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POLITEÍSMO griego y romano – Voltaire-Diccionario Filosófico

Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano

Selección de artículos de una de las más importantes y clásicas Enciclopedias en lengua española

 

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Sencilla exposición de la mitología griega, historia de los héroes, semidioses y hombres célebres griegos. Por Fernán Caballero.

 

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Historia de la Filosofía

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VOLTAIRE – DICCIONARIO FILOSÓFICO 

Índice) (B-C) (D-F) (G-N) (O-Z

Voltaire es un precursor. Es el portaantorcha
del siglo XVIII, que precede y anuncia la Revolución.
Es la estrella de ese gran mañana. Los sacerdotes
tienen razón para llamarle Lucifer.

         VÍCTOR HUGO

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POLITEÍSMO

Politeismo - Diccionario Filosófico de VoltaireLa pluralidad de dioses es el gran reproche que hacen en la actualidad a los griegos y a los romanos; pero que me enseñen los que esto dicen en la historia de esas dos naciones un solo hecho, y en sus libros una sola palabra, por los que se pueda inferir que tenían muchos dioses supremos; y si no se encuentra ese hecho ni esa palabra, y por el contrario pueden citarse muchos pasajes que prueban que reconocieron un Dios soberano, superior a los demás dioses, deben confesar que juzgaron temerariamente a los antiguos, como con frecuencia se juzga hoy a los contemporáneos.

En muchas partes se dice que Zeus o Júpiter es el señor de los dioses y de los hombres. Virgilio dice en la égloga tercera: Jovis omnia plena. San Pablo rinde a los antiguos este testimonio: In ipso vidimus: movemur et summus, ut quidam vestrorum poetarum dixit. (Tenemos en Dios la vida, el movimiento y el ser, como lo dijo uno de vuestros poetas.) Después de esta confesión, ¿nos atreveremos a acusar a nuestros maestros de no haber reconocido un Dios supremo?

No se trata ahora de examinar si existió antiguamente un Júpiter que fue rey de Creta y lo convirtieron en dios; no se trata de averiguar si los egipcios reconocían doce grandes dioses u ocho, entre cuyo número se contaba el que los latinos llamaban Júpiter. El fondo de la cuestión estriba únicamente en saber si los griegos y los romanos reconocieron un ser celeste, señor de los otros seres celestes. Así lo dicen continuamente; luego debemos creerlo.

Recordad la admirable carta del filósofo Máximo de Madaura, dirigida a San Agustín, que dice: «Existe un Dios que no tuvo principio, que es padre común de todo y que no engendró nada semejante a él; ¿qué hombre será bastante estúpido e ignorante para dudarlo?» Este escritor pagano del siglo IV así lo declara, representando toda la antigüedad.

Si me atreviera a levantar el velo que cubre los misterios de Egipto, encontraría allí el Knef, que lo creó todo y que presidía a las demás divinidades; encontraría a Mitra en Persia, a Brahma en la India, y quizá demostraría que todas las naciones civilizadas admitieron un ser supremo y divinidades dependientes de él. Pasaré en silencio la China, cuyo gobierno, más respetable que los otros de la antigüedad, reconoció siempre un Dios único desde hace más de cuatro mil años; y concretándome a los griegos y a los romanos, que es de lo que se trata ahora, diré que indudablemente creían en mil supersticiones, que adoptaron fábulas ridículas, pero que en el fondo su mitología era muy razonable.

Si los griegos hacían ascender al cielo a los héroes en recompensa de sus virtudes, esta creencia era para ellos justa y útil. ¿Qué mejor recompensa podían darles ni qué esperanza más hermosa podía sonreírles? ¿Debemos encontrar mal ideado ese acto nosotros, que iluminados por la luz de la verdad consagramos ese uso que los antiguos inventaron? Los católicos tenemos muchos más bienaventurados, en cuyo honor hemos erigido más templos que héroes y semidioses tuvieron los griegos y los romanos; no hay más diferencia que ellos concedían la apoteosis a las hazañas brillantes, y nosotros la concedemos a las virtudes más modestas. Pero aunque divinizaban a sus héroes, no participaban éstos del trono de Zeus, del señor eterno; sólo eran admitidos en su corte, y gozaban de sus favores. ¿No es esto razonable? ¿No es esto la pálida sombra de nuestra jerarquía celeste?

