Apéndice
al tomo Idea de principio en Leibniz,
redactado probablemente en 1947. Texto no incluido en las
Obras Completas, publicado en la
colección El Arquero, páginas. 375-378.
“La cosa es endemoniadamente paradójica pero, a la vez, sin remedio. Porque
elegir es ejercitar la libertad y resulta que eso
—ser
libres—
tenemos que serlo a la fuerza. Es la única cosa para la cual el hombre no tiene
últimamente libertad: para no ser libre. La libertad es la más onerosa carga que
sobre sí lleva la humana criatura, pues al tener que decidir, cada cual por si,
lo que en cada instante va a hacer, quiere decirse que está condenado a sostener
a pulso su entera existencia, sin poderla descargar sobre nadie. Si volvemos del
revés la figura de la libertad nos encontramos con que es responsabilidad. Esta
es la gran pesadumbre: todas las otras, las pesadumbres en plural, se originan
en ella. Al brotar de mi elección las acciones que componen mi vida resulto
responsable de ellas. Responsable, no ante un tribunal de este o del otro mundo,
sino por lo pronto responsable ante mi mismo. Porque si la acción tiene que ser
elegida necesito justificar ante mi propio juicio la preferencia, convencerme de
que la acción escogida era, entre las posibles, la que tenía más sentido. En
efecto, los diversos proyectos de hacer que de cada situación nos vienen
sugeridos no se nos presentan casi nunca como equivalentes. Al contrario, apenas
los descubrimos se colocan ante nosotros automáticamente, formando rigorosa
jerarquía en cuya cúspide aparece uno de los proyectos como siendo el que tiene
más sentido y por tanto el que habría de ser elegido. Si no fuera así, si los
varios proyectos de acción posible ostentasen igual dosis de sentido, si fuesen,
por tanto, indiferentes, no cabria hablar de elección. Nuestra voluntad se
posaría por un azar mecánico sobre cualquiera de ellos como la bolita de la
ruleta se queda en el alvéolo de un número: lo cual no es elección sino «buen
tun-tun». Elegir supone tener a la vista los diversos naipes que es posible
jugar: el óptimo, el simplemente bueno, el que no vale la pena y el que es
franco contrasentido. Ciertamente, somos libres para preferir este último, aun a
sabiendas de que no es preferible, pero no podemos hacerlo impunemente. La
acción insensata o que tiene sentido deficiente, una vez elegida, va a llenar un
pedazo incanjeable de nuestro tiempo vital, va a convertirse, por tanto, en
trozo de nuestra realidad, de nuestro ser. El albedrío nos ha jugado, pues, una
mala pasada. En vez de hacernos ser esa óptima realidad que era posible, en vez
de dar paso franco a ese mejor ser nuestro que se nos presentaba como el qué
teníamos que ser, por tanto, como el auténtico, los ha suplantado por
otro personaje inferior. Esto equivale a haber aniquilado una porción, mayor o
menor, de nuestra verdadera vida que ya nadie podrá resucitar porque ese tiempo
no vuelve. Hemos vulnerado nuestra propia persona, hemos practicado un suicidio
parcial y la herida queda abierta para siempre, mordiendo no sabemos qué
misteriosa entraña incorpórea de nuestra personalidad. Cualquiera que sea su
calibre tenemos conciencia de haber cometido un último crimen, del que esa
mordedura inextinguible es el «remordimiento». Los crímenes íntimos se
caracterizan porque el hombre se siente de ellos, a la vez, autor, víctima y
juez.
No hay orden de la existencia, mayúsculo o minúsculo, que no nos fuerce a optar
entre hacer las cosas de un modo mejor o de un modo peor. Y es ya pésimo síntoma
creer que el drama de la elección se da sólo en los grandes conflictos de
nuestra vida, en las situaciones que tienen trascendencia histórica. No: una
palabra se puede pronunciar mejor o peor y tal gesto de nuestra mano puede ser
más grácil o más tosco. Entre las muchas cosas que en cada caso se pueden hacer
hay siempre una que es la que hay que hacer.
