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Moisés González – Editorial Tecnos
 

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CAPÍTULO 3. FILOSOFÍA Y MODERNIDAD

 

Capítulo 1Capítulo 2Capítulo 4

 

Índice del tema

 

1. Los orígenes de la modernidad

     A comienzos de la era cristiana, la espléndida obra de la razón griega quedará oscurecida y en gran parte barrida por la fuerza y el  arraigo de nuevas formas de fe que, durante muchos siglos, ejercieron su dominio sobre la vida de los hombres. Pero el espíritu que había dado vida al pensamiento filosófico griego renacería con fuerza contribuyendo de forma decisiva a alumbrar un mundo en el que los seres humanos, en lugar de tener que atender a los imperativos de la religión y de la teología, buscaron proseguir el interrumpido proyecto que los filósofos griegos entendieron como «el orden de la razón». Este nuevo mundo en el que la razón, adjetivada cada vez más como «razón científica», sirve de base al sistema de convicciones de los hombres, es el que conocemos como Mundo Moderno
    El punto de partida del pensamiento y del mundo moderno no podemos ni debemos en justicia situarlo en el siglo XVII como si fuese posible que de un escolasticismo decadente y petrificado pudiese surgir de pronto la filosofía y la ciencia moderna que representan Descartes y Galileo. Fueron los hombres del Renacimiento los que, al declinar la concepción medieval, iban a romper con las tradiciones clericales de la Edad Media. El comienzo de tan trascendental período podemos situarlo alrededor del 1400, y podemos considerarle terminado hacia 1650, es decir, cuando ya ha triunfado la mentalidad moderna, esto es, el sistema de ideas, valoraciones e impulsos que desde entonces hasta nuestros días han constituido los principios fundamentales de la Edad Moderna. Durante este amplísimo período de tiempo el pensamiento europeo sufrirá una profunda transformación cuyo resultado final será la formación de una nueva mentalidad que produjo un cambio de equilibrio en la cultura, al que contribuyeron de forma conjunta humanistas, artistas, artesanos, literatos, comerciantes, filósofos, y hombres de acción, a los que corresponde el honor y el mérito de ser los iniciadores de la modernidad. 
    El Renacimiento es un período enormemente complejo y plural por la heterogeneidad de los elementos presentes en él, donde lo viejo y lo nuevo se entrecruzan y mezclan. Hay ciertamente en el Renacimiento, como no podía se de otra forma, una supervivencia de ciertos aspectos de la vida medieval, pero lo que le define y distingue es la germinación y desarrollo de una vida nueva que terminará dando sus frutos. El hecho de que los pensadores de esta época tengan clara conciencia de ello es precisamente lo que marca la distancia y separa de raíz al Medievo del Renacimiento.

      El hombre renaciente tiene una nueva imagen del mundo al que no ve como un lugar de paso, sino como algo valioso y bello, objeto digno no sólo de contemplación, sino adecuado para que, mediante su trabajo, el  hombre pueda construir en él su morada. Lo que hace que los hombres del Renacimiento sean auténticamente «modernos» es la exaltación de la dignidad y la grandeza del hombre, al convertirle en protagonista de su propio destino. Los humanistas y filósofos enseñarán que el hombre con su inteligencia y con sus manos es capaz de dominar las cosas y de organizar humanamente, esto es, de forma racional y libre, la comunidad a la que pertenece. 
     Esta capacidad creadora, que el hombre  es el único en poseer, es lo que hizo que muchos de los filósofos del Renacimiento abandonaran el símbolo medieval de Adán por el de Prometeo, inventor de todas las artes y los instrumentos de la vida civil. Un tema central de la literatura, del arte y de la filosofía renacentista es la del papel creador que desempeña el hombre, que de ser un simple juguete o espectador frente a las fuerzas cósmicas, pasa a convertirse en verdadero protagonista de su historia.

    En los círculos humanistas y filosóficos más renovadores de los siglos XV y XVI se fue consolidando un espíritu crítico desprovisto de prejuicios que impuso un cambio de rumbo en la historia del pensamiento humano al cuestionar el método de la tradición y las «autoridades» sobre el que se había basado gran parte del saber medieval, por un nuevo método de autonomía frente a lo recibido del pasado.

     El hombre renacentista quiere conocer y gozar de este mundo labrando su existencia en libertad, pero no al margen de Dios. Lo que sí existió ciertamente fue un verdadero proceso de secularización tanto en el pensamiento como en su actitud ante el mundo, pero eso no implicó la irreligiosidad ni el ateísmo, que fueron fenómenos raros en el Renacimiento. Dios estaba presente, pero los hombres se colocaron cara al mundo intensificándose cada vez más su interés por él. La religión se convierte, especialmente durante el siglo XV, en un asunto privado, adoptándose una evidente actitud de indiferencia y de desprecio hacia la autoridad de la Iglesia y de sus representantes. Esta es, sin duda, una de las raíces del protestantismo. Sin embargo, aún reconociendo que el protestantismo contribuyó a librar al hombre de la tutela de la Iglesia en sus relaciones con Dios, no hay que olvidar que la concepción luterana del hombre es tremendamente pesimista y desoladora dejándole atrapado en su culpa y pecaminosidad, angustiado con la conciencia de que su destino está fijado desde la eternidad y que nada puede hacer para modificarlo. Esta concepción del hombre es sin duda profundamente antirrenacentista y antimoderna. Fue precisamente este pesimismo determinista en la concepción del hombre lo que impidió a un humanista liberal como Erasmo el adherirse al protestantismo. Además no hay que olvidar que tanto la Reforma como la Contrarreforma son dos movimientos religiosos, esto es, que ven al hombre y al mundo desde una perspectiva de fe y no de razón  que es otro aspecto esencial que caracteriza al hombre moderno. El hombre del Renacimiento, de acuerdo con la tradición clásica, adopta una actitud racional ante el mundo, pero al no haber abandonado su fe religiosa mantiene una  escisión interior que sólo supera en la medida en que su fe es algo consuetudinario y  convencional.

