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Torre de Babel Ediciones

José Ortega y Gasset – Introducción a su pensamiento – Racio-vitalismo – Razón Vital

BREVE INTRODUCCIÓN AL PENSAMIENTO DE ORTEGA Y GASSET

Por Javier Echegoyen Olleta

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París, 1938

I. VIDA, ETAPAS Y OBRAS

Primera etapa: objetivismo

Segunda etapa: perspectivismo

Tercera etapa: racio-vitalismo

II. LA IDEA DE LA FILOSOFÍA

Principio de autonomía

Principio de pantonomía

La filosofía es un saber teórico

La intuición, método de la filosofía

III. EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO: LA SUPERACIÓN DE LA MODERNIDAD

La edad moderna: racionalismo e idealismo

El realismo

Metáfora del sello y la cera

El idealismo

Metáfora del continente y del contenido

Metáfora de los «dioses conjuntos»

La circunstancia

IV. LA VIDA, REALIDAD RADICAL

La realidad radical en el sentido epistemológico

La realidad radical en el sentido ontológico o metafísico

La noción de vida

Las categorías o atributos de la vida

1.Vivir es saberse y comprenderse

2.Vivir es encontrarse en el mundo

3.La vida es fatalidad y libertad

4.La vida es futurición

V. EL PERSPECTIVISMO

El objetivismo o dogmatismo y el escepticismo o subjetivismo

Error de estas teorías

El perspectivismo, propuesta de Ortega

VI.Las creencias, su importancia para la vida

VII.LA NUEVA IDEA DEL SER

La vida como realidad metafísica primordial

El ser de los entes como sentido

El ser de los entes como construcción humana

VIII. LA NUEVA IDEA DE RAZÓN

La razón vital

Imperativos de la razón vital

El raciovitalismo

La razón histórica

La razón pura y matematizante. Sus límites

Diferencias entre explicar y entender

La razón que describe los sentidos del mundo humano

El enfoque historicista

I. Vida, etapas y obras

José Ortega y Gasset nació en Madrid el año 1883, en el seno de una familia estrechamente relacionada con el mundo de la cultura y el periodismo. Su abuelo materno fundó el periódico «El Imparcial», del que su padre fue director y en el que Ortega comenzó sus colaboraciones periodísticas. Estudia con los jesuitas, los estudios primarios en Málaga y después en Deusto, licenciándose finalmente en Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid. En 1904 consigue su doctorado en filosofía en la misma universidad con su tesis Los terrores del año mil. Crítica de una leyenda

Aunque la cuestión de las etapas en la evolución de su pensamiento es controvertida, si aceptamos la clasificación más conocida, la de Ferrater Mora, hay que señalar sus viajes a Alemania (semestre de verano -1905- a Leipzig, semestre de invierno -1905-1906- a Berlín; semestre de invierno -1906-1907- a Marburgo) como el elemento determinante de la primera etapa, el objetivismo, que llega hasta 1914, fecha de publicación de Meditaciones del Quijote. Ortega siempre estuvo interesado por la filosofía pero en estos años de formación le vemos vacilar respecto de su futuro intelectual y académico: en su correspondencia sugiere especializarse en filología clásica, pero en Leipzig parece que se decide por la psicología pues se matricula en varias asignaturas de esta materia y estudia con el fundador de la psicología experimental, Wilhelm Wundt. Nunca abandonó el interés por la psicología, llegando en su juventud a considerar la posibilidad de dedicar a ésta su vida profesional (al final de su segunda estancia en Alemania -Julio de 1907- reclama de sus familia información para presentarse a una cátedra de psicología en un instituto de Soria). Sin embargo sus intereses más marcados son los filosóficos, decantándose ya en Berlín por el estudio profundo de Kant. Tras su estancia en esta ciudad, vuelve otro semestre a Madrid y con una ayuda del Estado se traslada de nuevo y para el semestre de invierno (1906-1907) a Alemania, a Marburgo, buscando a los mejores representantes del pensamiento neokantiano, Herman Cohen y Paul Natorp.

Del neokantismo más que el contenido doctrinal asimiló el espíritu de su filosofía, espíritu que consideró muy fecundo para sus intereses vitales pero también para el futuro de España. Porque no hay que olvidar que una de las más importantes y constantes preocupaciones de nuestro filósofo fue la situación y destino de su país, como se hace patente en su correspondencia juvenil con su novia, familiares y amigos. Por ello, a su vuelta se propuso modernizar España. En esta época, y de acuerdo con el espíritu de la filosofía neokantiana, considerará que lo principal no es lo subjetivo y lo individual sino el ejercicio de la razón, ejercicio que nos vincula con el ámbito de lo objetivo, lo universal y de la ciencia (incluida la filosofía). De ahí que en su diagnóstico de España relacione todos sus males con el pernicioso influjo del catolicismo, el subjetivismo y el personalismo que cree encontrar en su patria. Estos males son una consecuencia del hecho de que España, a diferencia del resto de Europa, no ha entrado en la modernidad. Es preciso mirar a Europa, principalmente a Alemania, pero no para copiar formas particulares de su vida nacional sino para instalar en nuestra tierra la raíz que tan buenos frutos ha dado en el resto del continente. Por lo demás, España también puede aportar importantes cosas, básicamente su vitalidad y su arte. Europa no es tanto técnica ni desarrollo económico como cultura, educación y ciencia. La tecnología, y el desarrollo económico son una consecuencia de la teoría, del saber puro, y éste no se puede desarrollar en España. Es preciso una reforma radical en el alma española y en las instituciones educativas y culturales, particularmente las Universidades, centros de investigación y bibliotecas. En cuanto al alma de los españoles, Ortega exigirá de éstos lo que le enseño el neokantismo, la importancia de la disciplina intelectual, el afán por la objetividad, la claridad y el rigor. Y claridad y rigor no sólo en el ejercicio del intelecto sino también en el ejercicio de la voluntad.

En 1910 obtiene la cátedra de Metafísica de la Universidad Central de Madrid. En 1911 vuelve otra vez a Marburgo y tras este tercer viaje a Alemania su inquietud política y de renovación del mundo social le llevan a participar en la creación de la «Liga de Educación política» (1913) en donde pronunciará su importante conferencia Vieja y nueva Política (1914). Siguen sus colaboraciones en «El Imparcial». Aunque entre 1902 y 1913 no publicó ningún libro, pronto se convirtió en uno de los más destacados protagonistas del mundo cultural español por sus frecuente presencia con artículos y ensayos en revistas literarias y periódicos españoles y argentinos. De 1913 son también la conferencia Sensación, construcción e intuición y los artículos que componen Sobre el concepto de sensación en donde se manifiesta ya la influencia del movimiento filosófico que junto el neokantismo más va a determinar su pensamiento, la fenomenología.

  Segunda etapa de su pensamiento (1914-1923). 1914 es una fecha importante puesto que ese año publica su obra Meditaciones del Quijote, con la que da comienzo el perspectivismo. Aunque anticipada en Adán en el paraíso (1910), es en las Meditaciones en donde encontramos con claridad la teoría de las circunstancias y su complemento, la doctrina perpectivística. Culmina esta etapa El tema de nuestro tiempo (1923), en donde propone superar el racionalismo y la modernidad.

En esta fase encontramos dos conjuntos de ideas principales. Por un lado y respecto del problema de España, hay algún cambio significativo pues el filósofo madrileño lo concibe ahora desde el marco más amplio de la crisis de Europa. Ortega no solicita tanto europeizar España como modificar radicalmente toda la cultura europea, y el objetivo de su afanes intelectuales y políticos ya no es la modernidad sino la superación de la modernidad. A la base de la Europa actual encuentra el racionalismo y el idealismo, y puesto que Europa está en crisis, la solución (y la solución de los problemas de España) será superar el racionalismo y el idealismo.

Pero el conjunto de ideas más importante y que da lugar al título de esta segunda etapa se refiere a cuestiones más estrictamente filosóficas, a cuestiones metafísicas y epistemológicas, pues en este momento aparece la noción de circunstancia y, como un consecuencia de ella, la de perspectiva. En su artículo Verdad y Perspectiva (1916), incluido en el tomo primero de El Espectador, se enfrenta al relativismo y al dogmatismo: para el primero no es posible alcanzar verdades universales, puesto que la subjetividad ancla y limita el conocimiento en cada individuo; para el segundo la noción de perspectiva es absurda puesto que existen verdades universales; pero, alega Ortega, el único modo de captar la realidad es desde un circunstancia concreta, por lo tanto desde una perspectiva. El mundo no es materia, ni espíritu, ni ninguna construcción metafísica al modo de las grandes construcciones del Idealismo alemán, el mundo es perspectiva.

En esta época publica gran parte de los ensayos y artículos contenidos en los ocho volúmenes que componen El Espectador, España invertebrada (1921) y El tema de nuestro tiempo (1923), obra en la que presenta nuevos argumentos a favor del perspectivismo y la reivindicación de una razón incardinada en la vida. A la vez, sigue colaborando en periódicos y preocupándose por el desarrollo cultural e intelectual de España: en 1915 funda el semanario «España», en 1917 colabora en la fundación del diario «El Sol», en 1923 funda y dirige «Revista de Occidente» y la editorial del mismo nombre, editorial que hasta 1936 pondrá a disposición de los lectores españoles lo mejor que en Europa (particularmente Alemania) se produce en el mundo de la filosofía y las ciencias humanas.

     La tercera etapa de su pensamiento recibe el nombre de racio-vitalismo (que por cierto es el título dado por el propio Ortega y Gasset a su filosofía, junto con los de «doctrina de la razón vital» y «doctrina de la razón histórica») y transcurre desde 1924, año en el que aparece Ni vitalismo ni racionalismo hasta el final de su vida. Sería un error considerar que las nuevas ideas sustituyen a las anteriores (de hecho podríamos situarla también en 1923, fecha de El tema de nuestro tiempo y en donde ya aparece la razón vital) se trata más bien de una continuación o perfeccionamiento puesto que el raciovitalismo y la razón histórica (las dos grandes líneas de reflexión que ocupan a nuestro autor en esta etapa) no hacen otra cosa que extraer las consecuencias de su teoría de la circunstancia y del perspectivismo. En esta época los temas orteguianos girarán siempre alrededor de la realidad radical descubierta por nuestro autor, la vida, entendida no desde el punto de vista biológico sino experiencial y por lo tanto temporal e histórico. De ahí que la referencia a la historia se haga presente de modo palmario en esta fase, a la vez que la consideración del hombre como un ser que carece de naturaleza, que es historia, consideración en la que nuestro autor cifra la superación del racionalismo abstracto y de la modernidad.

     Las Atlántidas (1924), el folleto Kant (1924), La deshumanización del arte (1925), Filosofía Pura. Anejo a mi folleto «Kant» (1929), La rebelión de las masas (1930), obra por la que más se le conoce a nuestro filósofo en el extranjero, Historia como sistema (edición inglesa 1935, española 1941), Ideas y creencias (1940), son sólo una muestra de la fecundidad de su pensamiento en esta época.

Su compromiso social le lleva también al compromiso político: oposición a la dictadura de Primo de Rivera, dimisión de su cátedra en la Universidad tras el cierre de ésta, fundación de la «Agrupación al servicio de la República (1931) y diputado en las Cortes Constituyentes (1931). En 1936 comienza la guerra civil y el exilio de Ortega, primero en Europa (Francia y Holanda) y más tarde en Sudamérica, principalmente Argentina, y en Portugal. En 1945 regresa a España, pero no se incorpora a su cátedra de la Universidad. En 1948 funda junto con Julián Marías el «Instituto de Humanidades», en donde impartirá cursos, alguno de los cuales de tanta trascendencia como el publicado en 1957 El hombre y la gente. Muere en Madrid el 18 de Octubre de 1955.

Otras obras editadas tras su muerte: La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva (1958), ¿Qué es filosofía? (1958), Meditación de Europa (1960) Una interpretación de la Historia Universal, En torno a Toynbee (1960), Origen y epílogo de la filosofía (1960), Unas lecciones de Metafísica (1966), Sobre la razón histórica (1979) e Investigaciones Psicológicas (1982).

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II. La idea de la filosofía

      Podemos comenzar la exposición de nuestro autor describiendo su idea de la filosofía. En su obra titulada ¿Qué es filosofía? define esta disciplina como «el estudio radical de la totalidad del Universo», y presenta algunos rasgos principales que, a su vez, permiten aclarar la definición citada.