Pero la división más radical que cabe establecer entre los hombres estriba en
notar que la mayor parte de ellos es ciega para percibir esa diferencia de rango
y calidad entre las acciones posibles. Sencillamente no la ven. No entienden de
conductas como no entienden de cuadros. Por eso tienen tan poca gracia y es tan
triste, tan desértico el trato con ellos. Esa ceguera
moral de la mayoría es el lastre máximo que arrastra en su ruta la humanidad y
hace que los molinos de la historia vayan moliendo con tanta lentitud. Son muy
pocos, en efecto, los hombres capaces de elegir su propio comportamiento y de
discernir el acierto o la torpeza en el prójimo.
En el latín más antiguo, el acto de elegir se decía elegancia como de
instar se dice instancia. Recuérdese que el latino no pronunciaría elegir
sino eleguir. Por lo demás, la forma más antigua no fue eligo sino
elego, que dejó el participio presente elegans. Entiéndase el
vocablo en todo su activo vigor verbal; el elegante es el «eligente», una de
cuyas especies se nos manifiesta en el «inteligente». Conviene retrotraer
aquella palabra a su sentido prócer que es el originario. Entonces tendremos que
no siendo la famosa Ética sino el arte de elegir bien nuestras acciones eso,
precisamente eso, es la Elegancia. Ética y Elegancia son
sinónimos. Esto nos permite intentar un remozamiento de la Ética
que a fuerza de querer hacerse mistagógica y grandilocuente para hinchar su
prestigio ha conseguido sólo perderlo del todo. Como esto se veía venir, combato
hace un cuarto de siglo bien corrido para que no se trate la Ética en tono
patético. La patética ha asfixiado la Ética entregándola a los demagogos, que
han sido los destructores de todas las civilizaciones y los grandes fabricantes
de barbarie. Por eso he creído siempre que en vez de tomar a la Ética por el
lado solemne, con Platón, con el estoicismo, con Kant, convenía entrarle por su
lado frívolo que es el más profundo, con Aristóteles, con Shaftesbury, con
Herbart. Dejemos, pues, un rato reposar la Ética y, en su
lugar, evitando desde el umbral la solemnidad, elaboremos una nueva disciplina
con el título: Elegancia de la conducta, o arte de preferir lo preferible. El
vocablo «elegancia» tiene además la ventaja complementaria de irritar a ciertas
gentes, casualmente las mismas que, ya por muchas otras razones previas, uno no
estimaba."
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Meditación de nuestro tiempo,
Curso de Buenos Aires 1928, páginas
228-238. No incluido en las Obras Completas. Editorial F.C.E.
“¿Pero qué es la elegancia? Al preparar esta conferencia he tropezado con unas
viejas notas que nunca he escrito, desarrollado ni comunicado, donde se intenta
responder a esa pregunta. Yo quisiera proponer sus ideas al juicio benévolo de
ustedes [...] haciendo una breve meditación de la elegancia [...]
Tal vez han olvidado ustedes que esta pregunta no surgió arbitrariamente y como
por escotillón. Hacía yo notar, y me interesa reiterarlo, que el aspecto tomado
por la vida en la casi totalidad de los pueblos europeo-americanos es hoy de una
belleza insólita, muy pocas veces lograda en los ámbitos históricos. Y esta
belleza más aún que vagamente tal debe ser denominada elegancia. Gente elegante
la ha habido siempre, lo cual debía bastar para que el hecho de la elegancia
hubiese atraído un poco más la meditación de los meditabundos, puesto que esa
persistencia desde los pueblos más primitivos hasta el día revela que es la
elegancia una dimensión o potencia esencial al hombre. A mí me bastaría saber
como sé, que Julio César fue un elegante y que cuidaba mucho de llevar desceñida
su toga justo un poco más que era uso, para que el tema me atraiga, porque si ha
habido en el paisaje de la humanidad figura de varón ejemplar, esencial y
completa ha sido la de éste.
Pero además, repito, si pensamos una hora cualquiera de la historia, estén
ustedes seguros que sorprenderemos en ella a alguien que es elegante, y junto
con él, a alguien que lo quiere ser. El elegante y su sombra, quiero decir su
snob inseparable, se ha definido en todos los momentos del pretérito.
Sin embargo, no es esta verdad demasiado trivial la que yo pretendía insinuar,
sino más bien, ser característico de nuestro tiempo lo que casi nunca ha
acontecido: que la vida del hombre medio sea ella elegante, que sea por tanto
elegante inclusive el que no lo es por su propio don.