     Los renacentistas adoptan una actitud que está en la línea de la tradición clásica, y efectivamente la renovación cultural que tuvo  lugar a finales del siglo XIV y comienzos del XV tuvo como lema el del «retorno  los clásicos». El humanismo filosófico sostenía ciertamente la necesidad de estudiar e imitar a los antiguos, pero no se limitaba en absoluto a glosarlos e interpretarlos, sino que veía en ellos auténticos modelos del uso autónomo de la razón. Al mirarlos como modelos del pensar y no como dioses omniscientes, sustituyeron el principio de autoridad, método que había sido utilizado en la Edad Media, por el de la libre investigación. Fueron precisamente los filósofos humanistas los que, debido a sus preocupaciones histórico-críticas, trataron de situar a los pensadores antiguos en sus dimensiones precisas, encuadrándolos en su propia época. Así, por ejemplo, Aristóteles es visto como un gran filósofo, pero no como la encarnación de la ciencia, y su pensamiento fue necesariamente limitado precisamente por ser  un producto histórico, ligado a determinado tiempo y lugar y surgido para responder a situaciones y problemas propios de su época. A medida que nuevos descubrimientos geográficos, científicos y técnicos fueron llegando, se pudo experimentar la limitación de las doctrinas de los antiguos, lo que provocó que se volviese la espalda a las teorías recibidas, y que la experiencia y reflexión personal se constituyesen en métodos imprescindibles del nuevo rumbo del pensamiento.   
      El sentimiento de la limitación de las teorías de los antiguos y de la enorme tarea que quedaba por hacer en el orden del pensar y del obrar, no supuso para los filósofos y pensadores renacentistas el desprecio o la indiferencia para el pensamiento de la antigüedad, muy al contrario valoraron muy positivamente sus logros, pero lo que sí hicieron fue apreciarlo en su justa medida, poniendo de manifiesto que los ingentes cambios ocurridos en su propio mundo exigían un nuevo saber que no podía ser hallado en la antigua filosofía, aunque sí buscaron y creyeron encontrar en ella un estilo autónomo de pensamiento que debía ser imitado. La superioridad de los modernos sobre los antiguos, que fueron un tema frecuente en el Renacimiento, se debe precisamente a que, como dicen algunos renacentistas, «subidos sobre sus hombros» , podemos divisar y ver más cosas,  pero también que dejaron ,muchas más por resolver y eso constituye la tarea que queda por realizar a los hombre de la nueva época.

     El nuevo orbe filosófico que surge en esta época permite separar claramente a la filosofía renacentista de la escolástica medieval tanto por las nuevas exigencias metodológicas como por cambiar la imagen de una filosofía que empieza a interesarse por investigaciones concretas y precisas en el orden de las ciencias humanas y en el de la naturaleza, pero sigue existiendo una problemática heredada en parte de la filosofía medieval cristiana, como, por ejemplo, la preocupación por el lugar que ocupa Dios en el esquema de las cosas. La filosofía humanista fue sólo el primer paso de un desarrollo intelectual en la línea de un pensamiento secular moderno. En el Renacimiento se dio una enorme importancia al hombre, a su dignidad y a su lugar privilegiado en el Universo, y estos aspectos son característicos de  esta época y no enlazan con influencias medievales, para las que la dignidad del hombre no descansaba en su libertad y capacidad de creer, sino en ser una criatura hecha a imagen y semejanza de Dios. En este sentido  puede decir con razón Ortega que «La vida antigua fue cosmocéntrica; la medieval teocéntrica; la moderna antropocéntrica»

2. El hombre protagonista de su destino

      La creencia, auténticamente humanista, en la potencia creadora del hombre capaz de modelar el mundo y su propio destino, frente a una concepción estática del hombre que dominaba en el Medievo y que veía a éste como un mero espectador en el conjunto de las fuerzas cósmicas y cuya alternativa era confiar en Dios, surgirá en el Renacimiento un nuevo concepto de hombre que, confiado en sí mismo, en su razón, en su capacidad de construir, debe convertirse en artífice de sí mismo y de su destino.
     Los textos de exaltación de la grandiosidad humana se compusieron en la Florencia del siglo XV y por encima de todos ellos destaca la famosa «Oración sobre la dignidad del hombre» de Pico de la Mirandola. La grandeza del hombre no reside en ocupar un lugar privilegiado en la estructura del universo, ni en la excelencia de su naturaleza que le convertiría en una especie de intermediario de todas las criaturas, ni se encuentra, ni reside en la capacidad inquisitiva de su razón, su grandeza no depende de su ser, sino de su libertad con la que el hombre puede hacerse a sí mismo a su gusto, esto es, convertirse en «libre escultor y modelador de sí mismo»
        El hombre no tiene una naturaleza fija, concreta y determinada
, su carácter milagroso reside precisamente en ser un punto de libertad total en el universo. El hombre tiene ante sí una infinidad de posibilidades y él mismo es una infinita posibilidad abierta, capaz de elegir por sí mismo lo que quiera ser, él es el artífice de su propia suerte. Para Pico es evidente que el hombre puede emplear mal su grandeza. No es lo mismo ser una cosa u otra y, por tanto, hemos de procurar no convertir en perniciosa la saludable opción libre que se nos otorgó. La libertad es una llamada hacia la perfección, hacia la plena realización, pero también puede convertirse en un proceso corruptor, y en este sentido la miseria del hombre radicará en el mal uso que haga de su libertad, pero de ninguna forma cree Pico, ni los demás renacentistas que están en su línea, que la depravación forma parte esencial de la naturaleza humana, ya que esa naturaleza no es algo dado y fijo. El mito del «pecado original» se desvanece. Los humanistas no creen que hayamos heredado ningún pecado de Adán, lo que sí afirman es que es posible que sigamos su ejemplo, es decir, podemos corrompernos con nuestro obrar, pero no somos seres depravados y corruptos. Esta concepción del hombre muestra una vez más la profundidad de la ruptura renacentista, con respecto a la concepción medieval, para la que fue precisamente el pecado de Adán quien hizo perder la dignidad natural al hombre; e igualmente pone de manifiesto la radical distancia que separa la concepción humanista del hombre, que está en la base de la concepción moderna del mismo, de la concepción que mantiene la Reforma protestante, tanto en Lutero como en Calvino, que niegan la grandeza del hombre e insisten en la pecaminosidad y depravación del mismo, tras la caída de Adán.
    La libertad, tal como la entiende Pico, no es una posibilidad vacía, cerrada en sí misma, sin horizontes, es una libertad para hacerse y para obrar, para elegir, para serlo todo, para abarcarlo todo, para apropiárselo y dominarlo. El hombre se hace a sí mismo actuando en el mundo, su destino es enseñorearse de la propia naturaleza y es precisamente en esta reestructuración y remodelación del mundo cuando se da un rostro propio; la huella que deja en el mundo con su acción y su trabajo, el oficio que en él desempeña, le permite tener una imagen y una faz propia. El hombre está íntimamente unido a la naturaleza y en esta relación puede dominar sobre los elementos y la naturaleza toda. «Si queremos podemos» proclama Pico; y la razón de ese poder es que al carecer de una naturaleza concreta, siendo libertad total, se encuentra fuera y por encima de la jerarquía de los seres y, por tanto, puede transformarlo todo y provocar la sujeción de todas las formas al hombre. 
    