     La primera característica a destacar es lo que cabe llamar principio de autonomía: siguiendo a Descartes, Ortega mantiene que el filósofo no puede tomar prestadas las verdades conquistadas por otros saberes; al menos en lo relativo a las fundamentos de la investigación filosófica, debe admitir como verdadero sólo aquello que se le muestre a él mismo con evidencia. La filosofía debe utilizar como principio metódico la autonomía, el no aceptar ninguna verdad que ella misma no haya fundamentado, no debe apoyarse en dada anterior, no dar nada por supuesto («la filosofía es una ciencia sin suposiciones»).  Y es precisamente este afán por la autonomía de la filosofía lo que llevará a Ortega a la búsqueda de un dato que presente evidencia absoluta, de una realidad primera y radical (que como veremos será el vivir) y le conducirá a cuestionar las creencias más elementales desde el punto de vista de la actitud natural, de la actitud espontánea que fluye en la vida. En este sentido, la filosofía se aparta de la opinión («doxa») natural vigente en la vida y es siempre paradoja. El objetivo de este método es encontrar la realidad radical, el dato a partir del cual empezar la filosofía. La filosofía se presenta como un saber radical, lo cual conduce a no aceptar mas que aquello que se presente con total evidencia.

     La segunda característica vuelve a separar la investigación filosófica de la científica y Ortega la titula principio de pantonomía o universalismo: lo que habitualmente llamamos ciencias (biología, física, medicina, astronomía, química…) se interesan cada una de ellas por una parte de la realidad; la filosofía, sin embargo, lo hace por el todo, por el Universo en general, siendo éste la suma de «todo cuanto hay», el conjunto de todas las cosas, tanto las existentes como las meramente pensadas, imaginadas o deseadas; la filosofía se presenta como el saber universal en el sentido de que debe aspirar al universalismo. «Se trata de alcanzar el todo o Universo».  Podría objetarse que al filósofo también le interesa la ética, la estética, la teoría del conocimiento, la antropología, y que para su estudio estas disciplinas acotan una parte de la realidad. Sin embargo en estos casos también hay una diferencia sustancial respecto del enfoque de las ciencias particulares: por ejemplo, la psicología estudia cómo nosotros adquirimos conocimiento del mundo, pero en esta investigación, primero, trata los procesos reales de nuestra mente gracias a los cuales percibimos el mundo físico (si nos fijamos en esta forma de conocimiento), y, segundo, aísla esta capacidad del conjunto de la realidad; por el contrario, el filósofo hace una valoración de la pretensión humana de conocimiento y estudia el proceso cognoscitivo en relación con las cosas, con la totalidad; en este enmarcar una realidad particular en el conjunto en el que se inscribe, la filosofía descubre el sentido de las cosas, el ser presente en todas ellas. Esto quiere decir que para Ortega y Gasset la filosofía es lo que tradicionalmente se identifica con la ontología: el estudio del ser, en qué consiste el ser y las categorías principales del ser.

El filósofo debe comprender la realidad que estudie en su relación con el todo, en función del todo. La filosofía no trata todos los aspectos de las cosas, no trata sus aspectos particulares, y mucho menos su individualidad, descubre lo universal de cada cosa. Para caracterizar esta dimensión de la filosofía Ortega utiliza lo que él mismo acepta como expresión paradójica: «el filósofo es también un especialista, un especialista en universos».

La filosofía es un conocimiento teórico: por ser conocimiento es un sistema de conceptos precisos, basados en el ejercicio de la razón y disciplinado mediante la fidelidad a la lógica y a las reglas de la argumentación (Ortega está en contra del misticismo), y por ser teórico es un saber ajeno a la preocupación por el domino técnico del mundo pues la filosofía no da reglas concretas para la transformación de la realidad y la construcción de objetos. Si nos situamos en el nivel de la actitud espontánea o natural, y comparamos el resto de actividades que se hacen en este nivel con la propia filosofía, la filosofía se presenta como actividad desinteresada, puramente teórica y contraria a la vida, o al menos a cierta disposición espontánea del vivir que es preciso matizar: es una actividad con la que nos podemos ocupar, y en este sentido es, desde luego, un vivir e incluso puede dar lugar a una forma de vida; pero es un vivir muy particular: otras actividades, otros modos de vivir, consisten en el trato con las cosas, en transformarlas, quererlas, detestarlas, preocuparse por ellas. Pero la filosofía, ya se ha dicho, es teoría, es una actividad teorética y, por serlo, no es un hacer cosas; la filosofía no es una saber técnico ni una disciplina práctica que presente reglas cuyo cumplimiento nos permita el control y dominio del mundo. Cuando se vive la filosofía no se viven las cosas, se las teoriza, se las contempla,  «Y contemplar una cosa implica mantenerse fuera de ella, estar resuelto a conservar entre ella y nosotros la castidad de una distancia».  Además, hay otro sentido en el que la filosofía se aleja de la vida: la auténtica filosofía debe buscar el dato radical, lo incuestionable, pero el conjunto de cosas naturales y los demás seres humanos, el mundo exterior en suma, es dudable, por lo que no puede partir de él. Sin embargo, nuestras creencias vitales parten del hecho de la existencia del mundo exterior. Por tanto, la filosofía es contraria a nuestra creencia vital. En este sentido, filosofar es no-vivir  y por ello la filosofía es paradoja: llama Ortega «doxa» a la opinión que se forma espontáneamente y que es común a todos los hombres, a la opinión «natural». La filosofía debe buscar otra opinión o doxa más firme que ésta. Es pues «para-doxa», paradoja.

Sin embargo, no hay que creer que esta «inutilidad» de la filosofía la haga poco importante; antes al contrario; Ortega presenta dos razones que convierten a la filosofía en un saber imprescindible: por un lado, intenta satisfacer una de las dimensiones más importantes de la vida humana como es el afán por el conocimiento, la búsqueda de la verdad sobre el mundo, puesto que el apetito del conocimiento forma parte de las inclinaciones humanas más profundas e irrenunciables. Además, la filosofía tiene lo que podríamos llamar «utilidad existencial«: como indica con frecuencia, el hombre es un náufrago perdido en la existencia,  en su raíz está instalado en la desorientación y fragilidad ante el entorno o circunstancia; por esta razón, una de las tareas más urgentes e irrenunciables del hombre es la de orientarse, encontrar un sentido a las cosas y los datos que se le ofrecen en su experiencia, y para ello el hombre utiliza su pensamiento, hace ciencia y filosofía: «No es que al hombre le acontezca desorientarse, perderse en su vida, sino que, por lo visto, la situación del hombre, la vida, es desorientación, es estar perdido -y por eso existe la metafísica-» (Unas lecciones de metafísica). De este modo, el pensar tiene un alcance vital. La teoría, la pura contemplación se hace sobre el fondo del interés primordial por orientarse en el mundo. No nos es ajena la filosofía, como no nos es circunstancial el apetecer la verdad. El hombre, nos dice Ortega, es un «verdávoro», se alimenta de verdades porque necesita saber a qué atenerse. La filosofía aparece como consecuencia del afán humano por la orientación, por el sentido. Por lo demás, la teoría no descubre el universo sino que lo construye: «La metafísica no es una ciencia: es construcción del mundo, y eso, construir mundo con la circunstancia, es la vida humana. El mundo, el Universo, no es dado al hombre: le es dado la circunstancia con su innumerable contenido. Pero la circunstancia y toda ella es en sí puro problema. Ahora bien, no se puede estar en un puro problema… El puro problema es la absoluta inseguridad que nos obliga a fabricarnos una seguridad. La interpretación que damos a la circunstancia, en la medida que nos convence, que la creemos, nos hace estar seguros, nos salva. Y como el mundo o universo no es sino esa interpretación, tendremos que el mundo es la seguridad en que el hombre logra estar. Mundo es aquello de que estamos seguros» (Unas lecciones de metafísica).

Finalmente, no podemos terminar esta breve caracterización de la idea orteguiana de filosofía sin referirnos al método que se debe utilizar en las investigaciones filosóficas. En esta cuestión, de nuevo encontramos la influencia de Descartes, pero más aún de Edmund Husserl, el fundador de la fenomenología. Ortega considera que el conocimiento humano descansa en principios muy básicos que se alcanzan mediante actos simples de conocimiento a los que llama intuiciones. En ¿Qué es filosofía? nos dice nuestro autor que no debemos entender por intuición nada misterioso. Con esta palabra designamos, simplemente, un cierto tipo de vivencias: aquellas en las que nos es presente el objeto al que con nuestro pensamiento nos referimos. Los ejemplos más sencillos de intuición se sitúan en el nivel de la intuición sensible o percepción; cuando hablamos acerca de la realidad física sin tenerla delante, o, en el peor de los casos, sin haberla tenido nunca (es decir sin nunca haber percibido el objeto del que hablamos), entonces, nuestro conocimiento no está fundamentado en la evidencia sensible, carece de intuiciones fundamentadoras. Podemos pensar en el color naranja, y cuando vivimos en este pensamiento puede ocurrir que, además, veamos también un objeto naranja. Si lo vemos podemos decir que tenemos una intuición de dicho color. Ortega, siguiendo a Husserl, reconoce el mérito del positivismo: el positivismo estaba en lo cierto al exigir que sólo es aceptable aquello que se presente en nuestra experiencia, al rechazar toda especulación que descanse en meros conceptos y esté construida como en el aire. Es preciso plegarse a lo positivo, a lo dado. El problema es que el positivismo tenía una concepción estrecha de lo dado: como consecuencia de su dependencia del empirismo acabó identificando y limitando lo dado con lo que se ofrece a los sentidos. Ortega se separa de la tradición empirista, para la que sólo era posible la intuición sensible, la percepción, y considera que a nuestra mente también se le pueden ofrecer realidades de otro tipo que las sensibles, que a nuestra mente le es posible también otro tipo de intuición que la sensible. Hay que conservar este imperativo positivista de fidelidad a la presencia inmediata de las cosas, pero sin limitar lo dado a lo que se ofrece a los sentidos pues a cada tipo de objeto le corresponde un tipo de presencia distinto:  «…la justicia y el triángulo de la pura geometría, aunque se nos presentasen en persona no podrían nunca ser sentidos, sensibles, porque justamente no son colores ni olores ni ruidos.» (¿Qué es filosofía?, VI). Por esta razón su lema fue «frente a positivismo parcial y limitado, positivismo absoluto». Cada modo de realidad da lugar a un modo distinto de intuición: las realidades sensibles o corporales a intuiciones sensibles, y las realidades no sensibles a intuiciones no sensibles; junto a las realidades sensibles hay otros tipos de realidades u objetividades que pueden darse en persona, que pueden estar presentes ante la mirada del sujeto cognoscente.

La filosofía es un conocimiento que aspira a dar una teoría del mundo, y, como toda teoría, debe constar de conceptos, de proposiciones trabadas unas a partir de otras. Pero los conceptos que debemos formarnos de las cosas, nuestras proposiciones a las que dan lugar nuestros conceptos, tienen que descansar en evidencias, y como la intuición es la vivencia en la que está presente la evidencia, en intuiciones. De este modo, como se ha señalado ya, Ortega cree posible la intuición o conocimiento inmediato de la verdad también en otros ámbitos, como el de las objetividades matemáticas, o del mundo de los valores y, por supuesto, respecto de los grandes temas de la filosofía. Existe por tanto lo que podríamos llamar «intuición filosófica«: intuición porque es un acto de conocimiento privilegiado, la presencia inmediata de la verdad, y filosófica porque la objetividad que en este acto se muestra es un sentido filosófico. La filosofía no se puede construir a partir de meros conceptos, no es, no debe ser un conocimiento basado en la deducción a partir de la comprensión de los significados de los conceptos. La filosofía tiene que plegarse a los datos que se ofrecen en nuestra experiencia, debe descansar en intuiciones, y como en la intuición se ofrece la evidencia, en evidencias. El radicalismo de la filosofía no le permite aceptar para sus frases otro modo de verdad que el de total evidencia, fundado en intuiciones adecuadas. Esta preocupación orteguiana por plegarse a las cosas mismas, por no aceptar las construcciones teóricas, las realidades que descansan en especulaciones, sino atender a lo dado y describirlo con precisión, permite incluir a Ortega en el movimiento más general que llamamos fenomenología.

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III. El tema de nuestro tiempo: la superación de la modernidad

Una de las preocupaciones que recorren todo el pensamiento de nuestro autor es la de la autenticidad. La autenticidad es la fidelidad absoluta a lo que un sujeto realmente es. No encontramos una explicación sistemática de cómo es posible ser lo que no se es, pero ya desde sus primeros escritos Ortega muestra que este circunstancia es posible y que debe eliminarse de la vida: el auténtico imperativo moral es el de la necesidad de ser fiel a la tarea propia. Por ejemplo, en su correspondencia juvenil ya está presente la primacía de esta recomendación moral, y tanto en relación a su vida particular como a la de su novia e incluso a la más alta del destino de España. Y esto último porque su propuesta de autenticidad no involucra sólo la esfera de la vida individual, también abarca la vida colectiva: del mismo modo que cada individuo se enfrenta al reto de ser fiel a su propio ser, también la sociedad en su conjunto puede traicionar su destino o ser coherente con él. En función de sus peculiaridades históricas y culturales, cada época tiene una tarea fundamental que realizar y un destino, todo tiempo tiene una misión. Cuando los hombres no se preocupan por realizarla y continúan con las formas espirituales del pasado no viven «a la altura de los tiempos». Ortega considera que la nuestra no es otra que superar los principios básicos de la modernidad, superación que en el caso de España servirá además para la renovación de la vida política y social.

