombres: y ninguno se atrevió a decir lo contrario. Se nos habla del honor del ejército; se nos induce a respetarlo y amarlo. Cierto que si; el ejército que se alzará en cuanto se nos dirija la menor amenaza, que defenderá el territorio francés, lo forma todo el pueblo y sólo tenemos para él ternura y veneración. Pero ahora no se trata del ejército, cuya dignidad justamente mantenemos en el ansia de justicia que nos devora; se trata del sable, del señor que nos darán acaso mañana. Y besar devotamente la empuñadura del sable, del ídolo, ¡no, eso no!

El asunto Dreyfus no era más que un asunto particular de las oficinas de Guerra: un individuo del Estado Mayor, denunciado por sus camaradas del E. M., condenado bajo la presión de sus jefes: no puede aparecer inocente, lo repito, sin que todo el Estado Mayor aparezca culpable. Por esto, las oficinas militares, usando todos los medios que les ha sugerido su imaginación y que les permiten sus influencias, defienden a Esterhazy para hundir de nuevo a Dreyfus. ¡Ah! qué gran barrido debe hacer el Gobierno republicano en esa cueva jesuítica (frase del mismo general Billot). ¿Cuándo vendrá el ministro, verdaderamente fuerte y patriota, que se atreva de una vez a refundirlo y renovarlo todo? ¡Conozco a muchas gentes que, suponiendo posible una guerra, tiemblan de angustia porque saben en qué manos caería la defensa nacional, y que se convirtió en albergue de intrigas, chismes y dilapidaciones el sagrado asilo donde se decide la suerte de la patria! Espanta la terrible claridad que arroja sobre aquel antro el asunto Dreyfus; el sacrificio humano de un infeliz, de un puerco judío. ¡Ahí se han agitado allí la demencia y la estupidez, imaginaciones locas, prácticas de baja policía, costumbres inquisitoriales; el placer de algunos tiranos que pisotean la nación, ahogando en su garganta el grito de verdad y de justicia bajo el pretexto, falso y sacrílego, de razón de Estado.

Y es un crimen más apoyarse con la prensa inmunda, dejarse defender por todos los bribones de París, de manera que los bribones triunfen insolentemente, derrotando el derecho y la probidad. Es un crimen haber acusado como perturbadores de Francia a cuantos quieren verla generosa y noble a la cabeza de las naciones libres y justas; mientras los canallas urden impunemente el error que tratan de imponer al mundo entero. Es un crimen extraviar la opinión con tareas mortíferas, que la pervierten y la conducen al delirio. Es un crimen envenenar a los pequeños y a los humildes, exasperando las pasiones de reacción y de intolerancia, y cubriéndose con el odioso antisemitismo, de cuyo mal morirá sin duda la Francia libre, si no sabe curarse a tiempo. Es un crimen explotar el patriotismo para trabajos de odio; y es un crimen, en fin, hacer del sable un dios moderno, mientras toda la ciencia humana emplea sus trabajos en una obra de verdad y justicia.

¡Esa verdad, esa justicia que nosotros buscamos apasionadamente, las vemos ahora humilladas y desconocidas! Imagino el desencanto que padecerá sin duda el alma de monsieur Schenrer-Kestner, y le creo atormentado por los remordimientos de no haber procedido revolucionariamente el día de la interpelación en el Senado, lanzando de una vez todas las pruebas, para derribarlo todo a un tiempo. Creyó que la verdad brilla por sí sola, y esta confianza le ha castigado cruelmente. Lo mismo le ocurre al teniente coronel Picquart, que por un sentimiento de dignidad elevada, no ha querido publicar las cartas del general Gonse; escrúpulos que le honran tanto más, cuanto que mientras permanecía respetuoso y disciplinado, sus jefes le hicieron cubrir de lodo, instruyéndole un proceso de la manera más desusada y ultrajante. Hay, pues, dos víctimas, dos hombres honrados y leales, dos corazones nobles y sencillos, que confiaban en Dios, mientras el diablo hacía de las suyas. Y hasta hemos visto contra el teniente coronel Picquart este acto innoble: un tribunal francés, después de consentir que se acusara públicamente a un testigo, cuando el testigo se presentaba para explicarse y defenderse, ha ordenado la sesión secreta. Afirmo que esto es un crimen más, un crimen que subleva la conciencia universal. Decididamente los tribunales militares tienen una idea muy extraña de la justicia.