Fue precisamente esta apasionada preocupación de Pico por la libertad lo que le llevó a luchar contra el determinismo astrológico, que consideraba que tanto el mundo histórico como el natural eran consecuencia necesaria del influjo de los cuerpos celestes. Es cierto que tal determinismo, tal como era defendido, por ejemplo en Pompanazzi, había alejado lo sobrenatural del mundo, liberando a los hombres del capricho de los dioses, pero éstos seguían atados al movimiento de los astros. Pico no acepta ningún tipo de determinación que le venga de fuera, ya sea material o espiritual. El hombre no tiene una naturaleza que lo ate o determine, él es el padre de sí mismo, resultado de su propia acción. 
     Con Pico la libertad se convierte en una auténtica categoría antropológica que afecta a todos los hombres sin distinción y esta radical novedad resultó ser una verdadera revolución que el Renacimiento  aportó a la modernidad. Cuando se habla en exclusiva de la «revolución científica» se suele olvidar que ésta fue posible gracias a la revolución antropológica que la precedió y que vio en la ciencia y en la técnica el instrumento imprescindible para la realización efectiva de esa libertad constitutiva del ser humano. Bruno, que al igual que Pico, está contra la astrología, afirmará que el verdadero cielo se encuentra en nuestro espíritu y que no podemos someternos a poderes ajenos a nosotros mismos.  Sólo los hombres regidos por las supersticiones y las falsas creencias tienen a los astros como soberanos supremos de su destino. Es preciso derribar esos supuestos poderes por los del hombre mismo, pero sólo será posible si desarrolla en sí mismo ese sentimiento heroico que le permitirá alcanzar su madurez y realizarse plenamente.
    

     Otra línea argumental en el Renacimiento: afirmando con la misma intensidad la excelencia del hombre, no la concibe como lo hacen Pico y sus seguidores.  La realización del hombre sigue estando en la libertad, pero una libertad entendida de forma muy distinta, en especial en lo que se refiere a la relación del hombre con la naturaleza, cuyo poder queda limitado por el inmutable orden de las cosas al que el hombre como todos los demás seres está atado.  Esta línea de pensamiento es la que se encuentra en Pompanazzi, máximo representante del aristotelismo paduano, y que está al mismo tiempo fuertemente influenciado por las corrientes humanistas. El va a defender una concepción de la dignidad del hombre que nada tiene que ve con la de Pico: en su libro «De incantionibus» en el que pretende reducir a causas naturales todos los fenómenos «maravillosos» o «milagrosos» que se atribuían a causas sobrenaturales, va a defender una concepción de la naturaleza rígidamente naturalista y determinista, siendo su determinismo de carácter astrológico, que afecta tanto al mundo natural como al humano. 
    
El orden de la naturaleza es único e indestructible y es vana ilusión soñar con estar por encima y más allá de él. El hombre está ligado y atado a la naturaleza y a la necesidad como todos los demás seres. En nombre de la razón científica, Pompanazzi polemizará y atacará con violencia a Pico al que acusa de moverse por razones extracientíficas creyendo que es posible escapar a la necesidad. Pero entonces ¿dónde está la excelencia de los hombres en esa concepción que les convierte de seres libres en esclavos: «el hombre se encuentra situado a mitad de camino entre las cosas mortales y las inmortales» ante todo, en su intelecto especulativo con el que puede conocer el  orden del mundo y el margen de libertad posible dentro de las leyes generales de la naturaleza; en segundo lugar, su excepcionalidad en relación a los demás seres de la naturaleza radica en su intelecto «operativo» o técnico que permite al sabio actuar fecundamente en el marco y dentro de los límites que le impone el orden universal. Pero especialmente  aquello que diferencia al hombre de los demás seres naturales y que le libera del sometimiento al orden natural es lo que él llama el tercer intelecto o «intelecto ético», o sea, la virtud moral, que podemos lograr en esta vida. Es el comportamiento moral el único que nos permite romper la compacta estructura de lo real, pero conscientes de que esa liberación tiene un límite temporal. Efectivamente Pompanazzi sostiene un punto de vista naturalista respecto al alma, sin que sea lícito pensar en una vida inmortal. La grandeza del hombre reside en su virtud moral que es recompensa de sí misma. Esa es la única y auténtica posible dignidad para todo ser humano. El valor de la vida humana no depende de la duración de  la misma, como dice Pompanazzi en su ensayo: «La cuestión de la inmortalidad».
 

     Mientras en Pico el hombre alcanza plenamente su fina para el que está destinado cuando se convierte en «libre escultor y modelador de sí mismo», exaltando la libertad, Pompanazzi, en cambio, reduce la libertad al marco de las inflexibles leyes generales de la naturaleza, y cree que el hombre se realiza como tal, afirmando su humanidad, cuando actúa moralmente. Frente a una concepción del mundo centrada en la humanidad que es entendida como libertad creadora por la que el hombre se distingue de la naturaleza y la supera y domina, surge otra centrada en la naturaleza, en la que el hombre queda negado como un simple elemento del todo. Son los dos polos de la filosofía del Renacimiento, que implican dos conceptos distintos del hombre. 

 

3. El hombre constructor de la sociedad política

     La confianza de los humanistas en el hombre se manifiesta también muy especialmente en la capacidad de construir la sociedad política, extendiendo el orden de la razón a las comunidades humanas, tratando de establecer un estado justo, capaz de superar los conflictos y conseguir el bienestar para la colectividad de los hombre. El compromiso político aparece de forma destacada en una gran parte de los escritos humanistas. Posiblemente la aportación más importante de  los  pensadores políticos del Renacimiento fue el descubrimiento de la humanidad como un todo, independientemente de la comunidad  particular a que dada uno pertenece. La humanidad estaba integrada por individuos vinculados entre sí en la medida en que todos y cada uno  formaban parte de una «especie humana» y unitaria. La sociedad humana esta integrada por seres libres e iguales (aunque sólo fuera formalmente), y los descubrimientos científicos y técnicos eran patrimonio de toda la humanidad.
    Ese mismo ideal de la unidad de la colectividad humana, explica las grandes utopías surgidas en el Renacimiento en las que se establecen normas para «toda» la humanidad en las que se aspira, como aparece claramente expresado en Campanella, a la creación de una República Universal («La Ciudad del Sol»). 
    
