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Torre de Babel Ediciones

Valoración del fin de los templarios

Destino de los bienes de los templarios 

HISTORIA DE LOS TEMPLARIOS

    ► Catálogo de los grandes Maestres templarios

CONCLUSIÓN

Historia de los caballeros templarios - Valoración del fin de los templariosDe todo lo dicho parece deducirse que aunque todos los templarios en general fueron acusados de delitos enormes e increíbles, el Papa en el concilio de Viena, lejos de apoyar la extinción de la Orden en estos crímenes, declaró que no podía fundarla en los procesos. Sin embargo S. S. tendría para determinarla causas sin duda poderosas y justas.

A primera vista parece que las acusaciones de que les hacían cargo eran absurdas, siendo difícil concebir que todos los individuos de una milicia religiosa fuesen a la vez ateos y hechiceros, que profanasen la imagen de Jesús crucificado, y que adorasen una cabeza de madera con una gran barba, con otras cosas tanto o más ridículas y criminales que éstas. Las confesiones que les arrancaron en la tortura no probarían otra cosa sino lo bárbaro que era el uso de la cuestión.

El procurador general de la Orden, el hermano Pedro de Bolonia, hizo presente en diferentes peticiones y memoriales que no era verosímil que los templarios renegasen de la religión en que habían nacido para adorar a un ídolo, en especial no obligándoles a ello ningún motivo de interés; aun, decía, era más increíble que los que se presentasen para entrar en la Orden no se horrorizaran al presenciar tan abominables misterios y no los revelasen. Hizo también presente que Felipe el Hermoso había prometido por escrito la libertad, la vida y buenas recompensas pecuniarias a los caballeros que voluntariamente se reconociesen culpados, y que a aquellos que no cedieron a las promesas, ni se asustaron de las amenazas, se les hizo padecer crueles tormentos. Añadía que quedaba justificado que habiendo caído enfermos muchos templarios en las cárceles, protestaron una y mil veces a la hora de su muerte, con señales indudables del más vivo y sincero arrepentimiento, que eran falsas las declaraciones que les habían exigido, y que sólo las habían hecho para libertarse del cruel trato que se les daba; que ninguno de los templarios presos en los demás reinos católicos, fuera de los estados en donde mandaba Felipe el Hermoso, habían declarado las abominaciones que en Francia se les imputaban, en donde, concluía, ya de antemano se había resuelto y preparado el perderlos con cuantos medios pudo inventar la fuerza y el engaño.

Hablando un historiador francés de este suceso dice:

«jamás creeré que un gran maestre y tantos caballeros, entre los cuales había algunos príncipes, todos ellos dignos del mayor respeto por su edad y grandes servicios, fuesen reos y autores de los absurdos y abominables delitos que les imputaban. No es posible que yo conciba que una orden entera de religiosos, renegase en Europa de la religión cristiana, por la cual combatía y derramaba su sangre en Asia y África, habiendo aun muchos de sus caballeros que gemían en duro cautiverio en poder de los turcos y árabes, prefiriendo más bien morir en aquellas mazmorras que renegar de su religión. Últimamente, añade, es difícil e imposible que deje de creer a más de ochenta caballeros que al morir ponen a Dios por testigo de su inocencia».

Millot, también francés, dice:

«que había fuertes razones para extinguir una Orden que se había hecho inútil a la iglesia, gravosa al público, peligrosa por su mucho poder y sus escándalos. Pero cuanto más justa era la causa en sí, continua este escritor, tanto más sorprende el modo como se hizo».

El presidente Henault, hablando de este suceso dice:

«que fue horroroso, ya apareciesen ciertos los delitos, ya fuesen supuestos».

Sus mayores crímenes fueron sin duda sus riquezas, su poder, una especie de independencia de todo gobierno, y algunas sediciones que habían excitado en Francia, con motivo de haber Felipe aumentado el valor nominal de la moneda, al mismo tiempo que disminuyó el intrínseco, mal aconsejado de Estevan Barbete, superintendente de las casas de moneda y hombre malvado, según nos lo pintan los escritores franceses, en cuya alteración de moneda habían los templarios perdido sumas considerables. Se les acusaba también de haber facilitado dinero a Bonifacio VIII cuando sus contestaciones con Felipe el Hermoso; y todos los historiadores convienen en que este monarca era implacable en sus venganzas. Feijoó acusa a este príncipe de muy avariento y de conciencia estragada; y el cardenal Baronio le llama impío A rege importuno, pariter ac impío

Los mismos historiadores franceses, al paso que celebran la viveza de su ingenio, sus elevados pensamientos, la firmeza de su ánimo y su carácter franco y caballeresco, se ven precisados a confesar, por otra parte, su avaricia, su rigor que rayaba en crueldad, y el ilimitado poder que concedió a codiciosos e insolentes ministros. Una prueba incontestable del carácter arrojado y vengativo de aquel soberano la tenemos en sus escandalosas desavenencias con el papa Bonifacio VIII, odio que conservó aun después de la muerte, llegando hasta el extremo de querer que fuese condenada su memoria y quemados sus huesos.