La edad moderna: racionalismo e idealismo

La época moderna y el espíritu filosófico que la sustenta está en crisis y debe superarse con nuevas creencias y nuevas formas culturales y vitales. Cada época está inspirada y organizada en ciertos principios. En el caso de la Edad Moderna, de sus formas espirituales, culturales y espirituales, el principio básico que Ortega encuentra es el de la subjetividad, y la filosofía que lo gesta el racionalismo y el idealismo. La superación del racionalismo y el idealismo no es una cuestión meramente técnica, que comprometa sólo al mundo de la filosofía, es aceptar el problema de nuestro tiempo, es aceptar nuestro destino; incluso creyó encontrar en ello la solución para los graves problemas de la España de su época. No todos los pueblos viven a la «altura de los tiempos», y esto es lo que, según Ortega, ha ocurrido con los pueblos mediterráneos, particularmente con España. España nunca ha sido totalmente moderna porque a España nunca le han interesado los principios rectores de la modernidad. Sin embargo, esta dificultad para ingresar en la modernidad puede ser una ventaja para instalarse en los nuevos tiempos. El principio en el que se inspira y organiza la Edad Moderna es la idea de la racionalidad y de la subjetividad, y si este principio es superado por otra idea más básica estaríamos ante una nueva época, y los pueblos que no se han integrado en la modernidad «tendrían probabilidades de resurgir en el tiempo nuevo. España acaso despertaría otra vez plenamente a la vida y a la historia».

Lo peculiar de el racionalismo y el idealismo se puede resumir en las siguientes tesis:

  • la razón es la dimensión fundamental del hombre;
  • la razón está por encima de las particularidades de cada sujeto, es una razón atemporal, capaz por tanto de vincularnos con verdades abstractas, atemporales, ajenas a cualquier elemento histórico y subjetivo, y en sus versiones más extremas, contraria a la vida;
  • esta razón ahistórica es el instrumento adecuado para el desarrollo de la filosofía, la ciencia, la moral y la política;
  • el mundo es un producto de la razón, y más exactamente, un dato que la razón, la subjetividad, encuentra dentro de sí misma; las cosas del mundo son contenidos de conciencia.

Frente a estos puntos de vista encontramos doctrinas opuestas: el idealismo tiene como contraria la tesis realista típica del pensamiento antiguo y medieval, y al racionalismo se opone el relativismo y el vitalismo irracionalista (el de Nietzsche, por ejemplo). Ortega considera que ninguna de estas dos oposiciones es correcta, que es preciso encontrar una solución a la disputa entre el racionalismo y el relativismo, entre el idealismo y el realismo. Y ello sólo es posible profundizando en el gran descubrimiento de la modernidad (la subjetividad). Para Ortega estamos en el umbral de una nueva época, la idea de la subjetividad es algo ya caduco, la modernidad ha concluido; de ahí que con frecuencia dijese que no quería ser moderno sino que se sentía un hombre «muy siglo XX». El tema de nuestro tiempo es la superación de la modernidad, ése es nuestro destino. «Abandonar el idealismo es, sin disputa, lo más grave, lo más radical que el europeo puede hacer hoy. Todo lo demás es anécdota al lado de eso. Con él se abandona no sólo un espacio, sino todo un tiempo: La Edad Moderna» (El tema de nuestro tiempo).

Ortega rechaza la visión de una razón ahistórica y transpersonal, pero sin proponer una actitud vitalista radical, al modo de Nietzsche, que subraye la irracionalidad de la existencia; como más adelante se explicará su «racio-vitalismo» reivindica una noción de la razón que no sea contraria a la vida, la razón vital. Su actitud respecto del idealismo es más compleja. Comienza señalando que en la historia del pensamiento se han dado dos interpretaciones opuestas de la realidad, el realismo y el idealismo. El realismo ha sido la interpretación dominante hasta la filosofía moderna y es la que goza de más predicamento entre los profanos, entre el común de la gente. Su tesis principal se puede desdoblar en las dos afirmaciones siguientes: la realidad es independiente de la conciencia o mente que se la representa o conoce; el sujeto cognoscente no construye la realidad que conoce. Esto quiere decir, por ejemplo, que la mesa que en este momento estoy percibiendo existe aunque nadie la perciba, y existe, al menos en lo fundamental, con los rasgos o características que se muestran en mi percepción. Para el realismo, los árboles, los animales, los montes y los valles, las personas, el Universo en su conjunto, está más allá de nuestra mente, y tiene una existencia propia, autónoma; existía antes de que nadie lo percibiera, lo conociera o se lo representara y seguirá existiendo así aunque todo ser capaz de conocer desaparezca. Cuando nos ponemos delante de una cosa y la percibimos, o cuando con nuestro pensamiento nos referimos al espacio exterior y decimos de él lo que la astronomía nos enseña, en ese decir alcanzamos el conocimiento, y si nuestra descripción es correcta, simplemente es un reflejo de la realidad. Nuestra mente es pasiva, es como un espejo fiel de la realidad (naturalmente cuando alcanzamos la verdad). Todo elemento subjetivo enmascara la realidad, deforma la imagen que ésta puede exhibir en nuestra mente. No es extraño que la metáfora que mejor muestra esta descripción de la realidad y el conocimiento sea la metáfora del sello y la cera: en la antigüedad cuando alguien quería certificar la autenticidad de un escrito marcaba sobre cera el sello de su anillo, dejando en ella su imagen; del mismo modo, cuando conocemos la realidad, esta impresiona sobre nuestra mente, deja su huella, siendo ésta la representación que concentra el conocimiento alcanzado.

El realismo parece ser la concepción de la gente corriente y la consecuencia de una disposición espontánea de nuestra mente. En Ensimismamiento y alteración Ortega destaca dos actitudes muy distintas respecto del mundo y la subjetividad: la primera y espontánea, y también la más común, consiste en atender de modo primario al mundo, dejarse llevar por sus reclamaciones, estar como fuera de sí (alteración); sólo después sobreviene la segunda posibilidad, el dejar de lado esta disposición y fijarse en uno mismo, en las características de la propia vida interior (ensimismamiento). Pues bien la actitud natural es la de alteración, y con ella la de subrayar la primacía de la cosas y el mundo sobre la subjetividad. Por esta razón de las dos propuestas filosóficas tradicionales la primera y más común, y la más propia de la actitud natural ante el mundo, es el realismo. Es también la que ocupó el pensamiento de la Antigüedad y la Edad Media.

Por su parte, idealismo defiende todo lo contrario: la realidad es una construcción de la subjetividad que se la representa, es inseparable de la conciencia que conoce. Esta concepción aparece con el descubrimiento de la subjetividad por Descartes (aunque este autor se sitúa aún en el realismo). Cuando explica la genealogía del idealismo, Ortega alega además una situación teórica y existencial que prepara el camino a este plegarse hacia la subjetividad, y la encuentra precisamente en el cristianismo (que sin embargo tiene también elementos tan poco modernos); el cristianismo construye una idea de Dios muy distinta a la del mundo griego; en aquella época lo religioso se presentaba como siendo más excelente que el mundo natural pero no totalmente opuesto a él. Por el contrario, el cristianismo introduce por primera vez la idea de un Dios radicalmente distinto a las cosas del mundo, la idea de un Dios opuesto a la Naturaleza, que no está en las cosas ni se muestra en persona en ellas. Pero si Dios no está en las cosas, no se muestra en la realidad, ¿cómo llegar hasta Él?; pues bien, mirando en nuestro interior, recogiéndonos en la intimidad de nuestro ser, centrándonos en lo más profundo de nuestro ser, ya que en este centro íntimo se refleja más puramente el ser de Dios que en las cosas físicas y exteriores o realidad sensible. El cristianismo enseñó el valor del recogimiento, del ensimismamiento, actitud totalmente necesaria para lo que después será la gran aportación de Descartes, el descubrimiento del cogito. No es extraño, nos dice Ortega, que el gran filósofo del recogimiento religioso, San Agustín, haya presentado también tesis muy próximas a las cartesianas.

Descartes, en su afán por dar con una verdad indudable y al exigir la vuelta hacia la mente para la fundamentación absoluta del conocimiento, descubre el ámbito de la conciencia, el mundo de la subjetividad. Pero plegarse hacia uno mismo tiene sus consecuencias; una de ellas, y no de las menos importantes, es la del carácter problemático que presenta el mundo como realidad independiente, y tal vez su pérdida. ¿Cómo entender aquello que se ofrece a la percepción y el pensamiento?; si resulta que la mente es muy distinta de lo que tradicionalmente llamamos realidad física, y ésta sin embargo se percibe y piensa, entonces la realidad física no será otra cosa que contenido de mi mente, una construcción de mi conciencia. De aquí una nueva metáfora, la del continente y el contenido. La conciencia o subjetividad es como un receptáculo en el que existen o están presentes las cosas del mundo. El idealismo subraya el papel del sujeto y concibe la realidad como un mero contenido de conciencia. Esta posición es incómoda, parecería que en ella el filosofo se siente como encerrado. No olvidemos que el propio Ortega estudió en Marburgo con los neokantianos Cohen y Natorp, pero que luego dejó de lado esta corriente en la que declaró haber vivido como en una cárcel, y lo hizo precisamente para volver a recuperar la realidad perdida; aunque esta recuperación no va a conducir a la ingenuidad de la tradición pues ya no será posible la vuelta al realismo. Pero tampoco es aceptable el idealismo; se trata más bien de mantener una posición de equilibrio entre el sujeto y el objeto, entre la mente y el mundo, entre el yo y las cosas. «Abandonar el idealismo es, sin disputa, lo más grave, lo más radical que el europeo puede hacer hoy. Todo lo demás es anécdota al lado de eso. Con él se abandona no sólo un espacio, sino todo un tiempo: La Edad Moderna.» (El tema de nuestro tiempo).

Metáfora de los «dioses conjuntos»

Para expresar su propuesta de una nueva idea del mundo, superadora de la modernidad, Ortega nos presenta la metáfora de los «dioses conjuntos»: en la Antigüedad se rendía culto a dioses que nacían, vivían y morían juntos, que eran inseparables y participaban de un destino común. Pues bien, lo mismo ocurre con la realidad; la realidad tiene dos caras, el mundo y el yo, la subjetividad y las cosas, y ambos extremos se necesitan mutuamente. Ni la realidad es una mera construcción del sujeto (este sería el exceso del idealismo), ni la realidad es algo independiente y anterior al sujeto (el exceso del realismo). Son dos extremos que se necesitan y no pueden darse uno sin el otro, ni separados el uno del otro. La tradición supeditaba el sujeto al objeto, la modernidad el objeto al sujeto; pero ni yo ni el mundo son seres substanciales, ambos se encuentran en correlación: «yo soy el que ve el mundo y el mundo es lo visto por mí». La verdad radical es la coexistencia, la interdependencia de mí con el mundo, por lo tanto, la vida. Nuestros conceptos tradicionales tienden a desvirtuar este dato radical, pues podemos estar tentados a considerar que la coexistencia quiere decir el estar presente una cosa, una substancia, una al lado de otra. Ortega nos exige asumir hasta el final la idea de la correlación: la realidad no es estática, no existe el mundo como una substancia y la subjetividad como otra substancia. El mundo no existe por sí mismo, con independencia de mi yo, ni mi yo como algo independiente del mundo y vinculado con él sólo de forma accidental. El mundo es mundo sólo en su esencial relación con mi subjetividad, y mi subjetividad solo es tal en su esencial relación con el mundo, el dinamismo del mundo determina mi ser, mi mirarlo, amarlo, detestarlo; pero a la vez, el dinamismo de mi subjetividad, su mundo sentimental, sus creencias, su pasado, su perspectiva, determina el ser del mundo. Como dice Ortega, esta metáfora se comprenderá cabalmente sólo cuando sustituyamos la visión estática y substancial del ser por una visión dinámica, actuante y relacional del ser, por una visión perspectivística.

Los términos yo y mundo, sujeto y objeto pueden expresarse también con palabras que sonarán mucho más al lector: yo y circunstancias. Esta es una de las dimensiones más profundas de la célebre frase orteguiana «yo soy yo y mi circunstancia«: mis circunstancias están ahí porque yo las atiendo, el mundo no es algo independiente, existe más bien en su relación conmigo, con mis intereses, preferencias y pensamientos, con mi subjetividad entera; (residuo del idealismo); pero el yo no puede darse sin las circunstancias, no puede ser lo que es sino es en el ámbito de lo concreto y depende de las cosas para su realización (residuo del realismo). La realidad consta de mundo y subjetividad y ambas se necesitan mutuamente, están radicalmente unidas.