La misma idea de universalidad aparece en el pensamiento político de los humanistas florentinos de finales del siglo XIV y principios del XV. Todos los pensadores del Renacimiento coincidieron en que el orden político era obra de la comunidad humana y, por tanto, debía estar hecho a su medida, pero en lo que evidentemente no coincidieron era en cuál debía ser el ordenamiento social y político más adecuado par asegurar mejor el ideal de progreso y de libertad. Los más, como  Giordano Bruno, fueron entusiastas defensores de la incipiente sociedad burguesa y sostuvieron que el progreso, gracias al que los hombres se van emancipando paulatinamente de la naturaleza, se debe a la premura, al ingenio, a la sagacidad y al  esfuerzo de los individuos, de los que depende su fortuna. El interés de los individuos se convierte en norma reguladora del progreso social. Es evidente que esto conlleva una casi segura desigualdad entre los ciudadanos, pues «no todos pueden llegar al punto que pueden alcanzar uno o dos», pero esa esforzada carrera resultará un bien para toda la comunidad. Bruno es consciente que tal tipo de desarrollo genera el mal y la injusticia, pero también, y en mucha  mayor medida, el bien. El mal es algo inevitable y viene a ser el precio que hay que pagar por el progreso liberador.  

    
Los pensadores utópicos del Renacimiento, en cambio, sostuvieron que era posible un modelo de estructura social distinto, formado por seres libres e iguales, donde lo más útil para la comunidad fuese al mismo tiempo los más grato para el individuo. En la Ciudad Solar, dice Campanella, los hombres serán todos iguales en el trabajo, sin que se admita ningún tipo de esclavitud o servidumbre, e iguales también en el disfrute de los bienes. Nadie recibirá más de lo que merece, pero tampoco le faltará nada de lo necesario, disponiendo de todo aquello que contribuya a hacer grata su vida. 

    
En total oposición a las concepciones anteriores se halla el modelo de Estado concebido por el principal pensador político del Renacimiento: Maquiavelo. En su opinión, la condición imprescindible para una acción política adecuada es el conocimiento de los hombres; y Maquiavelo, en contra de la opinión mayoritaria de su época, cree que los hombres son por naturaleza malvados y perversos, sin que tal condición derive como en Lutero del pecado original.  Si esa es la materia sobre la que actúa la política, o sea, la naturaleza de los hombres, y si tenemos en cuenta que tal condición no puede ser nunca eliminada, pues el hombre tiene una naturaleza y pasiones constantes, el desorden, el miedo y la violencia resultan inevitables. Sólo el  Estado, esto es, el «orden estatal» puede garantizar una adecuada organización de la convivencia humana. Sólo la violencia del Estado, su poder soberano, puede frenar la violencia salvaje de los hombres y convertirse en garantía de la libertad de todos. Dada la característica bestialidad y barbarie del hombre, la convivencia social y el bienestar son siempre inestables. Tal tipo de inestabilidad puede ser combatida  mediante una buena legislación, un hábil y astuto político y una religión entendida simplemente como una fuerza social al servicio de la unidad y del bien público. 

    
En general, los filósofos del Renacimiento coincidieron en afirmar que eran los hombres los artífices de la «sociedad civil»

 

4. El camino hacia un pensamiento secular y libre

    El logro de la libertad de pensamiento, sin la cual no hubiese sido posible la ciencia ni la filosofía moderna, fue uno de los más preciados dones que los filósofos renacentistas nos dejaron. Pero  fue una conquista que lograron a costa de muchos sufrimientos: procesos como los de Galileo, largos cautiverios como el de Campanella, e incluso algunos terminaron sus  vidas en la hoguera como Bruno o Vanini, no sin que antes a este último el verdugo le cortase la lengua por blasfemo.
     Los filósofos renacentistas lucharon en todo momento por un pensamiento libre y autónomo, sustituyendo el principio de autoridad, que era la forma dominante en la época medieval, por el de la libre investigación. Los problemas debían comparecer para su posible solución ante un foro puramente temporal y mundano, esto es, ante el tribunal de la razón natural, el único que podía decidir.

    Con este espíritu, Pompanazzi proclamará la necesidad de retomar al puro Aristóteles como modelo a seguir en el uso de la razón científica. Afirma no necesitar en absoluto del mundo de la fe religiosa para fundar y construir, sobre bases propias y autónomas, la ciencia de la naturaleza, la psicología e incluso la ética. En ningún momento pretende conciliar el punto de vista de la razón con el de la fe, o disimular la evidente contradicción entre ambos, más bien parece querer acentuar el conflicto, llegando a sostener sin ambages en su libro «De inmortalitae animae» que toda la metafísica escolástica del alma es mera fábula carente de todo fundamento. La solución al conflicto no intentó hallarla en buscar soluciones de compromiso que siempre rechazó tajantemente sino en separar la filosofía de la fe. Sostuvo, pues la famosa teoría de la doble verdad, que , según sus palabras, venía a significar adherirse a la filosofía hasta donde lo quiere la razón y a la teología hasta donde lo quiere la Iglesia. Parece claro que en Pompanazzi tal teoría se presenta como la única forma de afirmar la independencia de la filosofía frente a la teología y evitarse además males mayores.    
     Que la apelación a la teoría de la doble verdad era en él algo meramente formal se pone de manifiesto por su teoría de las religiones como simples fábulas para gobernar a los pueblos, pues éstos son como niños que necesitan que se les induzca al bien y se les aleje del mal con la esperanza de premio y con el miedo del castigo.

    Al igual que Pompanazzi, pero desde una posición filosófica muy distinta, Campanella proclamará con tenacidad el derecho de cada cual a regir su propia vida, es decir, a pensar y vivir libremente. El principio de autoridad que ciega y paraliza las mentes y los corazones debía ser sustituido por el de la libre investigación. Su «pensa, uomo, pensa», expresa magníficamente todo un programa de vida que nadie tiene derecho a obstaculizar. Poner límites al pensamiento es enfrentarse al hombre, negándole el derecho a convertirse en la imagen  bella de Dios, e incluso es un delito contra Dios mismo que es «racionalidad suprema, de la cual por participación somos nosotros los hombres llamados seres racionales».
    
En sus poesías y sus cartas, escritas la mayoría de ellas en la cárcel, encontramos una denuncia contra la violencia que trata de esclavizar y someter al hombre y una defensa de la libertad y del pensar  sin trabas como derechos esenciales a todo ser humano. Cuando no hay razones para convencer se recurre a la violencia.