«Y si a este monarca, dice Feijoó, no le faltaron cuarenta testigos todos contestes para calumniar tan atrozmente a un soberano pontífice, considérese si le faltarían hombres malvados para probar los delitos de los templarios por falsos que fuesen».

El abad Trithemio atribuye también su extinción al recelo con que los príncipes católicos, y principalmente Felipe el Hermoso, miraba el poder y riquezas de esta Orden.

Bossuet dice que los templarios fueron castigados con inaudita crueldad y añade, como hemos referido ya, que no sabe si hubo en este castigo más avaricia y venganza que justicia.
Defienden a más la inocencia de los templarios Juan Villani, el Bocaccio, San Antonino de Florencia, Papirio Mason, y otros muchos célebres historiadores. Nuestro Feijoó lo hace abiertamente, acriminando al rey de Francia, y respondiendo en cuanto a la autoridad del Papa y del concilio, que éste nada resolvió, y que el sumo Pontífice más bien intervino en su extinción como soberano que como juez, procediendo a ello tal vez por fuertes causas o motivos políticos que debía tener.

Mas a pesar de todo esto, es preciso también confesar que los templarios habían extremadamente degenerado de las virtudes de sus piadosos fundadores, y que los votos de pobreza, castidad y obediencia que hacían al entrar en la Orden no eran ya para muchos de ellos más que palabras vacías de sentido. Sus cuantiosas riquezas les hicieron, según algunos, tan arrogantes y orgullosos, que no sólo rehusaron obediencia al patriarca de Jerusalén, sino que, aun añaden, amagaron elevarse sobre las mismas testas coronadas, llegando a hacerles la guerra, saqueando y usurpando indiferentemente las tierras y bienes de los cristianos, como las de los infieles. Otros añaden, cosa a la verdad increíble, que se unieron alguna vez con los últimos para batir o destruir a los primeros, como dicen sucedió cuando dieron al Soldan de Egipto los medios de sorprender a Felipe II, que había pasado a la Tierra santa, y cuya presencia en aquellos países no les era nada grata.

La vanidad y orgullo de la mayor parte de los templarios llegó a tal extremo, que pasó a proverbio entre algunas naciones la expresión «más orgulloso que un templario» refiriendo acerca esto un dicho particular de Ricardo I de Inglaterra.

«Los templarios no tardaron en hacerse ricos y poderosos, dice el abate Ducreux en su Historia eclesiástica, y su primer fervor se disminuyó bien pronto. Olvidaron el servicio de la religión para sólo pensar en engrandecerse por medio de las conquistas y granjearse grandes rentas a expensas así de los cristianos, como de los infieles. La fiereza, el orgullo, la independencia, las malas inclinaciones, y todos los excesos de una vida brutal y licenciosa, en breve hicieron perder de vista a aquellos religiosos el piadoso objeto de su instituto. Abusaban de los privilegios que hablan obtenido; despreciaban a los obispos, no haciendo caso de sus reconvenciones bajo el pretexto de no estar sujetos a su jurisdicción. Tampoco lo estaban al Papa, a quien sólo obedecían en lo que les era favorable. No observaban los tratados con los infieles, lo que muchas veces daba lugar a venganzas y a represalias muy funestas. Algunas veces se ligaban por interés con ellos para hacer la guerra a los príncipes cristianos que hubieran debido auxiliar como estaban obligados por sus votos. Apenas había corrido la mitad del siglo XII cuando los obispos, justamente indignados de una conducta tan poco conforme a unos religiosos, se quejaron amargamente a la Santa Sede. Fuchero, patriarca de Jerusalén, de cerca de cien años de edad, hizo con este objeto un viaje a Roma en 1155 con varios prelados latinos de Asia. Pero en vano se tomaron tanto trabajo, pues a pesar de las buenas intenciones y luces de Adriano IV, Papa entonces, el Patriarca y sus compañeros se vieron obligados a repasar el mar sin haber obtenido justicia».