La circunstancia

La famosa tesis orteguiana «yo soy yo y mi circunstancia» la encontramos ya en las Meditaciones del Quijote de 1914, y desde entonces forma parte característica de su filosofía. Como en el lenguaje ordinario, en Ortega la circunstancia es el entorno, lo que se halla alrededor de algo, pero Ortega eleva esta noción a categoría fundamental del vivir. Podemos resumir sus tesis en relación al mundo o circunstancia del siguiente modo:

  • Componentes de la circunstancia: Ortega no es todo lo claro que sería de desear en este punto. Sin duda, la circunstancia es el mundo vital en el que se halla inmerso el sujeto, por lo que se incluye en ella el mundo físico y todo el entorno que aparece en la vida (cultura, historia, sociedad,…): en la circunstancia se incluyen las cosas físicas, pero también las personas, la sociedad, el mundo de la cultura; es el mundo en el que el sujeto está instalado. Este es el aspecto más sencillo de su descripción. Pero en muchos textos también incluye en la circunstancia el cuerpo y la mente o alma del propio sujeto. La razón de esta inclusión es que nosotros nos encontramos con nuestro cuerpo y nuestras habilidades, capacidades psicológicas e incluso con nuestro carácter como algo ya dado, con algo que puede favorecer o ser un obstáculo para nuestros proyectos, del mismo modo que el resto de las cosas del mundo.
  • El mundo es un dato que se ofrece en la vida: el yo se encuentra en la vida con el mundo, con su mundo. No es cierto que primero nos encontremos a nosotros y después al mundo; nos encontramos a nosotros sólo en la medida en que nos vemos instalados en el mundo, en cuanto que nos ocupamos con las cosas, con las personas, con nuestra circunstancia. Mi yo se va formando en su encuentro con el mundo y a partir de sus reclamaciones. Mundo es lo que hallo frente a mi y en mi derredor, lo que para mí existe y actúa.
  • El mundo no es una realidad independiente: Ortega considera  que no cabe aceptar la tesis realista tradicional, la idea de que el ser de las cosas lo puedan tener ellas por sí y en sí, con independencia de mi yo. Mundo no es la Naturaleza, ni el Cosmos en el que creían los antiguos, una realidad subsistente, independiente y por sí. El mundo es lo que yo advierto, y tal y como yo lo advierto. En mi vida interviene lo que en ella se hace presente, el mundo «es lo vivido como tal». El mundo consiste en todo aquello de que me ocupo. «Su verdadero ser se reduce a lo que representa como tema de mi ocupación. No es por sí, subsistente, aparte de mi vivirlo, de mi actuar con él. Su ser es funcionante: su función en mi vida es un ser para, para que yo haga esto o lo otro con él.»(¿Qué es filosofía?, XI). El «ser primario» de las cosas es su ser en relación con la vida, su servicio o posibilidad de manipulación, su ser vivido. El error del pensamiento tradicional es que hace abstracción de este ser primario y considera que las cosas pueden existir aunque yo no me ocupe de ellas, no las atienda.

Desde el punto de vista del yo y de la vida, de nuestra vida, la categoría fundamental es la del futuro (la vida es futurición), pero desde el punto de vista de la circunstancia es más importante la categoría temporal del pasado y más aún la del presente, la del ahora: decidimos nuestro futuro, pero para realizarlo tenemos que contar con el pasado, servirnos del presente y actuar en el presente. El futuro que nos espera no es uno cualquiera, es «nuestro futuro», el que nos corresponde a partir de nuestro presente, de nuestro ahora, del mismo modo que el pasado no es el de otras épocas, es el de nuestro presente. En nuestro presente, tanto individual como social, se resume o concentra el pasado. Es nuestro destino, «nuestro tiempo es nuestro destino». La tesis del carácter esencial de la circunstancia lleva también al perspectivismo: no podemos superar nunca nuestra circunstancia, ponernos fuera del punto de vista que corresponde a nuestra época; lo que queremos, lo que pensamos, está determinado por la circunstancia. Frente al intento de ver el mundo «sub specie aeternitatis» (desde el punto de vista de lo eterno, es decir desde ningún punto de vista) propone ver el mundo «sub specie circumstantiarum» o «sub specie instantis«, ya que toda circunstancia tiene una dimensión temporal. Ortega quiere declarar con esta frase que la vida propia no sólo depende de las peculiaridades de nuestra subjetividad sino del medio en que esta se desenvuelve. El yo y la circunstancia están trabados totalmente. Esta es precisamente el aspecto que Ortega considera la gran aportación de su filosofía.

La nueva metáfora de los «dioses conjuntos», consecuencia del afán orteguiano por la conquista de una nueva forma de concebir el mundo y superadora de la modernidad, nos lleva también a otra tesis característica del pensamiento de nuestro filósofo. Veamos: el principio de autonomía exige la búsqueda de un fundamento propio para la filosofía; la superación de la modernidad conduce a aceptar el mundo y el yo como realidades que no se pueden escamotear. Pero ¿cuál es el medio en donde aparecen subjetividad y mundo, yo y circunstancias? Este ámbito es el ámbito de la vida.

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IV. La vida, realidad radical

Pensar en la realidad radical es pensar en la realidad en la que descansan todas las demás. Y esta fundamentación que ofrece la realidad radical se puede entender en dos sentidos, el epistemológico y el ontológico o metafísico. De acuerdo con lo dicho más arriba, las propuestas del realismo y del idealismo no pueden ser las mismas en esta importantísima cuestión; así para el primero la realidad radical era algo exterior a la subjetividad, aunque no hubiera acuerdo completo en cuanto a cuál exactamente (Naturaleza, Dios…); para el idealismo, sin embargo, será la subjetividad. Del mismo modo, el pensamiento de Ortega, pensamiento superador de ambas doctrinas, exigirá una nueva realidad radical: la correlación entre subjetividad y mundo, entre yo y circunstancias, es decir la vida. La vida es la realidad indubitable (la primera verdad), pero también la primera realidad, el ámbito en el que se hacen presentes y cobran sentido el resto de los seres. Veamos:

      La realidad radical en el sentido epistemológico: la primera realidad será la primera verdad, aquella desde la que se pueda deducir el resto de nuestros conocimientos; Ortega llama «dato radical» o «realidad primordial» al ámbito de la realidad absolutamente cierto, indudable; la filosofía sólo puede empezar a partir de datos radicales, datos primordiales absolutamente ciertos y a partir de los cuales podamos construir todo el saber filosófico. La filosofía no puede aceptar como verdad lo que a las otras ciencias les parece verdadero, pero tampoco lo que en la vida corriente, espontánea, se cree, por ejemplo la existencia de un mundo independiente del sujeto que lo experimenta o vive; en este sentido (y sólo en éste) la filosofía se separará de la vida. En esta búsqueda del dato radical Ortega utiliza el camino cartesiano: el conjunto de cosas naturales y los demás seres humanos, el mundo exterior en suma, no tiene una existencia evidente, luego no es el dato radical. La filosofía antigua y medieval, así como nuestra creencia vital, la creencia espontánea y natural, supone el hecho de la existencia de un mundo exterior, y la filosofía no puede partir de él. Pero hasta aquí llega el acuerdo de Ortega con Descartes y todo el pensamiento moderno: para la modernidad el dato radical es la subjetividad, la mente autoconsciente, el cogito cartesiano. Para Ortega sin embargo, este no es el dato radical. El punto de partida de la filosofía, el dato radical del Universo no es el pensamiento existe, o yo (substancia pensante) existo, el dato radical del Universo «es la existencia conjunta de un yo o subjetividad y su mundo. No hay el uno sin el otro. Yo no me doy cuenta de mí sino como dándome cuenta de objetos, de contorno. Yo no pienso si no pienso cosas –por tanto, al hallarme a mí hallo siempre frente a mí un mundo. Yo, en cuanto subjetividad y pensamiento, me encuentro como parte de un hecho cuya otra parte es el mundo. Por tanto, el dato radical e insofisticable no es mi existencia, no es yo existo –sino que es mi coexistencia con el mundo.» (¿Qué es filosofía?, IX). Lo indubitable es una relación con dos términos inseparables: alguien que piensa, que se da cuenta y lo otro de que me doy cuenta. Como dice Ortega, el ámbito en el que aparecen tanto el sujeto como el objeto, tanto la subjetividad como el mundo, tiene en castellano un nombre humilde: la vida. El dato radical  es la vida.

      La realidad radical en el sentido ontológico: podríamos pensar que la vida es una realidad importante desde el punto de vista epistemológico puesto que es la menos indudable, pero que no necesariamente es la más importante desde el punto de vista ontológico o metafísico. En algunos textos Ortega se expresa precisamente de este modo, sugiriendo que tal vez existan realidades más primordiales desde el punto de vista del ser (Dios, la «otra vida»…). Sin embargo, la tesis característica de Ortega no es ésta. Como fácilmente se aprecia en el conjunto de su obra, lo que desde el punto de vista de la seguridad del conocimiento se presenta como primero, la realidad indudable, se convierte también en lo que desde el punto de vista del ser es lo primero. Para Ortega y Gasset la vida es realidad primordial en sentido metafísico. A la pregunta metafísica fundamental ¿en qué consiste el ser?, la respuesta de Ortega es: el ser consiste en vivir. La vida es el ser, la vida concreta, de cada uno, es el ser. Sólo en su interior se muestran los otros seres, y no solo se muestran sino que se deciden. La vida construye el ser (más exactamente, “construye” el ser de los entes). Con esta tesis Ortega considera que supera, conservándolas, tanto la tesis realista de la filosofía antigua y medieval y de la actitud nativa de la mente, como la tesis del idealismo moderno, respondiendo de este modo al destino de nuestra época: la superación de la modernidad. De la tesis realista salva lo esencial: que el mundo no es una ilusión, no es una alucinación, no es un mundo subjetivo; y de la tesis idealista, la idea de la dependencia del mundo respecto de la subjetividad. La verdad superadora es que yo existo con mi mundo y en mi mundo, y mi yo consiste en tratar con él, verlo, pensarlo, amarlo, estar alegre o triste con él, transformarlo y sufrirlo. La nueva tesis integra, conserva y supera las tesis de la antigüedad y la modernidad: para los antiguos ser significaba «cosa», para los modernos «subjetividad», «intimidad», para Ortega significa «vivir», por tanto a la vez intimidad y exterioridad. «Vivir es el modo de ser radical: toda otra cosa y modo de ser lo encuentro en mi vida, dentro de ella, como detalle de ella y referido a ella. En ella todo lo demás es, y es lo que sea para ella, lo que sea como vivido. La ecuación más abstrusa de la matemática, el concepto más solemne y abstracto de la filosofía, el Universo mismo, Dios mismo son cosas que encuentro en mi vida, son cosas que vivo. Y su ser radical y primario es, por tanto, ese ser vividas por mí…» (¿Qué es filosofía?, IX).

La noción de vida

¿Qué debemos entender por vida? Por lo pronto Ortega se niega a identificarla con entidades claramente definidas por la tradición: la vida no es el cuerpo, pero tampoco el alma ni la mente; todas estas realidades son posteriores al vivir, son construcciones más o menos fundadas que desde la propia vida nos hacemos para entender la realidad, entidades consecuencia de la interpretación de ciertos datos que se hacen presentes en el seno de aquella realidad más primaria y básica. Y la vida tampoco es una categoría abstracta, antes bien, es el término más concreto de todos pues se refiere a la vida de cada cual, al vivir concreto; es la palabra que utilizamos para referirnos a nuestro experimentar la realidad, nuestro amar, odiar, pensar, recordar, desear, sentir, imaginar..: la vida es el conjunto de vivencias (recordamos que fue Ortega quien introdujo este último término en nuestro vocabulario). La vida es el ámbito en el que se hace presente todo, y con «todo» nos referimos a los dos grandes géneros de realidad que han enfrentado a realistas e idealistas: el mundo o circunstancia y el yo o subjetividad; estos dos extremos se necesitan mutuamente y son elementos de la vida (esta es precisamente la aportación filosófica con la que Ortega cree posible superar la modernidad).