    En Giordano Bruno tenemos otro de los grandes filósofos renacentistas luchadores por la «libertad filosófica» en contra del dogmatismo, la intolerancia y contra la ignorancia especialmente peligrosa cuando se cubre con el velo de lo sagrado, y a la que él de forma sarcástica definió como «santa asinitá». Perseguido por todos, católicos y protestantes, tuvo que peregrinar a la fuerza por Europa en busca de un lugar donde exponer libremente su pensamiento. En Ginebra en el año 1579 estuvo a punto de ser llevado a la hoguera por los calvinistas, pero logró salvarse porque se retractó, cosa a la que años más tarde, cuando cae en manos de la Inquisición de Venecia -1592- y romana -1593-1600- se negaría por no estar dispuesto a renunciar a su «amada filosofía». El 8 de febrero del año 1600 se emite la sentencia definitiva que declaraba a Bruno «herético, impenitente, obstinado y pertinaz, y como tal degradado de todas las ordenes eclesiásticas,… «Y tanto perseveró en su obstinación que fue conducido por los ministros de justicia al «Campo de las flores», y allí desnudado y atado a un palo fue quemado vivo, acompañado siempre por nuestra compañía cantando las letanías y los Padres le pidieron hasta el último momento que abandonara su obstinación con la que terminó su miserable o e infeliz vida».

    El más famoso de todos los conflictos que tuvieron lugar en esta época estuvo protagonizado por Galileo y la Inquisición romana. La batalla que libró Galileo lo fue en defensa de la libertad científica buscando liberar a la ciencia del sometimiento a la teología, haciendo de ella un saber autónomo. En opinión del científico italiano, la ciencia y la fe se sitúan en campos completamente distintos y para él, como científico, por una parte, que confía en el valor de objetividad de la ciencia y como creyente católico por otra, debían ser perfectamente compatibles. El saber acerca de la naturaleza sólo se podía adquirir, opinaba Galileo, a través de un proceso continuo de investigación que nadie tenía derecho a obstaculizar. En las ciencias mandan los hechos y los argumentos y contra ellos nada podemos hacer.
    
La abjuración de Galileo, después de su condena en el proceso de 1633 por su defensa de las teorías copernicanas, fue el desenlace triste y lamentable de este episodio de la historia de la ciencia, pero ésta, como ya había pronosticado el científico italiano, siguió avanzando, sin que los obstáculos y condenas pudieran nada contra ella.
 

     Ese ambiente de represión intelectual no fue una constante durante todo el Renacimiento. En la primera época el ambiente fue de una gran tolerancia y libertad que acompañó al proceso de creciente secularización dándose una cierta coexistencia pacífica entre la religión por un lado y la ciencia y la filosofía por otro. En el siglo XVI el proceso de secularización se interrumpe y las iras de la represión se desencadenan. El momento clave de ese cambio de rumbo tiene un nombre: el Concilio de Trento (1545-1563). Con él triunfó la Contrarreforma y con él dio comienzo una etapa que puso fin al espíritu de tolerancia y libertad que había producido el primer Renacimiento. La Iglesia se lanzó no sólo contra la Reforma protestante, sino también contra la libertad filosófica y científica que podía poner en peligro en su opinión, la ortodoxia de la fe. La Iglesia que surgió de Trento, una vez derrotada la corriente humanista que vivía en el seno de la misma, trató de impedir a toda costa la libre circulación de ideas. El ambiente de asfixia afectó a todos los órdenes de la cultura sin excepción. La primera oleada represiva fue la más dura, convocándose a numerosos intelectuales ante la Inquisición.

5. Revalorización del mundo humano: el amor a la vida

     Uno de los grandes méritos que cabe asignar a los humanistas es la revalorización de toda manifestación de la vida., que recupera su preeminencia, valor y belleza. El tema de la muerte y la preocupación por el más allá pierden terreno. Los humanistas del primer Renacimiento no viven su vida pendiente de la muerte, convencidos con Epicuro que «mientras se vive no existe la muerte».  Nadie mejor que los personajes del «Decamerón» de Boccacio para expresar este nuevo espíritu vital, quienes en medio de los estragos de la peste y rodeados de la muerte por todas partes no se entregan  a penitencias y plegarias para bien morir, sino que parten juntos en busca de una vida de belleza y de placer. Nunca, mientras dura la peste, piensan en la posibilidad de morir.
    
Los humanistas insistirán en una revalorización plena y total de la vida mundana. Son famosas sus polémicas antimonásticas y antiascéticas, pues veían en esos ideales de vida un freno y mutilación de la vida. Es precisamente esa exigencia de integridad de vida lo que les lleva a exaltar el mundo de las pasiones y el valor del placer. Asistimos en esta época a un verdadero descubrimiento del cuerpo que deja de ser objeto de pecado para convertirse en objeto de goce y alegría. El hombre no es sólo alma, sino también cuerpo. El cuerpo recupera la inocencia perdida, de forma que en el Renacimiento desaparece la idea de un hombre que debe castigar su carne y su pasión, lo que significaría pecar contra la naturaleza que se agita y vive en nosotros.
    Los renacentistas tratan de superar la oposición entre carne y espíritu que había dominado en la Edad Media y que había escindido el amor en un componente sensual y pecaminosos y otro espiritual y sagrado. Se trata de separar los conceptos  de placer corporal con el pecado y unir lo bueno y lo placentero, pues seguir la naturaleza y vivir de acuerdo con ella no se podía ser una incitación al pecado, de forma que convenía abandonarse a ella con ingenua fe e inocencia para encontrar el goce y la alegría. Por eso al tiempo que se ensalza el  amor espiritual, se exalta igualmente el amor físico, que además de producir deleite y placer resulta fecundo para el género humano, en tanto que el ascetismo y la virginidad, además de negar y condenar la naturaleza que hay en nosotros, resultan estériles y vacíos. Precisamente esa unión de placer y de utilidad para la especie humana es lo que llevó a los humanistas en su polémica antimonástica a una exaltación del matrimonio 
       Pero los renacentistas vieron también en el amor la expresión del anhelo de belleza, o deseo de gozar lo que es hermoso. El culto a la belleza se convierte en un ideal de los más representativos de todo el Renacimiento. Fue en lo bello, en le reino del arte donde le hombre renaciente buscó y encontró la suprema liberación, la manifestación sublime de su poder y de su capacidad de creación. Los renacentistas, insaciables admiradores de lo bello, liberaron el arte de cualquier tipo de servidumbre y descubrieron el objeto bello como algo digno de admirarse y gozarse por sí mismo. El Renacimiento, en este sentido, se aparta de la doctrina medieval que ve en las imágenes artísticas una especie de «Biblia de los pobres y los ignorantes» y que consideraba al arte, al igual que a la filosofía, al servicio de la teología.
      El nuevo gusto estético se manifiesta también en los humanistas en su pretensión de escribir y hablar bien, que expresaba una determinada concepción vital, de refinamiento, de gusto por la forma y por las formas, de suprema elegancia estética. De ahí su desprecio de la «barbarie» de los medievales que no abarcaba sólo a su forma de escribir, sino a todo su ideal de vida.