Pero el señor que se entera siempre un poco tarde cuando nuevas maneras de mirar
se inician, oigo que me dice: esa es una observación digna de un cronista de
sociedad. [...]
Y bien, ¿qué importa? Si en la crónica de sociedad ha ido a perderse un cabo de
la verdad hasta ella iremos sin ascos, sin remordimientos ni nostalgia
abandonaremos las cátedras solemnes, los reverendos tratados donde la verdad
falte. Ciertamente, no es lo más verosímil que en una crónica de sociedad venga
a labrar su nido la discreción; pero tampoco es admisible huir a priori de lo
que hasta el día no ha sido consagrado por el respeto. De esta manera sería
imposible todo avance, todo nuevo enriquecimiento.
El hombre propende a no interesarse sino por aquellas cosas que se presentan
con un gesto solemne, con un ademán patético, con un pasado de tradición que las
consagra. De esta manera no podríamos avanzar. El pasado tiende a ahogarnos,
pretendiendo que juntemos en nuestro angosto corazón las admiraciones que por
separado han sentido los siglos. De este modo aconteciera que el mundo, todo él
plenitud, tendría que quedar consagrado al culto de lo que fue, y no quedara
lugar ni margen para que los hombres de hoy ni de mañana puedan vivir su vida
actual en contacto inmediato y fresco con las esencias puras del vivir.
Es preciso, por lo visto, que toda cosa traiga su gesto ritual, si no, no se la
cree, y de ordinario parece forzoso que el científico tenga un aspecto un poco
pedante para que se reconozca su ciencia o se vea en el rostro severo y macerado
del virtuoso la huella de su virtud. Pero esto tiene el inconveniente de que
facilita el fraude, y en efecto, en la evolución de toda cultura están
constantemente apareciendo gesticulaciones vanas, apariencias falaces de
inanidad como una vegetación parasitaria que va ahogando todo lo substancial y
auténtico.
Si la vida y la cultura misma no han de quedar estranguladas, es preciso que
sobrevengan épocas que poden todas esas excrecencias y prefieran quedarse sólo
con lo sustancioso y eficiente. Esas épocas, cuando llegan, tienen un aire
diabólicamente irrespetuoso, porque en efecto parecen decididas a no reconocer
sus privilegios a todas estas gesticulaciones y fraseologías y exigen,
perforando su cartón, la realidad que tras ellas pretende esconderse.
La irrespetuosidad superlativa de nuestro tiempo tiene, junto a otras a otras
raíces menos saludables, [...] una buena raíz que es esta: parece decidida a
que la vida se reduzca a su propia verdad, a desasirse de todo lo que no es
positivo y esencial. Se va como a una nudificación de la existencia.
Los jóvenes, con su inesperada y en este punto venturosa subversión, parecen
decididos a desechar toda frase y gesto ritual, convencidos de que lo
auténtico, —en ciencia, en arte, en moral—,
seguirá siéndolo, mejor aún, lo será más puramente si no se ampara en vanos
gestos y solemnes aspavientos. En suma, tomemos la solemnidad y retorzámosla el
pescuezo. Queremos que el hombre deje de ser cisterna y vuelva a ser manantial.
Y ahora veremos cómo el tema de la elegancia [...] nos insinúa gentilmente y sin
darse el aire de ello, hasta zonas profundas de nuestra vida. La elegancia es
una sutil calidad, gracia, virtud o valor que puede residir en cosas de la más
varia condición. En la matemática hay soluciones elegantes, y en la literatura
elegantes expresiones. Pueden ser elegantes ciertos utensilios y manufacturas
humanas, la forma de un jarrón, la línea de un automóvil, la fachada de un
edificio, el gálibo de un yate, el corte de un vestido. Pero también son
elegantes ciertas cosas de la naturaleza, el perfil de una serranía, el álamo en
forma de huso, la planta de un caballo o de un toro. El hombre puede poseer la
elegancia en la figura de su cuerpo, pero también en su
alma o modo de ser; y hay gestos elegantes y hay acciones que lo son, puesto que
existe una elegancia moral que no es igual a la simple bondad u honestidad. En
fin, hasta hay sentimientos elegantes, porque es curioso recordar que dos seres
tan distantes en todo como Aristóteles y la reina gótica doña Blanca de Navarra,
coinciden casi en las palabras de esta misma frase: «la melancolía, propia de
toda alma bien nacida, la melancolía es un sentimiento elegante; no lo es la
tristeza».