     Ortega nunca negó la importancia de la vida biológica. En algunos textos incluso parece defender una interpretación biologista y naturalista de la vida, al estilo de Nietzsche, llegando a afirmar, por ejemplo, que la cultura consiste en ciertas actividades biológicas, “ni más ni menos biológicas que la digestión o la locomoción”. Pero si atendemos al conjunto de su obra podemos apreciar que no reduce la vida a lo biológico. La vida, la vida humana es irreductible a cuerpo o alma, es la realidad radical: en ella radican y se instalan las demás realidades (mundo físico, mundo psíquico, valores,…,) que son lo que son y tienen algún significado sólo en la medida en que se hacen presentes en ella. No podemos identificar la vida con las estructuras y funciones biológicas de las que nos habla la ciencia (células, sistema nervioso, digestión…), ni con el alma de la que hablaba la tradición filosófica y la religión, ni siquiera con la mente, al menos tal y como nos la puede explicar y describir la psicología científica. El cuerpo del que nos habla la ciencia, la mente de la que nos habla la psicología y el alma a la que se refiere la teología son construcciones con más o menos fundamento, hipótesis que nos formulamos. Y frente a ellas nos encontramos con la realidad palmaria de nuestro vivir, de la vida tal y como inmediatamente la experimentamos, y no en abstracto, sino la de cada uno; esto es realmente el dato que se hace presente en todo momento en el que nuestra mirada se preocupe por atenderla.

La vida es el conjunto de vivencias  (palabra esta última inventada por el propio Ortega): “es el conjunto de actos y sucesos que la van, por decirlo así, amueblando”. Frente a las realidades hipotéticas citadas (cuerpo y alma) nos encontramos con nuestro vivir concreto, con nuestra propia experiencia del mundo, nuestro sentir, pensar, sufrir, amar, imaginar, desear concreto. La vida es lo que nos es más próximo. No puede ser definida como una cosa pues no tiene naturaleza ni es una substancia. No tiene naturaleza, ocurre, pasa en nosotros, es un continuo hacerse a sí misma

La vida entendida de esta manera no puede ser comprendida por la biología, ni por la psicología, ni tan siquiera por la filosofía tradicional. Sólo una filosofía que intente plegarse radicalmente a lo que se ofrece en nuestra experiencia originaria del vivir, que intente captar de modo inmediato la realidad de la vida, sin construir hipótesis que vayan más allá de lo que la intuición nos ofrece, sólo ésta forma de hacer filosofía podrá describir adecuadamente la vida y sus estructuras. No es nada extraño que muchos investigadores señalen que la filosofía de Ortega puede entenderse como filosofía fenomenológica, pues este espíritu, este afán de recoger en conceptos sólo y nada más que lo dado es característico del movimiento fenomenológico; sin embargo, Ortega prefiere llamar a su propuesta “filosofía de la razón vital”. Su tarea es imprescindible pues es expresión del destino de nuestra época: la superación de la modernidad. La tesis de la vida como realidad radical es el descubrimiento de nuestro tiempo, tan nuevo que necesitamos categorías nuevas para comprenderlo.

Ortega considera que el hombre no tiene una naturaleza fija; sin embargo cree posible establecer una serie de rasgos que van más allá de la individualidad o particularidad de cada vida concreta, rasgos universales que describe en muchos de sus escritos, aunque con mayor precisión en dos obras principales, ¿Qué es filosofía? y Unas lecciones de metafísica De estas obras podemos extraer las siguientes características de la vida

Las categorías o atributos de la vida

Ortega se niega también a utilizar una de las categorías filosóficas más venerables, la de substancia. Enfrentándose a toda la tradición, nos pide que construyamos una nueva idea del ser (que es la vida); la vida no es una cosa, no tiene naturaleza ni es una substancia (en contra de Descartes y su visión substancialista del cogito, Ortega nos dice que «el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene historia»); su ser es hacerse, es devenir y proyecto, es construirse en el tiempo. Sin embargo, esta negativa a aceptar los planteamientos esencialistas en el mundo humano no nos debe llevar a pensar que nada común se pueda decir de todos los hombres, y ello porque aunque no exista una esencia humana inmutable sí existe algo así como el marco que predetermina todo lo que el hombre puede llegar a ser, sí existen ciertos rasgos presentes en toda vida, y por lo tanto en todo hombre; a este marco, a estas características de todo vivir, Ortega les da el nombre de categorías de la vida. Veamos alguna de las más importantes.

1. Vivir es un saberse y comprenderse. «Todo vivir es vivirse, sentirse vivir, saberse existiendo». Los objetos meramente físicos no tienen una noticia de sí mismos, no se sienten ni se saben a sí mismos, nosotros sí. Aunque este saber puede tornarse explícito, sistemático e intelectual, y puede llegar incluso a constituirse en una ciencia (la psicología por ejemplo), Ortega no está pensando en él. El saber al que se refiere es más básico: es anterior a toda conceptualización y pensamiento teórico, es más bien un conocimiento espontáneo y prerreflexivo, es como una presencia inmediata de nosotros ante nosotros mismos, una conciencia inmediata de lo que estamos viviendo, de lo que estamos haciendo o padeciendo o queriendo, es un enterarse. Nuestra vida no sería nada si no nos diésemos cuenta de ello, «sin ese saberse, sin ese darse cuenta el dolor de muelas no nos dolería». Y en este darse cuenta de nosotros mismos, nos damos cuenta también del no-yo, de las personas y cosas que nos rodean, del mundo circundante, es un advertirse y un advertir lo que nos rodea: «me doy cuenta de mí en el mundo, de mí y del mundo». De nuevo recordamos que en muchos textos Ortega señala que la dirección objetiva de nuestro conocimiento prerreflexivo es anterior a la dirección subjetiva, ésta última se presenta incluso en muchos casos como latente y confusa. Nos damos cuenta de nuestro mundo y de nuestra intervención en el mundo, y en este darnos cuenta de nuestro mundo nos damos cuenta de nosotros mismos. Esta categoría tiene muchas consecuencias en el mundo personal y cultural pero una de las principales es la de motivar en nosotros el afán por el conocimiento explícito de la realidad, nuestro apetito general de verdad: «sin hombre no hay verdad, pero sin verdad no hay hombre». Ortega define al hombre como el ser que necesita absolutamente de la verdad, y en El tema de nuestro tiempo como un «devorador de verdades»: «zoológicamente habría, pues, que clasificar al hombre, más que como carnívoro, como verdávoro». La vida y el conocimiento se necesitan, nos dice Ortega, y con ello nuestro filósofo se separa del vitalismo irracionalista de Nietzsche para el que el conocimiento y la consciencia es un aspecto superfluo de la vida pues en su nivel más básico la vida es esencialmente inconsciente e instintiva.

Este atributo trae consigo otra característica del vivir humano: a vida es nuestra vida. «Al percibirnos y sentirnos tomamos posesión de nosotros. Esta presencia de mi vida ante mí me da posesión de ella, la hace mía». Para ilustrar esta tesis pone el ejemplo del demente: esta presencia característica del vivir le falta al demente, la vida del loco no es suya y «en rigor no es ya vida». El loco, por no saberse a sí mismo, está enajenado, alienado, no se pertenece. Que sea nuestra quiere decir también que es intransferible, que nadie la puede vivir por mí, que -en el fondo- yo me encuentro solo ante la vida pues todo lo que yo hago, incluso lo que no hago, parte de mi yo como de su centro primordial.

2. Vivir es encontrarse en el mundo; papel de la circunstancia. «Vivir es hallarse frente al mundo, con el mundo, dentro del mundo». El mundo es un elemento fundamental de la vida, no algo exterior a ella, y junto con el yo forma los dos ingredientes inseparables de la vida. Ortega presenta varios signos de la imposibilidad de separar mundo o circunstancia y yo o subjetividad. Todo vivir «es ocuparse con lo otro que no es uno mismo, todo vivir es convivir con una circunstancia». Nuestra vida consiste en que nos ocupamos de las cosas, de ahí que nuestra vida dependa tanto de lo que sea nuestra persona como de lo que sea nuestro mundo. Ya se ha dicho que el mundo nos es tan básico y fundamental que incluso nos damos cuenta antes de él que de nosotros mismos; precisamente por esta razón la teoría metafísica más espontánea o natural es el realismo y no el idealismo. Además, el vivir es siempre ocuparse con las cosas del mundo (amarlas, odiarlas, desearlas, pensarlas, percibirlas, …), es convivir con una circunstancia; en ese encuentro con lo otro distinto a uno mismo se va formando nuestro yo. Como signo de esta afán espontáneo por el mundo sitúa Ortega al deseo, al que considera como una de las principales vivencias. Desear es como salir fuera de uno mismo, es como un estar en lo otro, atendiendo a lo otro, persiguiendo lo otro, perdiéndose en lo otro (recuérdese, por ejemplo, una de las expresiones más complejas del deseo, el amor) y por ello un claro indicio de la primacía del mundo en nuestra vida. «(el deseo es) …la función vital que mejor simboliza la esencia de todas las demás, una constante movilización de nuestro ser hacia más allá de él: sagitario infatigable, nos dispara sin descanso sobre blancos incitantes» (El tema de nuestro tiempo, III).

El mundo o circunstancia al que se refiere Ortega, el mundo como ingrediente de la vida, no es sólo el mundo físico descrito por la ciencia, es también el mundo de los valores y los objetos de la religión, es un mundo agradable o desagradable, terrible y benévolo, y, en definitiva, «todo aquello que nos afecta»; «nos interesan, nos acarician, nos amenazan y nos atormentan»; «mundo es sensu estricto lo que nos afecta», toda realidad en la que se sitúa y con la que se encuentra el sujeto o yo y que determina sus posibilidades existenciales, su destino. Como se puede apreciar el concepto orteguiano de circunstancia es complejo, aunque sólo sea porque se compone de innumerables capas: el mundo físico, el mundo de la cultura, la realidad histórica y social e incluso (según muchos textos) el cuerpo y la propia mente. Cuando Ortega insiste en la circunstancia termina hablando también de la perspectiva, y ello porque el hombre es un ser circunstanciado, inscrito en la realidad espacio-temporal que le ha tocado vivir y de la que le es imposible separarse definitivamente. Esto es precisamente una perspectiva: el ámbito desde el que es posible experimentar la realidad. Puesto que somos seres circunstanciados, lo que pensamos y queremos está determinado por el punto de vista que corresponde a nuestra época y a nuestro entorno vital. Finalmente, y en contra del realismo, el mundo no se puede separar de nosotros: no se puede entender el yo sin el mundo o circunstancia, pero tampoco es posible entender el yo sin el mundo o circunstancia, puesto que el mundo, el mundo de cada uno, el único mundo real, se compone sólo de aquello que afecta a cada cual, y esto es posible porque cada cual está predispuesto por su sensibilidad y personalidad para atender a él y ser afectado por él. El mundo es inseparable de nosotros. Ortega insiste en la inseparabilidad de estas dos dimensiones de la vida  «y por lo tanto de la realidad», tesis que considera precisamente una de las grandes aportaciones de su filosofía y la superación de la filosofía antigua y moderna.

3. La vida es fatalidad y libertad. La primacía de la circunstancia en la vida de las personas, el hecho de que la vida es siempre un darse en una circunstancia y un atender y estar en el mundo, le condujo a creer que no es posible la defensa absoluta de la libertad. El mundo que nos ha tocado vivir, nuestra circunstancia (la época, la sociedad, nuestro cuerpo o los rasgos básicos de nuestra personalidad) no es algo que podamos elegir; la circunstancia en la que estamos instalados y en la que se desenvuelve nuestra vida, determina nuestro yo, y no está en nuestra mano su modificación.  Además, dice Ortega, la vida es siempre imprevista, al menos en sus líneas radicales. Disponemos de un cierto margen de posibilidades y podemos tener ciertas seguridades respecto de lo que nos puede sobrevenir, pero no nos cabe elegir el marco básico de nuestro mundo. Las posibilidades de mi vida están marcadas por mi circunstancia. La vida se encuentra siempre en circunstancias; no se vive en un mundo abstracto, indeterminado; el mundo vital es siempre este mundo, el de nuestro aquí y ahora. La circunstancia, en este sentido, es algo determinado, cerrado.