     Sin embargo, no hay que considerar que los humanistas pretendieron sustituir  la naturaleza por Dios, incurriendo así en lo que se podría considerar un ateísmo teórico. No hay tal ateísmo en el Renacimiento, salvo en casos excepcionales. En realidad, lo que es dominante es la idea de considerar la obra de Dios, tanto la naturaleza como el hombre, como algo digno y valioso en su totalidad. Se trata de recuperar la inocencia y la pureza de lo que ha salido de las manos de Dios; de ahí que ir contra la naturaleza o mutilar al hombre es pecar contra Dios. La naturaleza y el hombre es obra de Dios y todo lo que es natural es divino y bueno. Los renacentistas no creen en el «pecado original» que corrompió la naturaleza y el hombre y que provocó en la Edad Media el desprecio del mundo. No hay pecado y, por tanto, tampoco corrupción o depravación y, en consecuencia, es posible frente a ese «desprecio del mundo» que es también un desprecio del hombre, proclamarlo, como hacen los humanistas, la alegría y el goce de la vida. No sólo el deseo carnal dejó de ser pecado, también dejaron de serlo la sed de riqueza y de poder. Efectivamente, los renacentistas valorarán los bienes terrenos, producidos por el trabajo del hombre. El ideal de la pobreza, ensalzada en la Edad Media, se convierte ahora en algo despreciable 

      De todas formas, conviene señalar que esa revalorización del mundo humano constituyó uno de los modelos básicos de conducta del Renacimiento, dominante en el ambiente de los humanistas del siglo XV, pero no fue la única forma de comportamiento vital que existió en la época. Persistieron actitudes tradicionales propias del ascetismo cristiano, prontas a resurgir con fuerza y arrasar esa especie de «epicureismo pecaminoso» que se había infiltrado por doquier, incluso en la corte de los Papas. La Reforma y como reacción la Contrarreforma trajeron una oleada religiosa de regeneración de un hombre que se decía corrompido por el pecado.

 

6. Nueva actitud ante la naturaleza

a) El mundo objeto digno de contemplación

     Consecuencia inmediata de la actitud positiva  ante el mundo fue el estudio de la naturaleza en busca de una imagen objetiva de la misma, cuyo resultado final dio lugar a la aparición de la ciencia moderna y del método científico experimental, fenómenos ambos que no hubiesen sido posibles sin el concurso del pensamiento renacentista, pues a ellos correspondió el mérito de intentar una explicación «natural» o «científica» del universo, al margen de cualquier tipo de recurso a lo sobrenatural. Sin embargo, la exploración científica de la realidad va a desarrollarse en os líneas de pensamiento perfectamente diferenciadas.

    La primera de ellas corresponde a la escuela paduana y tiene a Pompanazzi como máximo representante. Defiende una concepción naturalista del mundo que busca, utilizando  a Aristóteles como modelo, una descripción del orden universal en el que las fuerzas que ejercen su acción son siempre las mismas y su influencia se extiende al conjunto de los seres, incluidos el hombre y la sociedad humana. A pesar de que admite un Dios independiente de la naturaleza, ésta se explica por sí misma, pues Dios no actúa directamente, sino a través de lo acontecimientos y fuerzas naturales. En el mundo de Pompanazzi no hay lugar para acciones milagrosas, divinas o demoníacas. Los fenómenos «aparentemente milagrosos» pueden ser explicados por causas naturales, que él atribuyó a la influencia de los astros. Cuando Galileo reemplace el concepto astrológico de la causa por el físico-matemático, tendremos una ciencia exacta de la naturaleza. 

     La otra corriente de pensamiento que tiene como máximo exponente a Bruno, mantiene una concepción unitaria inmanentista de la naturaleza, descartando cualquier tipo de trascendencia al devolver a Dios al mundo y al defender, en consecuencia, una postura panteísta. Bruno concibe el universo como vida infinita e inagotable, esto es, Dios mismo presente en todas las cosas,. Esto es lo que explica que en Bruno el espíritu científico de todos sus escritos naturales vaya unido a una exaltación poética del universo, que respeta la objetividad de la naturaleza, pues la experiencia emotiva surge del conocimiento de la misma y no antes. Nadie como Bruno ha sabido marcar la distancia que va de la época medieval con su universo cerrado, finito, inmutable, definido, a la edad nueva con un universo infinito, abierto, rebosante de posibilidades.

b) El hombre dominador del mundo por su conocimiento y voluntad

     El Renacimiento entendió el saber no como mera contemplación sino como obra activa que buscaba apropiarse de la naturaleza para hacernos dueños de las cosas. Estamos ante un nuevo tipo de saber que, como dice Leonardo de Vinci, debe «ensuciarse las manos», añadiendo la obra al pensamiento. El saber, pues, debe ser operativo.
    
El hombre renaciente deja de ser el piadoso espectador de las maravillas de Dios para convertirse en un elemento activo que desea hacerse dueño del mundo mediante el poder que le da su conocimiento. El hombre pretenderá poner a su servicio a las fuerzas cósmicas, pero inicialmente, antes de que la ciencia moderna se consolidara, creyó encontrar en la magia la clave para conseguir su intento. La magia, llegó a ocupar un lugar central en el Renacimiento, al entenderlo como aquella actividad práctica capaz de transformar la naturaleza y de actuar sobre ella mediante el conocimiento de sus leyes y de las fuerzas que en ella existen. De esta forma la magia venía a ser como la cima de todas las ciencias, a la que correspondía aplicar el conocimiento a fines operativos, con lo que la actividad práctica y técnica del hombre va a adquirir una importancia extraordinaria. El mago, dirá Bruno, no es más que un sabio que sabe actuar y el mismo pensamiento es expresado por Pico en la tercera de sus «Conclusiones mágicas»: «La magia es la parte práctica de laciencia natural».

     Es evidente que tal concepción de la magia difiere profundamente del medieval a la que los renacentistas suelen definir como «demoníaca» o «falsa» y no pasa de ser pura superstición. La magia renacentista
se define a sí misma como «verdadera» o «científica» pues quiere ser un verdadero arte, basado en la observación y el conocimiento de la naturaleza, mediante el cual el mago es capaz de dirigir el curso de las cosas, convirtiendo al hombre en soberano y dueño de los poderes de la naturaleza.