¿Lo ven ustedes? Todo tema es agradecido. Ha bastado que diéramos un pinchazo
con el pico de la atención en la desdeñada crónica de modas para que la
elegancia escapándose de ella amenace invadir el mundo. Como que ahora lo
difícil es no perderse en tan vasto y multiforme panorama y dar con la nota
esencial y única que infunde la elegancia en tantas y tan distintas cosas
elegantes.
¿A qué llama el matemático solución elegante de un problema, demostración
elegante de un teorema? Nótese que a la matemática le interesa estrictamente
resolver y demostrar. Como las soluciones y demostraciones inelegantes a la
postre lo logran lo mismo que las elegantes, quiere decirse que la elegancia
matemática rebasa de las virtudes estrictas de la matemática, que es algo
superior o por lo menos ajeno a esta ciencia, y que viene súbitamente a
resplandecer y penetrar dentro de ella. Se dice que una demostración es elegante
cuando se consigue probar un teorema con el menor número de ideas intermediarias
[...]
Pues bien, yo diría que la elegancia matemática consiste en hallar la línea
intelectual más corta entre un teorema y su demostración. Donde se elimina lo
sobrante hay elegancia.
Entonces, se me hará observar, la elegancia matemática es simplemente economía
intelectual. Se trata con ella de ahorrar esfuerzo, de suprimir elementos
innecesarios. Pero aquí nos encontramos con lo peregrino y sustancioso del caso.
El matemático sabe muy bien que la economía lograda por la elegancia es
prácticamente mínima e inoperante y, en cambio, se da cuenta de que su emoción y
su entusiasmo por el sesgo elegante de un razonamiento son provocados
precisamente por lo contrario que un ahorro de esfuerzo. Lo que aplaude es que
el elegante ha sabido hallar una prueba la cual por ser más breve es
precisamente más difícil de encontrar, por tanto, que ha empleado un sobrante de
fuerza intelectual más allá de la requerida, que ha hecho, pues, sin aparente
esfuerzo algo más difícil y superfluo. Y, en efecto, la prueba elegante es la
manifestación de un intelecto rebosante y elástico, que supera la dosis exigida,
que representa un exceso de potencia, un hijo de la mente. Hay otras formas
opuestas de manifestarse este lujo y esta sobra de potencia, por ejemplo, la que
consiste en complicar excesivamente los problemas. Entonces no hay elegancia.
Por lo visto, reside ésta en la expresión sobria de una lujosa, exuberante
capacidad que la matemática no necesita, que le es añadida y como regalada. Ya
el hecho de que en una ciencia como ésta donde todo anda sometido a rigorosa
disciplina, que tiene unas maneras y unos hábitos tan conventuales aparezca de
pronto esta palabra elegancia, siempre fragante de aromas mundanales nos indica
que bajo ella el matemático siente un entusiasmo más que matemático, la jocundia
de percibir en medio de su severa labor la pura dote vital del hombre que es el
talento, no el talento como facultad especializada sino
como poder primario y universal fuente inagotable de que preceden los otros
talentos menores y forzosos.
Si ahora nos preguntamos en qué consiste la elegancia atribuida a la línea de un
automóvil o al perfil de yate nos encontramos con lo siguiente: son ambos
artefactos creados para resbalar velozmente el uno sobre las calzadas, el otro
sobre la espalda del mar. Ahora bien, nos parece que el automóvil ha llegado a
su línea más elegante cuando visto en sección tiene la figura de rectángulo
alongado y tendido sobre su lado mayor. Parejamente el yate ha de ser largo y
estrecho. ¿Es esto un azar? Sabido es que el hombre no puede mirar una figura
geométrica sin inyectar en sus puras líneas exánimes cierto dinamismo; que no
podemos ver una columna bajo un frontis sin verla dotada de un esfuerzo que la
hace sostener el frontis ni a éste sin sentir su gravamen, su pesadumbre
actuando sobre el cuerpo gentil de la columna. Quiere esto decir que las figuras
en el espacio son siempre representación de fuerzas, expresión de algo dinámico.