Pero Ortega está muy lejos de defender el determinismo; esta tesis no tiene una connotación negativa puesto que sin esa concreción que implica la circunstancia nos sería imposible ser y actuar: la vida es siempre estar en una circunstancia, no se vive en un mundo abstracto e indeterminado; el mundo vital nuestro es siempre nuestro mundo, el de nuestro aquí y ahora, y es a partir de él como debemos actuar y modelar nuestro futuro; este hecho permite precisamente la libertad, la pura indeterminación la haría imposible. La fatalidad en la que se desenvuelve nuestra vida no es tan extrema como para determinar absolutamente la conducta que vamos a seguir: no sentimos que nuestra vida esté prefijada totalmente pues la circunstancia nos permite un cierto margen de posibilidades y, en la misma medida, nos exige decidir, y además sin que nadie lo pueda hacer por nosotros. La vida no nos viene ya hecha, es un constante decidir lo que vamos a ser, las cosas que hacemos, nuestras ocupaciones. No podemos escoger el mundo, la circunstancia básica en la que nos ha tocado vivir; pero, a la vez, esta circunstancia nos ofrece un margen de posibilidades: “vida es la libertad en la fatalidad y la fatalidad en la libertad”. Tenemos que decidir lo que vamos a ser, la vida es “sostenerse en el propio ser”. La vida es un problema que nadie, excepto nosotros, puede resolver. Y este tener que elegir y ser responsables de lo que nos va a pasar no se da sólo en casos extremos, en las situaciones conflictivas o apuradas, se da siempre. Como consecuencia del encontrarse en la vida sin remedio y sin remedio tener que elegir, la vida se presenta siempre como un problema, problema que nadie excepto nosotros puede resolver. La idea de la responsabilidad que siempre está presente en nuestro vivir lleva a Ortega a tesis muy próximas al existencialismo sartriano: la vida tiene un inevitable carácter dramático; estamos arrojados a la existencia y nos toca elegir y participar; en consecuencia tenemos proyectos, y el proyecto, lo que debemos elegir, ha de ser fiel a lo más profundo de nuestro ser, a nuestro destino; de este modo, la vida es libertad, y debe ser responsabilidad. Ortega subraya el carácter dramático del vivir, empleando expresiones que más adelante estarán presentes en el existencialismo de Sartre: en ¿Qué es filosofía?, X nos ofrece una metáfora de la vida humana que anticipa perfectamente la idea sartriana de nuestra existencia como estando arrojada al ser: nuestra presencia en la vida se parece a lo que le pasaría a una persona que estando dormida se la traslada al escenario de un teatro, ante unos espectadores, se le despierta y se le dice: «y ahora ¡actúe!»; tiene que inventarse el papel, igual que nosotros tenemos que inventarnos nuestra vida, sin ningún guión ya preestablecido. Nos encontramos con nuestra vida, no nos la hemos dado. «Pero la vida en su totalidad y en cada uno de sus instantes tiene algo de pistoletazo que nos es disparado a quemarropa», «la vida nos es dada, mejor dicho, nos es arrojada o somos arrojados a ella». En la creación de nuestra vida tampoco podemos elegir cualquier proyecto, debemos elegir aquél que corresponda a nuestro más profundo ser, y, por tanto, a nuestro destino; así, la vida es libertad pero, además, debe ser autenticidad.

4. La vida es futurición. Frente a los seres del mundo que viven en el presente y son lo que son, el ser humano presenta una realidad paradójica pues su ser consiste no tanto en lo que es sino en lo que va a ser. Hay tres modos o formas de darse la temporalidad: el pasado, el presente y el futuro; pues bien, de los tres, Ortega considera al futuro como el más importante para caracterizar al hombre: nuestra vida es siempre atender al futuro, apostar por un proyecto y actuar para realizarlo. «Nuestra vida es ante todo toparse con el futuro. No es el presente o el pasado lo primero que vivimos, no; la vida es una actividad que se ejecuta hacia adelante, y el presente o el pasado se descubre después, en relación con ese futuro. La vida es futurición, es lo que aún no es.» (¿Qué es filosofía?, 11). la primacía que tiene el futuro en la vida humana es tal que incluso nuestro presente está condicionado por nuestro futuro, pues hacemos lo que hacemos para ser lo que queremos ser; frente a ello, los modos de temporalidad adecuados para caracterizar la circunstancia son el pasado y, en sentido estricto, el presente. Así, Ortega acaba defendiendo en esta lección dos tipos de tiempo: el de las cosas o tiempo cósmico, que es solamente el presente puesto que el pasado no es y el futuro todavía no es; y el tiempo del viviente, que es de modo primordial el futuro. Es cierto que nuestra vida está anclada en el presente, pero nuestro presente es peculiar, pues es un ser en el presente que apunta al futuro, es un proyecto de futuro. Ortega da tanta importancia a esta dimensión del tiempo que llega a considerar incluso que sólo a partir de ella cobra sentido el pasado y el presente; para ilustrar este punto pone el ejemplo del hablar: cuando hablamos lo que decimos está en el presente, pero este presente está determinado por lo que vamos a decir, y para decirlo debemos emplear las palabras que nos proporciona nuestro pasado. «Mi futuro, pues, me hace descubrir mi pasado, para realizarse. El pasado es ahora real porque lo revivo, y cuando encuentro en mi pasado los medios para realizar mi futuro es cuando descubro mi presente. Y todo esto acontece en un instante; en cada instante la vida se dilata en las tres dimensiones del tiempo real interior.» (¿Qué es filosofía?, 11).

Como consecuencia de la importancia que en la vida tiene este aspecto de la temporalidad, Ortega sitúa la dimensión apetitiva y desiderativa de nuestro yo por encima de la cognoscitiva: primero apetecemos, deseamos, tenemos ilusiones, y es el conjunto de nuestros afanes lo que determina o dirige nuestra acción y el modo de entender y de vivir cuanto experimentamos: «el corazón, máquina incansable de preferir y desdeñar, es el soporte de nuestra personalidad».

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V. El perspectivismo

En Verdad y perspectiva, Ortega nos explica que en la tradición filosófica se han dado dos interpretaciones opuestas del conocimiento: el objetivismo o dogmatismo y el escepticismo o subjetivismo. El primero declara que la realidad existe en sí misma y que nos es posible su conocimiento; a la vez, defiende la idea de que la verdad sólo puede ser una y la misma, con independencia de las peculiaridades, cultura y época a la que pertenezca el individuo que la alcance. Desde esta interpretación de la verdad, todo lo que tenga que ver con la influencia de la individualidad y subjetividad lleva inevitablemente al error: sólo es posible el conocimiento si cuando la verdad se hace presente en el mundo humano se hace presente sin ser deformada por el sujeto que conoce; de ahí que el sujeto cognoscente deba carecer de peculiaridades, textura o rasgos propios, tenga que ser extrahistorico y estar más allá de la vida, puesto que la vida es historia, cambio, peculiaridad. La mayor parte de autores han defendido este punto de vista, particularmente Platón. Frente a esta doctrina tenemos el subjetivismo: es imposible el conocimiento objetivo puesto que los rasgos del sujeto cognoscente, sus peculiaridades, influyen fatalmente en el conocimiento. El subjetivismo es relativismo, termina negando la posibilidad de la verdad, del acceso al mundo, y concluye en la idea de que nuestro conocimiento se refiere a la apariencia de las cosas. Los partidarios más importantes del subjetivismo han sido en la antigüedad los sofistas y, posteriormente, Nietzsche.

Estas dos doctrinas opuestas tienen, sin embargo, un mismo fundamento, ambas admiten una tesis errónea: la creencia en la falsedad del punto de vista del individuo. Veamos como se forman y separan a partir de este mismo principio: dado que no existe más que un punto de vista individual y que las peculiaridades del individuo deforman la verdad, la verdad no existe, y así tenemos el subjetivismo, relativismo o escepticismo (que en este contexto Ortega tiene a identificar); en oposición, alegan los defensores del objetivismo, dogmatismo o racionalismo (que también en este contexto tiende a identificar) la verdad existe y si existe tiene que existir igualmente un punto de vista sobreindividual. Ortega insiste con frecuencia en el error de este presupuesto: el punto de vista individual es legítimo porque es el único posible, es el único desde el que puede verse el mundo; la realidad, si es tal, siempre se muestra de ese modo. La perspectiva queda determinada por el lugar que cada uno ocupa en el Universo, y sólo desde esa posición puede captarse la realidad. La mirada y el Universo, el yo y la circunstancia son correlativos: la realidad no es una invención, pero tampoco algo independiente de la mirada pues no se puede eliminar el punto de vista. Cada vida trae consigo un acceso peculiar e insustituible del universo pues lo que desde ella se capta o comprende no se puede captar o comprender desde otra.

Vemos que Ortega se enfrenta a las dos interpretaciones tradicionales de la verdad: por un lado, el objetivismo es una teoría incorrecta ya que todo conocimiento se alcanza desde una posición, desde un punto de vista; es imposible el conocimiento que no sea una consecuencia de la circunstancia en la que se inscribe el sujeto que conoce. Pero ello no le lleva al subjetivismo puesto que esta doctrina también es falsa, y lo es porque en el fondo el subjetivismo aún sigue creyendo en la realidad una e inmutable, sólo que inalcanzable. La realidad es sin embargo múltiple, no existe un mundo en sí mismo, existen tantos como perspectivas; y cada una de ellas permite una verdad: la verdad es aquella descripción del mundo que sea fiel a la perspectiva. La única perspectiva falsa es la que quiere presentarse como única, la que se declara como no fundándose en punto de vista alguno.

En El tema de nuestro tiempo, Ortega defiende el perspectivismo alegando que el sujeto no es un medio trasparente, ni idéntico e invariable en todos los casos. Con sus propias palabras, es más bien un «aparato receptor» capaz de captar cierto tipo de realidad y no otro. En la experiencia de conocimiento se produce una selección de la información: de la totalidad de cosas que componen el mundo (fenómenos, hechos, verdades) muchas son ignoradas por el sujeto cognoscente por no disponer de órganos o «mallas de su retícula sensible» adecuados para captarlas, y otras pasan por éstas a su interior. La percepción visual y la auditiva, continúa nuestro autor, es un claro ejemplo de lo que se quiere indicar con esta idea pues aunque existen un innumerable número de colores y sonidos reales, nos es imposible percibirlos todos dadas las limitaciones de nuestros sentidos. Y lo mismo ocurre con las verdades: en cada individuo su psiquismo, y en cada pueblo y época su «alma», actúa como un «órgano receptor» que faculta en cada caso la comprensión de ciertas verdades e impide la recepción de otras. Por ello la pretensión de poseer una verdad absoluta y excluir de ésta a otras épocas y otros pueblos es gratuita. Cada perspectiva capta una parte de la realidad, de ahí la importancia de todo hombre y toda cultura; todos ellos son insustituibles pues cada uno tiene como tarea mostrar, hacer patente el mundo que se le ofrece en virtud de su circunstancia.

En muchos textos ilustra el filósofo madrileño su tesis presentando el ejemplo de la perspectiva espacial: el mismo paisaje es distinto visto desde dos puntos de vista; la posición del espectador hace que el paisaje se organice de distinto modo y que haya objetos que desde una se aprecien y desde otra no. Carecería de sentido que uno de los espectadores declarase falso el paisaje visto por el otro pues tan real es uno como el otro; pero tampoco nos serviría declarar los dos ilusorios por aparentemente contradictorios puesto que ello exigiría un tercer paisaje auténtico, verdadero, pero tal paisaje no visto desde ningún lugar carece de sentido. La propia esencia de la realidad es perspectivística, multiforme; todo conocimiento está anclado en un punto de vista, en una situación, puesto que, en función de su constitución orgánica y psicológica y de su pertenencia a un momento histórico y cultural, todo sujeto de conocimiento está situado en una perspectiva, en un lugar vital concreto. Una realidad que vista desde cualquier punto de vista sea siempre igual es un puro absurdo. El conocimiento absoluto, objetivo e independiente del sujeto cognoscente no existe, es ficticio, irreal. Esta dimensión perspectivística no se limita al mundo físico y espacial, se da también en las dimensiones más abstractas de la realidad como los valores y las propias verdades.

De este modo, el perspectivismo le permite a Ortega superar tanto el objetivismo como el subjetivismo. Pero precisamos de una idea de la razón que sea capaz de recoger las dimensiones perspectivísticas de la realidad, y para ello no nos sirve la razón del racionalismo sino la razón vital y la razón histórica.

«La realidad, precisamente por serlo y hallarse fuera de nuestras mentes individuales, sólo puede llegar a éstas multiplicándose en mil caras o haces.

Desde este Escorial, rigoroso imperio de la piedra y la geometría donde he asentado mi alma, veo en primer término el curvo brazo ciclópeo que extiende hacia Madrid la sierra del Guadarrama. El hombre de Segovia, desde su tierra roja, divisa la vertiente opuesta. ¿Tendría sentido que disputásemos los dos sobre cuál de ambas visiones es la verdadera? Ambas lo son ciertamente, y ciertamente por ser distintas. Si la sierra materna fuera una ficción o una abstracción o una alucinación, podrían coincidir la pupila del espec­tador segoviano y la mía. Pero la realidad no puede ser mirada sino desde el punto de vista que cada cual ocupa, fatalmente, en el universo. Aquélla y éste son correlativos, y como no se puede inventar la realidad, tampoco puede fingirse el punto de vista.

La verdad, lo real, el universo, la vida -como queráis llamarlo- se quiebra en facetas innumerables, en vertientes sin cuento, cada una de las cuales da hacia un individuo. Si éste ha sabido ser fiel a su punto de vista, si ha resistido a la eterna seducción de cambiar su retina por otra imaginaria, lo que ve será un aspecto real del mundo. Y viceversa: cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mi pupila no está otra; lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve otra. Somos insustituibles, somos necesarios (…). Dentro de la humanidad cada raza, dentro de cada raza cada individuo es un órgano de percepción distinto de todos los demás y como un tentáculo que llega a trozos de universo para los otros inasequibles. La realidad, pues, se ofrece en perspectivas individuales.» (El Espectador, I. Verdad y Perspectiva).