     La vertiente científica de la magia renacentista aparece claramente en el pensamiento de Campanella que intentó expresamente reducir la magia a ciencia, llegando incluso a hablar, entre las distintas formas de magia, de la «artificial real», porque producía efectos reales. Sin embargo, el programa campanelliano de reducir la magia a ciencia fue imposible, y no sólo por el carácter excepcional del mago o por la carencia de un método preciso de conocimiento y de acción, sino porque la magia supone una concepción del mundo y del hombre con la que estará en completo desacuerdo la ciencia moderna. Efectivamente, el mundo de la magia es un universo vivo en todas sus partes. Esta imagen del universo será abandonada totalmente por la nueva ciencia en la que predomina una concepción mecánica del mismo. El mundo no es concebido como un ser vivo y divino, penetrado por distintas fuerzas o espíritus, sino más bien como un mecanismo de relojería divino, o como un sistema matemático orgánico tal como es presentado por Galileo

El primero que reaccionó de forma un tanto violenta contra la magia por ser totalmente incapaz de abrir al hombre el dominio sobre la naturaleza fue Leonardo da Vinci. Pero su concepción del saber es deudor del de la magia que se presenta a si misma como ciencia activa. Leonardo protestará contra el saber que se limita a contemplar y defiende la idea de un saber activo, que busca expresarse en obras. Frente a los discursos vacíos, a la mera pasividad contemplativa, él reivindicará el arte mecánica, la obra de las manos que es donde triunfa la dignidad del hombre como fuerza activa que se despliega en el mundo.

De igual forma la deuda de Francis Bacon en relación al pensamiento mágico parece evidente por su concepción de la ciencia como poder, que observa e interpreta la naturaleza para dominarla y construir en ella el reino del hombre. Para Bacon el progreso de las construcciones teóricas y el progreso de la condición humana van unidos: de ahí que él que pretenda una renovación total de la sociedad humana se esfuerce por una reforma de las ciencias y de las artes señalando con claridad los fines que deben guiar al conocimiento humano. La contribución de Bacon a la ciencia consistió sobre todo en poner de manifiesto el lugar que ocupaba en la vida humana.

c) De la magia a la ciencia: Galileo y el método científico

En la relación erótica del mago con la naturaleza, en la que todas las cosas se hallan conectadas entre sí por el amor, se basa la posibilidad de conocerla y operar sobre ella. Estamos ante la llamada magia «simpática» que ve en el amor la fuente del conocimiento y del poder humanos. Si comparamos la concepción de la naturaleza aquí supuesta y la función del hombre-mago que en ella actúa, con la de Galileo y el papel del científico-investigador habremos comprendido la distancia que separa la magia de la ciencia.

La naturaleza se presenta a Galileo como un sistema sencillo y ordenado, en el que cada acción es totalmente regular e inexorablemente necesaria. Esta rigurosa necesidad de la naturaleza resulta de su carácter fundamentalmente matemático: la naturaleza es el dominio de las matemáticas. El gran libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático, siendo sus caracteres los números, los círculos, los triángulos y otros elementos matemáticos. En consecuencia, el método de filosofar será buscar la verdad con razones claras y no mediante fantasías que a nada conducen. La razón científica no puede contenerse con aproximaciones poéticas o intuiciones de cualquier tipo, sino con experiencias sensibles y demostraciones necesarias, pues a la naturaleza, dice Galileo, no le gusta la poesía.
      El científico se sitúa ante la naturaleza, muy lejos de la actitud «simpática» del mago, con fría objetividad
, sabedor de sus limitaciones y de que la naturaleza no está hecha a medida del hombre y de su inteligencia.

     Galileo rechazará con toda claridad cualquier tipo de concepción antropomorfa y antropocéntrica de la naturaleza. Sin embargo, el punto que separa más radicalmente el pensamiento mágico del pensamiento científico, reside en la cuestión del método de investigación. Frente a lo que podríamos considerar como «anarquía metodológica» del pensamiento mágico para acceder al conocimiento teórico de la naturaleza, a partir del cual será posible pasar al momento práctico o de la acción, Galileo va a sostener un método único y preciso para la construcción del saber científico que debe apoyarse en rigurosas demostraciones. La existencia de diversas clases de magia, excluida siempre la magia diabólica, permiten el uso de diferentes métodos de interpretación de la realidad Se puede decir que en ella todos los métodos valen, con tal de que permitan acceder a la verdad, ya sea el razonamiento discursivo, la manipulación numérica, de los elementos, de las palabras o las letras como en la magia cabalística, la intuición simpática o la imaginación adivinadora. Para Galileo, sin embargo, el método científico es único y es aquél que parte de la experiencia sensible y concluye en las demostraciones necesarias. Si queremos hacer ciencia, habrá que partir del testimonio de los sentidos, anteponiendo la experiencia a cualquier razonamiento. Pero decir que hay que partir de la experiencia no quiere decir que ésta baste para construir la ciencia, pues entre el conocimiento de una verdad de hecho y el entender las cosas, hay una infinita distancia que requiere la construcción de «modelos teóricos» . El mundo de los sentidos, dirá Galileo, no es más que un jeroglífico, sin descifrar y por eso no puede haber ciencia, si, junto a las «experiencias sensibles,» no se llevan a cabo las «demostraciones necesarias» en las que la matemáticas se convierten en instrumento indispensable de prueba, pues sólo ellas pueden ofrecernos demostraciones que «fluyen necesariamente».

      Observación y demostración serán los dos elementos indispensables de su método científico, pero la experiencia juega siempre un papel relevante, pues la verdad es captada por la razón en y a través de la experiencia. El método científico de Galileo parte de la experiencia sensible y termina con la comprobación experimental de lo demostrado

      Galileo abordó de forma radicalmente nueva el estudio de la naturaleza, y dio lugar a la llamada revolución científica del siglo XVII, revolución que supuso una profunda transformación en el hombre europeo.

      Para Galileo, la verdad y la falsedad sólo pueden darse dentro del ámbito de la experiencia y cuando existan demostraciones matemáticas. Precisamente eso le llevó a distinguir entre «ciencias naturales» y lo que él llamó genéricamente «estudios humanos», que pueden ser útiles a determinado nivel, pero que no pueden constituirse en ciencia al no ser posible hablar en ellos de verdad o falsedad, por no usar demostraciones matemáticas. Galileo advierte la diferencia que existe entre el lenguaje propiamente filosófico y el científico. La ciencia necesita un lenguaje preciso y exacto que permita razonamientos rigurosos que hagan posible un saber fundado y seguro. No sucedía eso, en opinión del científico italiano, con la filosofía de la naturaleza de su época. Otro aspecto esencial que distingue a la vieja filosofía de la naturaleza de la de Galileo reside en los distintos conceptos de método y de demostración. Frente al recurso a los argumentos de autoridad por parte de algunos o a las especulaciones sin base en la experiencia y a las demostraciones faltas de rigor, Galileo elaboró toda una teoría de como deben ser el método y la demostración científica. Una cosa son los discursos de los filósofos naturales, y otra muy distinta, la severidad de las demostraciones geométricas que son las propiamente científicas.