Tal es la verdad, señor Presidente, verdad tan espantosa, que no dudo quede como una mancha en vuestro Gobierno. Supongo que no tengáis ningún poder en este asunto, que seáis un prisionero de la Constitución y de la gente que os rodea; pero tenéis un deber de hombre en el cual meditaréis, cumpliéndole, sin duda, honradamente. No creáis que desespero del triunfo; lo repito, con una certeza que no me permite la menor vacilación: la verdad avanza, y nadie puede contenerla. Es hoy cuando el asunto principia; hoy cuando las posiciones de cada uno quedan marcadas: a un lado los culpables, que no quieren la luz; al otro los justicieros, que daremos la vida por que la luz se haga. Cuanto más duramente se oprima la verdad, más fuerza toma, y la explosión será más terrible. Veremos cómo se prepara el más ruidoso de los desastres.

Yo, acuso al teniente coronel Paty de Clam como laborante —quiero suponer inconsciente— del error judicial, y por haber defendido su obra nefasta tres años después con maquinaciones descabelladas y culpables.

Acuso al general Mercier por haberse hecho cómplice, al menos por debilidad, de una de las mayores iniquidades del siglo.

Acuso al general Billot porque, habiendo tenido en sus manos las pruebas de la inocencia de Dreyfus, se ha hecho culpable del crimen de lesa humanidad y de lesa justicia con un fin político, y para salvar al Estado Mayor comprometido.

Acuso al general Boisdeffre y al general Gonse por haberse hecho cómplices del mismo crimen, el uno por fanatismo clerical, el otro por espíritu de cuerpo, que hace de las oficinas de Guerra un arca santa, inatacable.

Acuso al general Pellieux y al comandante Ravary por haber hecho una información infame, una información parcialmente monstruosa, en la cual el segundo ha labrado el imperecedero monumento de su audacia infantil.

Acuso a los tres peritos calígrafos, los señores Belhomme, Varinard y Couard por sus informes engañadores y fraudulentos, a menos que un examen facultativo los declare víctimas de una ceguera de los ojos y del juicio.

Acuso a las oficinas de Guerra por haber hecho en la prensa, particularmente en L’ Eclair y en L’ Echo de París una campaña abominable para cubrir su falta, extraviando la opinión pública.

Y, por último: acuso al primer Consejo de Guerra por haber condenado a un acusado, fundándose nada más en un documento secreto, y al segundo Consejo de Guerra por haber cubierto esta ilegalidad, por orden, cometiendo el crimen jurídico de absolver conscientemente a un culpable.

No ignoro que, al formular estas acusaciones, arrojo sobre mí los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de Julio de 1881, que se refieren a los delitos de difamación. Y voluntariamente me pongo a disposición de los Tribunales.

En cuanto a las personas a quienes acuso, debo decir que ni las conozco, ni las he visto nunca, ni siento particularmente por ellas rencor ni odio. Las considero como entidades, como espíritus de maleficencia social. Y el acto que realizo aquí, no es más que un medio revolucionario de activar la explosión de la verdad y de la justicia.

Sólo un sentimiento me mueve, sólo deseo que la luz se haga, y lo imploro en nombre de la humanidad, que ha sufrido tanto y que tiene derecho a ser feliz. Mi ardiente protesta no es más que un grito de mi alma. Que se atrevan a llevarme a los Tribunales y que me juzguen públicamente.

Así lo espero.

Dignáos recibir, señor Presidente, mi profundo respeto.

Emilio Zola.

París. Enero 13 del 98.

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