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VI. Las creencias, su importancia para la vida

El saber cómo es el mundo, qué cosas hay en él, cómo se comportan, no es algo accidental y como un añadido en la vida humana. El hombre necesita saber para orientarse, situarse en el mundo y acomodar el mundo a sus necesidades. No se puede vivir sin convicciones, sin interpretaciones del mundo. En «Ideas y creencias», Ortega distingue dos tipos de convicciones o pensamientos: las ideas y las creencias. Llama ideas a los pensamientos que se nos ocurren acerca de la realidad, a las descripciones explícitas que podemos examinar y valorar; las sentimos como obras nuestras, como el resultado de nuestro pensar. Se incluyen en este grupo desde los pensamientos vulgares hasta las proposiciones más obtusas de la ciencia. Pero las convicciones a las que Ortega da más importancia son las creencias. Las características principales que atribuye a este tipo de pensamientos son las siguientes:

1.     Las creencias y las ideas son vivencias que pertenecen al mismo género: no son sentimientos, ni voliciones, pertenecen a la esfera cognoscitiva de nuestro yo, son pensamientos. Que un pensamiento sea creencia o idea depende del papel que tenga en la vida del sujeto; por lo tanto la diferencia entre uno y otro tipo de pensamiento es relativa, relativa a su significación en la vida de cada persona, al arraigo que dicho pensamiento tiene en su mente. El mismo pensamiento puede ser creencia o idea: las primeras noticias científicas que de la Luna tiene un niño las vive como ideas, con el tiempo, con el vivir en sociedad, estas ideas se instalarán en su mente en la forma de creencias.

2.    No hay que limitar las creencias, como sin embargo se suele hacer, a la esfera de la religión: hay creencias religiosas, pero también científicas, filosóficas y relativas a la esfera de la vida cotidiana (nuestras creencias relativas a los poderes causales de las cosas de nuestro entorno cotidiano, por ejemplo).

3.    A diferencia de las ideas, que son pensamientos explícitos, las creencias no siempre se formulan expresamente. No se quiere decir que nunca se pueda ser consciente de ellas; se quiere decir, simplemente, que operan desde el fondo de nuestra mente, que las damos por supuestas, que contamos con ellas. Contamos con ellas tanto cuando pensamos «son los supuestos básicos de nuestras argumentaciones» como cuando actuamos «son los supuestos básicos de nuestra conducta». Con esta tesis Ortega se enfrenta al intelectualismo: el intelectualismo tendía a considerar que los pensamientos conscientes son los que determinan nuestra vida; ahora Ortega señala que esto no es así, pues nuestro comportamiento depende de nuestras creencias, y éstas apenas son objeto de nuestro pensamiento consciente. Cuando caminamos por la calle actuamos creyendo que el suelo es rígido, que podemos pasear sin que nos «hundamos» en él. Destacar algo tan obvio parece absurdo, y esto es así, dice Ortega, por la fuerza de esta convicción, por ser esta creencia algo totalmente arraigado en nuestro yo. No somos conscientes de este pensamiento, pero lo tenemos pues «contamos con él». En las creencias «vivimos, nos movemos y somos».

4.     Normalmente no llegamos a ellas como consecuencia de la actividad intelectual, de la fuerza de la persuasión racional; se instalan en nuestra mente como se instalan en nuestra voluntad ciertas inclinaciones, ciertos usos, fundamentalmente por herencia cultural, por la presión de la tradición y de la circunstancia. Las creencias son las ideas que están en el ambiente, que pertenecen a la época o generación que nos ha tocado vivir. Las creencias no se pueden eliminar a partir de argumentos concretos, sólo se eliminan por otras creencias.

5.    Identificamos la realidad con lo que nos ofrecen nuestras creencias. «Lo que solemos llamar mundo real o «exterior» no es la nuda, auténtica y primaria realidad con que el hombre se encuentra, sino que es ya una interpretación dada por él a esa realidad, por lo tanto, una idea. Esta idea se ha consolidado en creencia. Creer en una idea significa creer que es la realidad, por lo tanto, dejar de verla como mera idea. Pero claro es que esas creencias comenzaron por «no ser más» que ocurrencias o ideas sensu stricto.» Ortega considera que la realidad y las creencias están relacionadas estrechamente: lo que para nosotros es real depende de lo que nosotros creamos, de nuestro sistema de creencias. Así, la realidad que llamamos Tierra es algo muy distinto para un científico que para un campesino de la época de Homero. Para el primero es algo físico, una cosa más de entre todas las del sistema planetario, para el segundo era un dios, un ser vivo al que se podía rendir culto y reclamar auxilio. Con nuestras creencias damos un sentido a la vida que nos toca vivir, a cada una de las cosas que experimentamos; ellas son el suelo en el que se asientan y del que parten todos nuestros afanes, todos nuestros proyectos: «las ideas se tienen y en las creencias se vive».

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VII. La nueva idea del ser

Podemos distinguir en la filosofía orteguiana dos conjuntos de tesis relativas al ser y que en absoluto hay que confundir:

  • las relativas al ser como realidad metafísica primordial si aceptamos que la metafísica tiene como objetivo el estudio de en qué consiste ser y cuál o cuáles son los seres más importantes, la respuesta de Ortega parece inequívoca: a la primera pregunta (¿en qué consiste «ser»?) responde que la realidad fundamental, la realidad radical en cuyo seno todas las demás adquieren un sentido y se hacen presentes es la vida. No la vida en abstracto, ni la vida biológica, sino la vida como conjunto de experiencias o vivencias que cada uno experimenta realmente. A la segunda pregunta de la metafísica (¿cuál o cuáles son los seres fundamentales?) responde Ortega: la vida mía y la tuya, la vida de cada cual;
  • las relativas al ser de los entes si cuando hablamos del ser nos referimos al ser del mundo, al ser entendido como lo propio de las cosas, como el rasgo o los rasgos que éstas tienen, la tesis orteguiana es compleja, pero de cualquier modo muy distinta a la dada por la filosofía antigua y medieval, y a la que espontánea, naturalmente, cualquier persona da. La filosofía antigua y medieval, así como la opinión espontánea o natural, es realista, considera que las cosas son independientes del sujeto, que están allí, fuera de nuestra mente, de nuestro hacer. Sin embargo, Ortega se acerca al idealismo en su caracterización del ser de las cosas pues creerá que el ser de las cosas, su sentido, es algo que depende de nosotros, de nuestro yo. Para entender sus ideas sobre esta importantísima cuestión vamos a seguir el Apéndice de ¿Qué es filosofía?: “Fuera del hombre no hay ser. Por eso, no está ahí, antes bien para que lo haya tiene el hombre que buscarlo. En esta busca nace, precisamente, el ser”. El ser de una cosa no es una realidad que se encuentre tras ella, haciéndola inteligible a pesar de sus variaciones y sus distintas manifestaciones; no es algo existente en sí y por sí, anterior a su presencia en nuestra vida. El ser de una cosa es un esquema intelectual. Esquema que nos orienta, y siempre tiene que ver con lo que representa en la vida, con su «significación intravital».

El ser de los entes como construcción humana

Conviene detenerse más en este segundo conjunto de tesis. Al igual que Nietzsche, Ortega considera que en su aspecto originario o primordial el mundo que se ofrece en la vida es irracional, no una totalidad de entes permanentes, ordenados: el ámbito inmediato en el que se desenvuelve la vida, el ámbito anterior a toda interpretación y a toda donación de sentido, es huidizo, cambiante, inesperado, hostil, irracional; por ello emplea la metáfora del náufrago: «Vivir es encontrarse náufrago entre las cosas. No hay más remedio que agarrarse a ellas. Pero ellas son fluidas, indecisas, fortuitas. De aquí que nuestra relación con las cosas sea constitutivamente inseguridad» ¿Qué es filosofía?, Apéndice, VII). Si nuestro trato con las cosas fuese el de meros espectadores no habría problema, pero esto no es así: nuestra vida no nos viene hecha de una vez por todas, es consustancial a la existencia el tener que construirse a sí misma. En cada instante tenemos que decidir cómo actuar, qué vamos a hacer; y en este decidir qué hacer nos es fundamental conocer cómo funcionan las cosas, anticipar cómo se van a comportar. A partir de nuestra experiencia pasada nos formamos un concepto (un esquema, una imagen, dice Ortega en el texto citado) de la cosa, esquema que nos pueda garantizar su comportamiento futuro. De este modo construimos, tras el aspecto que en cada instante nos ofrecen las cosas, la «cosa permanente, inmutable», en suma, el ser de las cosas, su sentido.  «Cuando cree haberlo hallado sabe ya a qué atenerse respecto a ellas, dejan de ser inseguras, indecisas, fluidas. El mundo no es ya un océano y la vida no es ya un naufragio. Bajo sus plantas siente la tierra firme y el universo se convierte en una arquitectura con sus puntos cardinales, con su orden cósmico. Entonces puede el hombre decidir con seguridad. Entonces sus decisiones tienen para él sentido y su vida es un caminar ordenado en vez de hundirse en el caos» (¿Qué es filosofía?, Apéndice, VII). El ser de las cosas aparece cuando intentamos orientarnos en el caos originario de la vida, y aparece porque nosotros lo construimos. De ahí que el entendimiento sea útil, que funcione: «funciona como en el náufrago los brazos para mantenerse a flote: pensar es un movimiento natatorio para salvarse de la perdición en el caos. Si se quiere insistir en la comparación dígase que el ser es la balsa que el náufragose construye con lo que le rodea» (¿Qué es filosofía?, Apéndice, VII).El entendimiento es útil porque con él nos orientamos en el caos originario de la existencia y construimos un esquema del mundo gracias al cual hacemos de ese caos algo ordenado, un cosmos. Ortega identifica estos esquemas del mundo construidos por nuestro entendimiento con nuestras convicciones. Vivimos gracias a nuestras convicciones. No hay vida sin interpretación del mundo y de sí misma. El ser de las cosas es precisamente la interpretación que hacemos de la realidad, no una supuesta entidad que se encuentre tras los fenómenos, el ser de las cosas es una invención humana en respuesta a una determinada situación vital.

Sin embargo, Ortega no cree caer en el idealismo: recordamos que una  constante en la filosofía orteguiana es su afán por superar el idealismo; y en este texto se intenta evitar la identificación con el idealismo alegando que no se trata de que la mente construya las cosas. Al contrario, las cosas presionan sobre nosotros y es esto precisamente lo que nos lleva a intentar construirles un ser. «Lo construido no son, pues, las cosas sino su ser. Esta luz que me alumbra no es una «representación» mía sino, al revés: porque no es una representación o idea mía sino una absoluta realidad, me esfuerzo en construir su ser, su «idea» o «noción» en la óptica» (¿Qué es filosofía?, Apéndice, VII).

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VIII. La nueva idea de razón

Puesto que Ortega nos propone una modificación de la idea de ser, no es extraño que acompañe a esta propuesta la reivindicación de una nueva forma de conocer la realidad. En filosofía ha dominado la razón pura, la razón que ha creído necesario prescindir de las peculiaridades de cada cultura, de cada sujeto; su pretensión era alcanzar un conocimiento que sirviese para todos los tiempos y todos los hombres. Sin embargo, la doctrina perspectivística exige rechazar la razón pura; la realidad primordial, la vida, sólo puede captarse adecuadamente mediante el recurso de la razón vital y de la razón histórica. Veamos brevemente estos dos importantes conceptos.

La razón vital

El concepto de «razón vital» en Ortega es complejo y con él quiere señalar, al menos, las siguientes cuestiones:

1.     No podemos renunciar al ejercicio de la razón: todas las dimensiones cognoscitivas del hombre (razón, entendimiento, memoria, imaginación) y las construcciones a las que dan lugar (el mundo de la cultura, de la ciencia, la filosofía,…) están trabadas con la vida. Frente a las formas radicales del irracionalismo que niegan validez a estas dimensiones, Ortega considera que son legítimas porque son instrumentos que utiliza la vida misma para solucionar los distintos problemas con los que se encuentra. No se puede vivir sin creencias, sólo ellas nos salvan del caos originario que es la vida. El mundo de la cultura y de la razón es la balsa en la nos podemos salvar del naufragio que supone la existencia; la razón es útil para la vida: «El pensamiento es una función vital, como la digestión o la circulación de la sangre…» (El tema de nuestro tiempo, IV). El mundo de la cultura y de la razón tiene un doble haz, por una parte, en la medida en que responde a la utilidad del sujeto y que es expresión de sus peculiaridades, está determinado por leyes subjetivas, pero por otro, y a diferencia de otras actividades vitales como la digestión, la locomoción…, por su propia esencia aspira a la universalidad, a la objetividad. El error del irracionalismo consiste en olvidar esta dimensión fundamental de la vida humana: su apetito de objetividad, de verdad, de universalidad. El error del racionalismo está en renunciar a la vida, en inventarse un sujeto ajeno a la realidad concreta, histórica.