Como la fuerza del automóvil ha de ejercerse en sentido horizontal su expresión
más adecuada será una figura tendida y alargada, y de las figuras tendidas y
alargadas la más simple es el rectángulo. Tenemos, pues, en materia tan distante
de la matemática como es un automóvil el mismo módulo de elegancia: la expresión
más sobria de una de una máxima potencialidad, de un poder activo y funcional.
Antes era la función resolver problemas, ahora es deslizarse sobre un elemento,
tierra o aire.
Pero es evidente que este dinamismo vital del automóvil no existe en él sino que
nosotros desde nuestras propias sensaciones corporales lo proyectamos en el
artefacto. Esto me importa mucho: sólo en la medida en que sentimos un objeto
como viviente podemos descubrir en él elegancia. La fuerza meramente mecánica no
puede encontrar manifestación elegante. Dicen que un día podrá desintegrarse el
átomo y que la fuerza desarrollada por tal desintegración será mayor, en tan
minúsculo trozo de materia, que en toda una mina de carbón. No obstante, ese
átomo no será nunca elegante porque su dinamismo no es vital. Por lo visto la
elegancia es exclusivamente atributo y gracia de la vida.
Ello es que la elegancia primaria es la del animal y la superlativa la del ser
en quien la vida culmina: el hombre, y del hombre ante todo la de su corporeidad
donde residen las funciones vitales decisivas. Y bien ¿qué figura de varón es
más elegante? No hay duda: el hombre alto y sobrio de carnes,
—es
decir—,
el rectángulo vertical y la figura más simple. Lo elegante de un cuerpo es su
esbeltez. En ella, con volumen de la forma más sencilla
se manifiesta la plenitud de potencias zoológicas elementales, la agilidad, la
elasticidad, la energía, muscular etc. En cambio, la figura de la mujer suele
quedar oscurecida [por] la gracia y la belleza que son calidades muy diferentes
de la elegancia. A mi juicio se debe esto a que no estimamos, no nos interesa la
mujer preferentemente por su funcionalidad, por su capacidad de cumplir esta o
la otra actividad. No la vemos como puesta al servicio de nada, sino quieta en
si misma, inactiva, dando a la atmósfera la irradiación odorante de su ser, no
la utilidad de su hacer. Creo haber sido el primero en formular que el hombre
vale por lo que hace y la mujer por lo que es; que la más fértil actuación de
ésta no consiste en afanarse por uno o lo otro, sino en una peculiar pasividad
aparente, en un estar y ser, como la rosa en el rosal.
Y representa una inesperada confirmación de esta idea el hecho de que la
elegancia corporal, no la indumentaria, trasparece menos en la mujer que en el
hombre. En éste nos importa siempre lo que es capaz de hacer y agradecemos
complacidos que su esbeltez declare con la figura más sencilla el máximo de su
poderío corporal.
No es posible seguir recorriendo casos de elegancia: quede el análisis para que
los curiosos del tema lo prosigan y completen. Algo sería, sin embargo,
necesario decir de la elegancia del traje; pero sólo para ingresar en el tema
tendríamos que hacer no pocas preparaciones. Las ideas que abundan sobre lo que
es la vestimenta y su origen en la especie humana andan tan lejos de lo que es y
fue la verdad, que no habría manera de entenderse respecto a la historia y
significación del traje y sus variaciones.
Piensen ustedes que de todas las ideas la más errónea es justamente la más
extendida, según la cual sería el origen del traje utilitario, con una finalidad
práctica, de cubrirse ante la intemperie. Sin embargo, el hecho hoy bien notorio
por los trabajos de los etnógrafos es que el primer traje fue la pluma de ave
que pone sobre su frente el cazador, ciertamente que no con ánimo de cubrirse,
sino todo lo contrario, de descubrirse ante los ojos de los demás, de hacerse
notar. Sobre su frente, la pluma oblicua es el acento que
acentúa su persona. Y si no es la pluma es el collar de conchas, o de huesos o
de dientes de fieras. El collar, el primer traje, es decir que el primer traje
fue un adorno, que el traje comenzó por lo más opuesto a la utilidad y a la
práctica, por ser un ornamento, por ser un cuidado superfluo del cuerpo.