La segunda cosa que reprochamos a los griegos y a los romanos es la multitud de dioses que admitieron para el gobierno del mundo. Neptuno que dirige el mar, Juno el aire, Eolo los vientos, Vesta la tierra, Marte los ejércitos. Dejemos aparte las genealogías de los dioses, que son tan falsas como las genealogías de los hombres; no hagamos caso de sus aventuras, dignas de Las mil noches y una noche, cuyas aventuras no constituyeron nunca el fondo de la religión griega y romana, y decidme de buena fe: ¿es acaso un disparate que adoptaran seres de segundo orden que tuvieran algún poder sobre nosotros, que somos quizás de cienmilésimo orden? ¿No tenemos nosotros nueve coros de espíritus celestes, que son mucho más antiguos que el hombre y que cada uno de ellos tiene nombre diferente? ¿Los judíos no copiaron la mayor parte de esos nombres de los persas? ¿Muchos de esos ángeles no tienen designadas sus funciones? Tenían un ángel exterminador que combatía protegiendo a los judíos: el ángel de los viajeros que guiaba a Tobías. Miguel era el ángel particular de los hebreos, y según dice Daniel, combate al ángel de los persas y habla con el ángel de los griegos. Un ángel de orden inferior refiere a Miguel, en el libro de Zacarías, el estado en que encontró el mundo. Cada nación tenía su ángel. La traducción de los Setenta dice en el Deuteronomio que el Señor dividió las naciones con arreglo al número de ángeles. San Pablo, en las Actas de los Apóstoles, habla al ángel de Macedonia. Esos espíritus celestes los llama la Biblia muchas veces «dioses Eloim», porque en todos los pueblos la palabra que corresponde a theos, deus, dios, no significa siempre señor absoluto del cielo y de la tierra; significa con frecuencia ser celeste, ser superior al hombre, pero dependiente del soberano de la Naturaleza; esta denominación la dan algunas veces a los príncipes y a los jueces.

Suponiendo, pues, que es verdad que existen para nosotros sustancias celestes encargadas de la custodia de los hombres y de los Imperios, los pueblos que admitieron esta verdad sin conocer la revelación son más dignos de estimación que de desprecio. La ridiculez no está en el politeísmo, sino en el abuso que hicieron de él en las fábulas populares, en la multitud de divinidades impertinentes que cada cual se forjó a su capricho.

La diosa de las tetas, dea Rumilia; la diosa del acto del matrimonio, dea Pertunda; el dios del excusado, deus Stercutius; el dios Pedo, deus Crepitus, indudablemente no merecen veneración. Estas puerilidades, que servían de división a los niños y a las viejas de Roma, bastan para probar que la palabra deus tenía allí acepciones muy diferentes. Es seguro que el deus Crepitus no les hacía concebir la misma idea que el deus divum et hominum sator, que era el origen de los dioses y de los hombres. La religión romana era en el fondo muy seria y muy severa. Los juramentos eran allí inviolables. No se podía empezar una guerra sin que él Colegio de los Faciales la hubiera declarado justa. La vestal que se le probaba haber quebrantado el voto de virginidad era sentenciada a muerte. Todo esto nos da a entender que aquel pueblo era austero y no ridículo.

Me concreto aquí a probar que el Senado no razonaba como imbécil adoptando el politeísmo. Se me preguntará cómo es que ese Senado, del que dos o tres miembros nos legaron las cadenas y las leyes, podía consentir que el pueblo tuviera tantas extravagancias y que inventasen tantas fábulas los pontífices. No es difícil contestar a esa cuestión. Los sabios, en todos los tiempos, han utilizado a los locos. Dejaba que el pueblo celebrara sus lupercales y sus saturnales, con tal de que le obedeciera, y no consentía que se comiera nadie los pollos sagrados que profetizaban a los ejércitos la victoria. No debe sorprendernos que los gobiernos más ilustrados permitieran las costumbres y las fábulas más insensatas. Esas costumbres y esas fábulas existían antes de que hubiera verdadero gobierno, y no hay nadie que destruya una ciudad inmensa, pero irregular, para edificarla otra vez con calles tiradas a cordel.

¿Cómo se comprende que en aquellos tiempos veamos por una parte mucha filosofía y mucha ciencia, y por otra parte tanto fanatismo? Porque la ciencia y la filosofía nacieron un poco antes que Cicerón, y el fanatismo vive en el mundo desde hace muchos siglos, y al comprenderlo así el político, dice a la filosofía y al fanatismo: «Vivamos juntos los tres como podamos.»

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