2.     La razón vital nos enseña a apreciar la vida por sí misma y los valores que le son característicos: «Se trata de consagrar la vida, que hasta ahora era sólo un hecho nudo y como un azar del cosmos, haciendo de ella un principio y un derecho» (El tema de nuestro tiempo, VII). En esta obra nos muestra Ortega cómo el hombre ha sido ciego a los valores de la vida: ni el mundo asiático, que concentra su ideal en la propuesta budista de renuncia al deseo, ni el cristianismo, que puso los valores en la vida del más allá, ni la cultura moderna, han sabido apreciar adecuadamente la vida. La Edad Moderna se presenta como contraria al cristianismo, ha hecho del cristianismo algo caduco; sin embargo adopta ante la vida una actitud parecida al cristianismo: sus grandes construcciones, la ciencia, el arte, la moral, la filosofía, en definitiva la cultura misma, no han conseguido acercarse a la vida. «El culturalismo es un cristianismo sin Dios. Los atributos de esta soberana realidad -Bondad, Verdad, Belleza- han sido desarticulados, desmontados de la persona divina, y, una vez sueltos, se les ha deificado.» (El tema de nuestro tiempo, VII). Es necesario desarrollar una filosofía que haga compatible la racionalidad con la vida, las exigencias de la racionalidad con las exigencias de la vida. En El tema de nuestro tiempo nos presenta dos tipos de imperativos a los que de ningún modo se puede renunciar: para hacer que la vida sea culta y la cultura sea vital es preciso combinar los imperativos subjetivos con los objetivos:

algunos imperativos de la razón vital

esfera del sujeto a la que se refiere

Sentimiento

  • imperativo cultural: belleza
  • imperativo vital: deleite

Voluntad

  • imperativo cultural: bondad
  • imperativo vital: impetuosidad

Pensamiento

  • imperativo cultural: verdad
  • imperativo vital: sinceridad

La vida debe enriquecerse con nuestro afán por alcanzar los ideales de la belleza, bondad y verdad (ideales culturales) pero el mundo de la cultura toma su fuerza de algo ajeno a ella, de la vida. El gran error del racionalismo imperante desde Sócrates consistió en separar la razón de la vida. La cultura puede enfermar, y esto ocurre cuando es un mero juego de conceptos, cuando deja de enriquecerse de la savia de la vida.

3.     El raciovitalismo la razón vital, acepta el uso de la razón para el conocimiento del mundo, pero acepta también las dimensiones irracionales de la existencia, dimensiones que Ortega cree encontrar no sólo en las cosas que se ofrecen en el mundo de la vida sino en las propias matemáticas (los números irracionales, por ejemplo) y las ciencias naturales (como la propia noción de causa, algo no del todo justificable racionalmente). El racionalismo intentó ocultar la dimensión irracional que tiene la existencia.  El raciovitalismo muestra que el orden y conexión de las cosas del mundo de la vida no coincide plenamente con el orden y conexión de nuestras ideas, de nuestros pensamientos, de nuestra razón.

4.     Finalmente, «razón vital», racio-vitalismo, es el título que propone Ortega para la filosofía de la vida; su tema explícito es la reflexión sobre la vida y el descubrimiento y explicación de sus categorías fundamentales. Por tanto, el título de su propia filosofía. Con este título quiso separarse de los movimientos vitalistas más conocidos, particularmente del irracionalista propuesto por Nietzsche. Nuestro autor considera que carece de sentido rechazar la racionalidad humana pues es una dimensión básica e irrenunciable al estar incardinada en la vida humana y ser uno de sus instrumentos. El apetito de verdad y de objetividad forma parte de las inclinaciones más profundas del ser humano, así como nuestra predisposición a alcanzar dichos ideales mediante el ejercicio de la razón; además, con la razón construimos descripciones de la realidad que nos permiten orientarnos en la existencia: los sistemas de creencias hacen inteligible la realidad y permiten enfrentarnos al naufragio que invariablemente es la existencia. Pero ello no nos lleva de ningún modo al racionalismo pues la razón vital, a diferencia de la razón pura del racionalismo es capaz de recoger las peculiaridades y reclamaciones de la vida (la perspectiva, la individualidad, la historia, la vocación por la acción, la excelencia y la corporeidad…).

La razón histórica

La razón vital conduce invariablemente a la razón histórica, puesto que la vida es esencialmente cambio e historia. La razón histórica tiene como objetivo comprender la realidad humana a partir de su construcción histórica y de las categorías de la vida; con ella podemos superar las graves limitaciones de la razón pura y matematizante propuesta en la modernidad. Ortega repite con frecuencia que uno de los más importantes defectos de la filosofía tradicional es su concepción substancialista de la realidad, la idea de que lo real tiene que ser estático, que lo cambiante, en lo que tiene de cambiante, no es del todo real. Esta concepción de lo real se concreta en el caso del ser humano en la defensa de la existencia de la naturaleza humana, de un núcleo fijo, estático y esencial, y, por lo tanto, en la comprensión del hombre en términos semejantes a las cosas del mundo (en términos substancialistas).Esta forma de entender el ser ha tenido muchas consecuencias en la historia de la filosofía y de la cultura, una de ellas es el desarrollo en la Edad Moderna de la razón pura y la razón matematizante. Los filósofos modernos pusieron las mayores esperanzas en este tipo de racionalidad, creyeron que gracias a ella podríamos comprender y dominar el mundo pero también que con ella podríamos entender al hombre, e incluso establecer los fundamentos morales y políticos de una nueva época, superadora de las limitaciones que encontraron en la Edad Media.  Estos ideales típicos de la modernidad en parte se han cumplido, señala Ortega: se ha cumplido el ideal ilustrado del conocimiento del mundo físico pues este tipo de racionalidad nos permite comprender -y dominar- el mundo natural en un grado impensable en otras épocas. Pero ha fracaso en aquello que, tal vez, era aún más importante para la Ilustración y la Modernidad en su conjunto: el conocimiento de la realidad humana y el descubrimiento de principios de conducta racional que permitiesen al hombre una vida de responsabilidad, justicia y libertad. Dicho de otro modo, Ortega, al igual Husserl, considera evidente la existencia de una crisis en la idea de racionalidad. La superación de la modernidad, tema constante en la filosofía orteguiana, sólo es posible si superamos esta idea. A Ortega le parece evidente la causa de este fracaso: la concepción de la racionalidad típica de la Edad Moderna es adecuada para aprehender las cosas, pero no propiamente la realidad humana; las ciencias fisico-matemáticas pueden explicar el mundo físico porque el esquema filosófico que utiliza para entenderlo (el substancialista y matematizante) no desvirtúa realmente el objeto por el que se pregunta: el mundo físico es el mundo de los hechos, de las sucesiones entre hechos, en el mundo físico encontramos substancias, naturalezas. Sin embargo el mundo humano no es como el mundo físico, el hombre no es una cosa más del mundo, no tiene naturaleza, no tiene un ser fijo, estático, sino temporalidad e historia.

Si queremos comprender el mundo humano tenemos que apostar por una razón distinta a la tradicional. Ortega nos recuerda que no propone el irracionalismo: la razón es un instrumento legítimo pues con ella podemos alcanzar la verdad, pero debemos entender de otro modo esta facultad. Es preciso utilizar una «razón histórica». Distingue Ortega dos formas de comprender o dar cuenta de la realidad: el explicar

  • Explicamos una realidad cuando conseguimos alcanzar el conocimiento de las leyes a las que se somete el comportamiento de esa realidad. Para explicar un hecho podemos remitirnos a las causas (a otros hechos) que lo han traído al ser, que lo han producido, y e intentar captar cómo la modificación cuantitativa de la causa provoca la modificación cuantitativa del efecto y así descubrir las leyes cuantitativas que determinan la sucesión de los fenómenos; podemos utilizar la descripción matemática para explicar los hechos. Esto es lo que hace la ciencia empírica, la razón fisico-matemática, y es una forma de comprensión legítima cuando se aplica a los hechos y a las cosas, pero no cuando intentamos dar cuenta de los asuntos humanos.
  • Entendemos algo cuando captamos el sentido presente en dicha realidad, y es ésta la forma de comprensión adecuada para dar cuenta del mundo humano: el mundo humano no es un mundo de puros hechos, de hechos sin sentido. El mundo humano es el mundo del sentido. Las cosas que los hombres hacen, sus valores, su arte, su política, sus costumbres, sus ideas mágicas, religiosas, filosóficas, científicas, son entidades con sentido. Incluso el mundo físico -una tormenta, por ejemplo-, puede adquirir un sentido en su relación con el hombre: en esta relación la tormenta es ya una manifestación de la ira de un dios, o un fenómeno estético, o un acontecimiento necesario, expresión de un Universo racional y ordenado, de un cosmos. ¿Qué quiere decir que un fenómeno humano, una forma cultural, un uso social, tenga sentido? No es tarea fácil contestar a esta pregunta, pero en su aspecto más superficial no parece que haya duda en cuanto a la respuesta de Ortega: un fenómeno humano tiene sentido porque se incluye en la vida humana, porque es un elemento que se hace inteligible cuando lo relacionamos con las creencias, valoraciones, sentimientos, y, fundamentalmente, proyectos del individuo, grupo o comunidad en el que aparece dicha acción o asunto.

Ortega nos dice que necesitamos una razón que sea capaz de describir los sentidos del mundo humano, que nos permita entender la realidad humana. Como ya se ha indicado, a la razón pura le es imposible captar al hombre en su singularidad, en sus realizaciones históricas, la razón pura no nos sirve; la razón matematizante, instrumental, de las ciencias empíricas sólo puede alcanzar el mundo de los hechos, y cuando se la aplica al mundo humano hace del hombre y de su vida un hecho más del mundo empírico; por tanto, la razón científico-técnica tampoco nos sirve. Ortega propone la razón histórica: y considera que es el instrumento que debemos utilizar para comprender los sentidos de la vida humana. Para ello, la razón histórica se ha de referir a dimensiones del vivir como los sentimientos y proyectos del individuo o colectividad que queramos estudiar, y a las categorías, creencias y esquemas mentales que cada individuo, grupo o cultura ha utilizado para dar un sentido a su vida y enfrentarse al reto de la existencia. Dado que el hombre no tiene naturaleza sino que es lo que se va haciendo a lo largo de la historia, este tipo de razón debe utilizar igualmente los recursos interpretativos que nos permite el enfoque historicista: análisis de los individuos concretos (estudiando su biografía, de los individuos y sus relaciones con sus contemporáneos (estudiando el conflicto entre generaciones), así como de toda una época; y ello tratando de descubrir el «programa vital», la vocación, el «destino» del individuo, la generación y la época. Esta preocupación por el descubrimiento de otras perspectivas vitales no es mero interés histórico, debe reobrar sobre nosotros, debe enriquecer nuestra propia perspectiva mediante la asimilación de aquellos aspectos de la vida que otras culturas consiguieron captar y desarrollar mejor que nosotros.

Comprender el pasado es entenderlo, no explicarlo, por ello no puede hacerse, nos dice Ortega, con categorías ajenas al mundo de la vida, con categorías reduccionistas al estilo, por ejemplo, de las explicaciones del materialismo histórico que hace de los cambios en la economía el motor de la historia; se ha de hacer con categorías que hablen de los sentimientos, creencias, proyectos del individuo o colectividad que queremos estudiar. La diferencia entre individuos de distintas épocas no se refiere sólo a diferencias entre sus creencias, son distintas también sus sensibilidades, sus categorías mentales básicas, su «aparato mental». El objetivo de la razón histórica es hacernos presente al «otro» a partir de su diferencia con nosotros. Aquí se encuentra la razón histórica con lo que Ortega llama la antinomia de la historia, la paradoja de la historia: no comprendemos una época si no entendemos el sentido en el que vive instalada una colectividad, si no nos ponemos en la perspectiva del mundo en la que ellos vivieron; pero, a su vez, nosotros tenemos nuestra propia perspectiva, nuestras propias verdades, ¿cómo entender la ajena? «En muchos pueblos africanos existe el asesinato ritual del rey. Tal uso nos parece absurdo. Mas el historiador no habrá concluido su faena mientras no nos haga entrever que no hay tal absurdo; que, dada una cierta estructura  psicológica, dada una cierta idea del cosmos, el asesinato ritual de los reyes es cosa tan «lógica», tan llena de buen sentido, como el sistema parlamentario. Ésta es la antinomia de la óptica histórica. Tenemos que distanciarnos del prójimo para hacernos cargo de que no es como nosotros; pero a la vez necesitamos acercarnos a él para descubrir que, no obstante, es un hombre como nosotros, que su vida emana sentido.» (Las Atlántidas).

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© Javier Echegoyen Olleta
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