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PRUEBAS o juicios de Dios – Voltaire-Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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PRUEBAS

Pruebas - Diccionario Filosófico de VoltaireTodos los absurdos que envilecen la naturaleza humana los hemos recibido del Asia, como hemos recibido las ciencias y las artes. Fue en Asia, fue en Egipto donde hicieron depender la vida y la muerte del acusado del juego de los dados, o de algo equivalente, o del agua fría, o del agua caliente, o de un hierro encendido, o de un pedazo de pan de cebada. Según se dice, existe aún una superstición algo parecida en las Indias, en las costas de Malabar y en el Japón.

Desde el Egipto las supersticiones pasaron a Grecia. Existió en Treceno un templo muy célebre, en el que todos los hombres que eran perjuros morían instantáneamente de apoplejía. Hipólita, en la tragedia Fedra, habla de este modo a Aricia su señora: «En las puertas de Treceno, y entre los sepulcros que sirven de sepultura a los antiguos príncipes de mi raza, existe un templo sagrado, que temen los perjuros. En él, los mortales no se atreven a jurar en vano, porque el que así obra recibe allí súbito castigo; encuentra allí la muerte inevitable: la mentira no puede tener freno más poderoso.»

La bárbara locura de las pruebas no la admitió la República romana, porque no puede considerarse como una de las pruebas que estamos examinando la costumbre que tenía ese gobierno de hacer depender el éxito de las grandes empresas del modo como las palomas sagradas comían las arvejas. Sólo tratamos en este artículo de las pruebas que se hacían con los hombres. No propusieron nunca a Manglio, a Camilo ni a Escipión justificarse metiendo la mano en el agua hirviente y sacarla sin quemarse.

Esos absurdos bárbaros no se practicaban en la época de los emperadores; pero los tártaros, que constituían parte de los salvajes que destruyeron el Imperio de Roma, esparcieron por Europa semejante jurisprudencia, que habían heredado de los persas. No se conoció en el Imperio de Oriente hasta la época de Justiniano, a pesar de que entonces imperaban las supersticiones; pero desde ese tiempo se adoptaron las pruebas de que nos ocupamos. Este modo de juzgar a los hombres es tan antiguo, que en todos los tiempos lo practicaban los judíos.

Coré, Datán y Abirón se disputaban en el desierto el pontificado del gran sacerdote Aarón. Moisés les manda traer doscientos cincuenta incensarios y les dice que Dios elegirá entre los suyos y el de Aarón. En cuanto los sublevados se presentaron para practicar la prueba, se los tragó la tierra, y el fuego del cielo mató a doscientos cincuenta de sus principales partidarios (1), después de lo cual el Señor hizo perecer además catorce mil setecientos hombres del partido. No por eso dejó de continuar la cuestión entre los jefes de Israel y Aarón para obtener el destino de gran sacerdote. Entonces hicieron la prueba de las varas; cada uno de los pretendientes presentó la suya, pero sólo floreció la de Aarón.

Cuando el pueblo de Dios derribó las murallas de Jericó al son de las trompetas, fue vencido por los habitantes de la aldea Haí. Esta derrota no le pareció natural a Josué, que consultó con el Señor para saber el motivo; pero el Señor le respondió que Israel había pecado y algunos de sus hijos se habían apropiado parte de lo que estaba consagrado al anatema de Jericó. En efecto, todo el botín debió haberse quemado con los hombres, con las mujeres, con los niños y con las bestias, y todo el que había salvado algo y se lo había llevado debía ser exterminado (2). Josué, para descubrir al culpable, sometió todas las tribus a la prueba de la suerte. Cayó en seguida sobre la tribu de Judá, luego contra la familia de Zaré, después sobre la casa que vivía Zabdí, y últimamente sobre el nieto de Zabdí, que se llamaba Achán.

La Biblia no explica cómo tribus errantes podían tener entonces casas, ni cómo se aprovechaban de ellas; pero sí que dice su texto que estando Achán convicto y confeso de haberse apropiado una lámina pequeña de oro, un manto de escarlata y doscientos siclos de plata, fue quemado con sus hijos, sus ovejas, sus bueyes, sus asnos y hasta con su misma tienda en el valle de Achor.