Está, pues, la idea recibida de
tal modo opuesta a lo que todos los estudios etnográficos recientes van
demostrando, que más vale no entrar en ello. Únicamente diré que este carácter
expresivo y no utilitario del cuerpo, simbólico de estados interiores, como era
simbólico el orgullo que siente el cazador por haber puesto su flecha debajo del
ala del ave rara, como es la pluma, es poder expresivo, cuando luego en la
historia se complica la existencia humana en sociedad, adquiere un valor
simbólico representativo de fuerzas vitales que ya no son las corpóreas ni son
puramente las íntimas espirituales, sino que son las fuerzas vitales sociales.
El traje elegante anuncia siempre un poderío social latente, el cual se
expresa en la forma más sobria. Toda elegancia es modulación más simple de una
moda dada, y la moda, a su vez, pretende expresar el bienestar de los círculos
sociales superiores.
Pero yo no oculto a ustedes que contra esta teoría de la elegancia hay una fatal
objeción. Si el prototipo de lo elegante es el cuerpo esbelto del varón y lo es
porque expresa toda un serie de potencias vitales lujosas, de extremo activismo,
de afán de movimiento, de carrera, de agilidad, de elasticidad, nos encontramos
con que en todo el Oriente lo elegante es la obesidad.
¿Cómo se compagina lo uno con lo otro? Fuera fatal para la teoría no hallar
salida ni compostura. En cambio, si esta teoría explica no sólo su norma europea
sino también su excepción oriental, habría conseguido lo más a que puede aspirar
una teoría, que es a un tiempo aclarar la regla y la excepción. En efecto, el
Apolo chino, el Dios de la literatura, es un mandarín obeso, ventripotente, que
con su corpulencia abruma a un caballito blanco. El Budha, retoño de la estirpe
más elegante, la de los Shahyas, es representado como una figura inactiva,
sentada, quieta, con formas tendientes siempre a la obesidad.
Pero más aún, en los libros indios, sobre todo en los libros de corte ritual, se
dice una y otra vez que el Mahapurusha, es decir, el gentleman, el hombre
distinguido, debe ser grueso para que se note que ha comido bien y no necesita
trabajar.
He aquí, pues, una forma de elegancia que expresa lo inverso de lo que expresaba
la elegancia occidental. Esta elegancia obesa anuncia afán de quietud, de
inactividad.
Pero ahora recordemos que por otras insinuaciones de espíritu y de historia
empezamos a comprobar que hombre de Oriente siente en su raíz misma el vivir en
dirección opuesta al occidental. Para el hombre de Occidente vivir es siempre
más vivir, actuar, moverse, tener una misión, intentar, afanarse. Para el hombre
de Oriente, por el contrario, vivir, lo que anhela y siente en el vivir como un
ideal es todo lo contrario. Vivir, para él, es desvivir, vivir cada vez menos
sentir en cada instante menos su individualidad que a él le parece un pecado y
un dolor, afanarse únicamente por disolver la personalidad, la individualidad en
la unidad múltiple, en el océano de la vitalidad universal. Por eso, todo el
ideal del Oriente acaba en el Nirvana, en el dejar de ser, lo que para el
Occidente es símbolo de muerte y negación de vida.
Es justo pues que quien, en las raices mismas de su
sentimiento vital prevea la existencia y la idealice como un ir dejando de ser,
como una aspiración a la profunda quietud, simbolice en la elegante obesa esta
renuncia al vivir, este afán de desvivir. En uno y otro
caso, siempre es el afán, la capacidad o dinamismo vital peculiar, sea positivo
o negativo, el que se manifiesta y el modo de manifestarse en la elegancia
consiste en la sobriedad: es máximum y mínimum.
Hay un lugar en Dante en el cual, para representar unas almas todo llama que
están cubiertas como por una atmósfera, gas o nube blanca, dice de ellas que
«parva fuocco dietro all'alabastro»: parecen fuego tras de alabastro. He aquí, a
mi modo de ver, el lema de toda elegancia: ser fuego y parecer frígido
alabastro, ser actividad y dinamismo y frenesí y parecer contención y dominio y
renuncia: la elegancia «parva fuocco dietro all'alabastro».”
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