Flores también supone que fueron extinguidos por los enormes crímenes que se les comprobaron. Sus costumbres licenciosas, efecto en parte de la vida militar y caballeresca, habían excitado contra ellos el odio, el aborrecimiento y las quejas de los pueblos; mientras que sus inmensas riquezas, su espíritu inquieto y turbulento, siempre dispuesto a fomentar intrigas y sublevaciones, habían alarmado a los soberanos, y hacían necesaria e indispensable una reforma en la Orden. A esta medida, que parece hubiera sido la mas prudente y sabia, hizo preferir tal vez el deseo de apoderarse de sus riquezas, una supresión general de la Orden, acompañada en algunas partes de medios estrepitosos y bárbaros, que no ponían a cubierto ni la razón de estado, ni los crímenes atroces con que tal vez los que se apoderaron de sus riquezas quisieron infamar su memoria. La disposición de Su Santidad, que, como hemos visto, mandaba que los bienes de los templarios pasaran a la orden de los caballeros de San Juan de Jerusalén o de Malta, no se cumplió en Francia sino en apariencia. Estos caballeros es verdad obtuvieron los beneficios, pero el rey se quedó con el dinero, que se dice ascendía a doscientas mil libras, cantidad exorbitante en aquellos tiempos. Su hijo Luis exigió todavía después sesenta mil libras más de los posesores de los bienes de los templarios, obligándoles últimamente a cederle los dos tercios del dinero de los templarios, los muebles de sus casas, los ornamentos de las iglesias, y todas las rentas vencidas desde el día 13 de octubre de 1307 hasta el año de 1314, época del suplicio de los últimos templarios

Opinan también algunos historiadores que lo que acabó de determinar la extinción de los templarios fue la resistencia que éstos pusieron siempre que se trató de reunir las tres órdenes militares de San Juan de Jerusalén, Teutónica y del Temple. Esta incorporación se consideraba como el único medio de quitar la emulación y contiendas que hubo entre ellas; habiendo acudido varias veces a las armas unos contra otros con gran mortandad de los combatientes y grave escándalo de los verdaderos fieles, atribuyendo algunos autores a sus continuas enemistades las malas resultas que se experimentaron en las guerras que sostuvieron los cristianos en Oriente.

Intentó ya hacer esta reunión Gregorio X, en el concilio de León, y Nicolao IV después de la pérdida de San Juan de Acre, que se atribuyó a las disensiones que nuevamente se suscitaron entre los caballeros de las órdenes militares, pero no pudo verificarse. Más adelante Bonifacio VIII deseaba lo mismo, y tuvo que desistir también de su idea, como lo expuso el gran maestre que era entonces de los templarios, cuando Clemente V le consultó acerca el mismo proyecto. Este último Papa, con su total extinción obtuvo mucho más de lo que intentaron y no pudieron conseguir sus antecesores.

Creen otros, y no sin fundamento, que el empeño que manifestó el rey de Francia en destruir y aniquilar aquella Orden fue una causa poderosa, principalmente en aquéllos tiempos, para que el Papa, que entonces residía en Aviñon, ciudad de Francia, se acabase de resolver a extinguir esta religión caballeresca.

El fausto, esplendidez y regalo en que vivían en general los templarios, disipando los grandes bienes y riquezas destinadas al alivio de la Tierra Santa, pudo inclinar también a Clemente V a ponerlos en manos de la orden de San Juan de Jerusalén para su mejor y mas propia inversión. Los delitos atribuidos a los templarios, aunque no probados, daban motivo razonable, como dice un sabio escritor eclesiástico español, para extinguirlos, fundado en que una vez infamada la Orden, no podía ser ya útil a la cristiandad; y por todas estas y otras razones, aun suponiendo inocentes a los templarios, añade Feijoó, podía S. S. usando de la plenitud de sus derechos extinguir aquella religión sin obrar contra justicia.

Tal fue pues el origen, progresos, y fin de la Orden de los caballeros del Temple, la primera y más antigua de las órdenes de caballería, y sin duda también una de las más ricas y poderosas que han existido, la cual tan solo subsistió 194 años desde que Hugo de Paganis se juntó en Jerusalén con sus compañeros en 1118, hasta que Clemente V la extinguió en Viena el día 12 de marzo de 1312.

 

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