También sortearon la tierra prometida. Sortearon los dos machos cabríos de la expiación, para saber cuál de los dos sería sacrificado y cuál de los dos habían de enviar al desierto (3).

Cuando tuvieron que elegir por rey a Saúl (4) consultaron a la suerte: que empezó por designar a la tribu de Benjamín, y en esta tribu a la familia de Metri, y en esta familia a Saúl, hijo de Cis, que pertenecía a la indicada familia.

La suerte fue también adversa para Jonatás, y consiguió que le castigaran por haber comido una corta cantidad de miel en el extremo de una vara (5). Los marineros de Joppé consultaron a la suerte para que Dios les dijera la causa de la tempestad (6). La suerte les dijo que era Jonás, y le arrojaron al mar.

Todas estas pruebas, que se hacían por suerte, sólo eran supersticiones profanas en las demás naciones, pero eran los designios del mismo Dios en su pueblo predilecto, y esto es tan indudable, que sortearon al que había de ocupar el sitio del apóstol Judas (7). Los dos concurrentes fueron San Matías y Barsabas. La Providencia designó a San Matías.

El papa Honorio III de este nombre prohibió en una decretal que desde allí en adelante utilizaran este medio para la elección de los obispos. Este medio era entonces bastante común: lo que los paganos llamaban surtilegium, sortilegio.

Practicaban los judíos otras pruebas en nombre del Señor, como por ejemplo la de las aguas de los celos (8). La mujer sospechosa de haber cometido adulterio tenía que beber esa agua mezclada con ceniza y consagrada por el gran sacerdote. Si era culpable, se hinchaba en seguida y moría. Fundándose en esta ley, el Occidente cristiano estableció las pruebas en las acusaciones jurídicas, sin fijarse en que lo que ordenó Dios en el Antiguo Testamento sólo era una superstición en el Nuevo.

Los «juicios de Dios» eran una de esas pruebas, que duró hasta el siglo XVI: el que mataba en desafío a su adversario era el que tenía razón o era el inocente. La más terrible de todas las pruebas consistía en andar nueve pasos llevando en la mano una barra de hierro candente sin quemarse. Pero la historia de la Edad Media, tan fabulosa corno es, no refiere ningún caso de semejante prueba. Puede dudarse de todas las demás, o explicar las jugarretas de que se servían los charlatanes para engañar a los jueces. Por ejemplo, era fácil hacer la prueba del agua hirviendo impunemente: podían presentar una cuba llena hasta la mitad de agua fresca y llenarla luego jurídicamente de agua caliente, y el acusado sumergía el codo hasta el agua tibia y tomaba con la mano del fondo de la cuba el anillo bendito que allí arrojaban. Podían hacer hervir aceite con agua: el aceite empieza a elevarse, a saltar y a parecer que hierve cuando el agua empieza a levantar el hervor y cuando el aceite ha adquirido todavía poco calor. Parece entonces que se mete la mano en el agua hirviendo y se humedece con el aceite que la preserva.

Pasar entre dos fuegos sin quemarse no es una gran habilidad cuando se pasa velozmente y cuando se ha frotado antes bien con pomada el rostro y las manos. Esto es lo que hacía el terrible Pedro Aldobrandín, Petrus igneus (suponiendo que ese cuento sea verdad), cuando en Florencia pasó entre dos hogueras para demostrar, con la ayuda de Dios, que su arzobispo era bribón y disoluto. Ya es hora de que los charlatanes desaparezcan de la historia. Es chocante la prueba de tragarse un pedazo de pan de cebada, que ahogaba al acusado si era culpable. Prefiero oír la treta de Arlequín, al que el juez interroga sobre el robo de que le acusa el doctor Baluart. El juez estaba comiendo en mesa y bebía un vino excelente, cuando compareció Arlequín, el cual, cogiendo la botella y el vaso del juez y vaciando la botella, le dijo: «Señor juez, quiera Dios que este vino me sirva de veneno si he cometido el delito que me atribuyen.»

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(1) Libro de los Números, cap. XVI.

(2) Libro de Josué, cap. VII.

(3) Levítico, cap. XVI.

(4) Libro I de los Reyes, cap. X.

(5) Idem íd., cap. XIV.

(6) Jonás, cap. I.

(7) Actas de los Apóstoles, cap. I.

(8) Libro de los Números, cap. V, vers. 17.

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