      Finalmente, frente a las soberbias pretensiones de una filosofía que confiaba en conocerlo todo, y explicarlo todo, pero sin detenerse excesivamente en justificar adecuadamente sus rotundas afirmaciones, Galileo defenderá una concepción de la ciencia más humilde, que avanza paso a paso y con grandes dificultades. Se trata evidentemente de una auténtica revolución mental, de un cambio de rumbo en la tarea intelectual de los hombres. En definitiva, había que abandonar la filosofía especulativa por la ciencia experimental. Frente a la inmensidad de lo desconocido, de nada sirven los grandes sistemas metafísicos, sino el humilde y perseverante quehacer del científico que paso a paso puede esclarecer algunos de los secretos de la naturaleza.

      La confianza en la razón de los humanistas se ha trasformado en Galileo en la fe en la razón científica o en la ciencia sin más, y precisamente, en la medida en que el hombre moderno viven de la ciencia, esto es, hace que la ciencia sirva de base al sistema de sus convicciones, Galileo se convierte en iniciador de la Edad Moderna.

7. Progreso e historia

       El movimiento humanista introdujo una nueva modalidad de pensamiento historiográfico que rechazó la visión teológica y providencialista de la historia que había dominado en la Edad Media y que al basar la explicación de los distintos acontecimientos en la intervención de la providencia divina, había reducido la historiografía a mera crónica y narración de hechos milagrosos. La historia, con los humanistas, se convierte en un saber digno que busca descubrir los principios que rigen la sucesión de los acontecimientos humanos. Los humanistas presentan el acontecer histórico como un todo cuyo sentido era preciso dilucidare ello supone que la historia tiene una trama que corresponde descubrir al historiador. La mayoría de los renacentistas sostuvieron la idea del progreso histórico.

       Los autores que sostuvieron la idea del progreso creyeron que la raíz y cansa del mismo residía en el poder creador del hombre y en su voluntad para intervenir y definir el mundo de los acontecimientos humanos. Pero puesto que el progreso iba unido a la acción de los hombres, no se podía excluir la posibilidad de un retroceso o decadencia. Así, consideró Maquiavelo, la antigüedad clásica era mejor que la actual, pues la educación que recibieron los clásicos, basada en una religión que exaltaba a los hombres activos, es mejor que la religión cristiana que glorifica a los humildes y contemplativos que ponen el sumo bien en el desprecio de las cosas del mundo. La prosperidad de la Antigüedad y la miseria actual, afirma Maquiavelo se debe a la diferencia en las religiones.
      En las cosas humanas y en la historia no todo depende de los hombres. La fortuna juega un papel muy importante, en opinión tanto de Maquiavelo como de Guicciardini. Sin embargo, Maquiavelo se esforzó en demostrar que un alto porcentaje de los asuntos humanos dependen de su propia virtud, y, en consecuencia, dentro de la objetividad de lo real, conviene sacar el mayor provecho a las propias posibilidades. También Bodino concibe el desarrollo de la historia como un proceso de cambios sucesivos en los que la fortuna juega un papel importante. La voluntad humana, sin embargo, tiene también una gran trascendencia y si bien no podrá evitar que las construcciones humanas tengan una vida limitada, sí puede postergar ese derrumbe que un día inevitablemente ocurrirá.

Pero junto con la postura de pensadores como Maquiavelo, Guicciardini y Bodino, se desarrolló otra que no dudó en afirmar la posibilidad para el hombre de un progreso sin límites y sin condicionamientos de ningún tipo, dependiendo tan sólo el llevarlo a cabo, de su inteligencia, de sus manos y de su propia voluntad. Esta línea de pensamiento está representada por Pico, Campanella y Bruno. Para ellos, el hombre puede llegar a serlo todo, con su esfuerzo, voluntad y laboriosidad, el hombre puede convertirse en una especie de dios en la tierra.

 Sin embargo, una teoría de la cultura y una filosofía de la historia plenamente desarrollada no la encontraremos hasta la primera mitad del siglo XVIII con la «Ciencia Nueva» de G.B. Vico, pero se trata de una teoría de la historia que responde totalmente al espíritu del humanismo renacentista. La posibilidad de hacer de la historia una ciencia la fundamenta Vico en dos principios: el criterio de que conocemos sólo aquello que hacemos, y el principio que afama que la historia ha sido hecha por los hombres y, por tanto, puede ser por ellos conocida
     Vico ve al hombre como protagonista de la historia, como creador de su propio mundo, y eso porque la naturaleza humana es «esa divina facilidad de hacer» que ha permitido que los hombres «se hayan engendrado y producido en cierta medida su propia forma humana. Vico criticará a aquellos filósofos que él lama «monásticos» y que intentan comprender al hombre en abstracto, olvidando que es un ser esencialmente histórico. Ese error es el que a llevado a concebir al hombre como «razón pura» olvidando que no siempre ha sido tal como es hoy. Su naturaleza, su lengua, su derecho, sus formas de gobierno, sus instituciones, su forma de pensar, han ido originándose históricamente. Antes de llegar a poseer la actual naturaleza que Vico denomina «humana» y que «reconoce por leyes a la conciencia, la razón y el deber», el hombre tuvo una naturaleza poética creadora y después una naturaleza heroica. El olvido de éste hecho ha llevado a la incomprensión del hombre y de la historia misma, como Vico señala a propósito del racionalismo cartesiano. Vico considerará que el racionalismo a ultranza hacía ininteligible al ser humano y mutilaba la verdad de la historia.

      La critica del racionalismo hecha por Vico no consiste en la desvalorización de lo racional, sino que tiene por objetivo el valorar otras fuerzas del espíritu que están presentes y actúan en la historia humana. Se trata en realidad de reivindicar la validez de todo lo humano, que va desde la casi-animalidad de los primeros hombres, hasta una humanidad plenamente racional. El mundo humano no es sólo el mundo de las formas racionales, la historia humana es también el mundo de las formas prerracionales, de las pasiones, de los sentidos, de los instintos, de la fantasía. Todas estas son manifestaciones de un determinado grado de desarrollo de la mente humana, que marca la génesis y el ritmo fundamental de la historia. La civilización es la resultante del desarrollo y el progreso de la mente que va desde la espontaneidad primitiva hasta la razón más desarrollada, dando así vida a unas formas sociales cada vez más complejas y evolucionadas que manifiestan la conquista de una naturaleza humana «inteligente, y; por tanto, modesta, benigna y razonable, que reconoce por leyes, la conciencia, la razón y el deber».

     Por lo demás hay que tener en cuenta que cada época tiene o puede tener su propia «barbarie». Pero la caída no será definitiva, iniciándose un nuevo renacer de la especie humana.

 

     
     
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