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ÍDOLO, IDOLATRÍA en la religión antigua y cristiana – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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ÍDOLO, IDÓLATRA, IDOLATRÍA

Ídolo, idólatra, idolatría - Diccionario Filosófico de VoltaireEstas palabras traen su etimología del griego, y significan representación de una figura, servir, reverenciar, adorar. La palabra «adorar», como ya sabemos, tiene acepciones diferentes; significa llevar la mano a la boca para hablar con respeto, hacer reverencias, ponerse de rodillas, rendir un culto supremo, y éste es su significado más general.

Es útil fijarse en que el Diccionario de Trevoux empieza el artículo que lleva este título diciendo que todos los paganos eran idólatras y que los indios lo son todavía. A esto debemos objetar que a nadie se llamó pagano antes de la época de Teodosio el Joven, y entonces se llamó así a los habitantes de los «pagos» o aldeas de Italia que conservaron su antigua religión. Debemos objetar también que el Indostán es mahometano, y los mahometanos son enemigos implacables de las imágenes y de la idolatría. Tampoco se debe llamar idólatras a muchos pueblos de la India que pertenecen a la antigua religión de los parsis, ni a algunas castas que no reverencian ningún ídolo.

I – ¿Hubo alguna vez algún gobierno idólatra?

Ningún pueblo del mundo aceptó la clasificación de idólatra, porque esa palabra es injuriosa, como la palabra «gabacho» que los españoles aplicaron antiguamente a los franceses y la de «marranos» que los franceses aplicaron a los españoles. Si hubieran preguntado al Senado de Roma, al Areópago de Atenas, a la corte de los reyes de Persia, «¿Sois idólatras?», no hubieran entendido la pregunta, y no hubieran contestado: «Adoramos imágenes, adoramos ídolos.» Las palabras «idólatra» e «idolatría» no se encuentran en Homero, ni en Hesíodo, ni en Herodoto, ni en ningún autor de la religión pagana. No se promulgó nunca ningún edicto, ninguna ley que mandara que se adorase a los ídolos, que les sirvieran y les considerasen como a dioses.

Cuando los capitanes romanos y cartagineses celebraban tratados, ponían por testigos a sus dioses, y decían que en presencia de ellos juraban la paz, y las estatuas de los dioses, cuya enumeración sería muy larga, no estaban en las tiendas de los generales. Estos fingían que presenciaban los dioses los actos de los hombres como testigos y como jueces, y ciertamente no es el simulacro lo que constituía la divinidad.

¿Cómo consideraban, pues, en los templos las estatuas de sus falsos dioses? Las consideraban, si se nos permite expresarnos de esta manera, como los católicos consideran las imágenes que veneran. El error de los antiguos no consistió en adorar un pedazo de madera o de mármol, sino en adorar la falsa divinidad que representaba ese pedazo de mármol o de madera. La diferencia entre ellos y los católicos no consiste en que ellos tuvieran imágenes y los católicos no las tuvieran en cierta época; la diferencia consiste en que sus imágenes representan seres fantásticos de una religión falsa y las imágenes cristianas simbolizan seres reales de la religión verdadera. Los griegos erigieron una estatua a Hércules y nosotros la hemos erigido a San Cristóbal; ellos tuvieron a Esculapio y su cabra, y nosotros a San Roque y su perro; ellos reconocieron a Marte con su lanza, y nosotros a San Antonio de Padua y a Santiago de Compostela.

Cuando el cónsul Plinio dirige sus ruegos a los «dioses inmortales» en el exordio del panegírico de Trajano, no los dirige a las imágenes, porque las imágenes no eran inmortales. Ni en los últimos tiempos del paganismo ni en los primeros se encuentra un solo hecho del que podamos deducir que adoraron ídolos. Homero sólo habla de los dioses que habitan en la cumbre del Olimpo. El palladium, que descendió del cielo, sólo fue una garantía sagrada de la protección que les dispensaba Palas, y en el palladium veneraban a dicha diosa, como nosotros la santa ampolla.

Los romanos y los griegos se arrodillaban delante de sus estatuas, les ceñían coronas, las perfumaban con incienso y con flores y las paseaban triunfalmente por las plazas públicas; los católicos santificaron esas costumbres, y no por eso se les llama idólatras. Las mujeres, en época de sequía, llevaban las estatuas de los dioses en ayunas, y caminaban descalzas, con la cabellera destrenzada, aunque estuviera lloviendo. ¿Esa costumbre no se calificó de ilegítima entre los gentiles y de legítima entre los católicos? ¿No hemos visto en algunas ciudades llevar procesionalmente cuerpos muertos y corrompidos, para obtener por la intercesión de éstos las bendiciones del cielo? Si un turco o un hombre de letras chino presenciaran semejantes ceremonias, podrían por ignorancia acusar a los italianos de tener fe en los simulacros que pasean en las procesiones.

II – Examen de la idolatría antigua

En la época de Carlos I declararon en Inglaterra que era idólatra la religión católica. Los presbiterianos están convencidos de que los católicos adoran el pan que se comen y figuras que son obra de los escultores y de los pintores. Lo que parte de Europa reprocha a los católicos, éstos se lo reprochan a los gentiles. Sorprende el número prodigioso de acusaciones que en todos los tiempos han fulminado contra la idolatría de los romanos y de los griegos, y esta sorpresa crece de punto cuando nos convencemos de que no fueron idólatras.

Tenían unos templos más privilegiados que otros: la Diana de Éfeso gozaba de mayor reputación que una Diana de aldea. En el templo de Esculapio se realizaban más milagros a Epidauro que en ninguno de los templos de éste. La estatua de Júpiter Olímpico atraía más ofrendas que la de Júpiter de Paflagonia (1). Estando obligados a oponer las costumbres de la religión verdadera a las de una religión falsa, ¿por qué después de transcurrir tantos siglos tenemos más devoción a unos altares que a otros? ¿Nuestra Señora de Loreto no la preferimos a Nuestra Señora de las Nieves y a Nuestra Señora de Halle? (2). Esto no quiere decir que tenga más virtud en la estatua de Loreto que en la estatua de la ciudad de Halle, sino que tenemos más devoción a una que a otra, por creer que la imagen que invocamos al pie de esas estatuas se digna desde el cielo conceder más favores, obrar más milagros en Loreto que en Halle. La multiplicidad de imágenes de la misma persona prueba que no son esas imágenes lo que veneramos y que rendimos el culto a la persona que representan, pues no es posible que cada imagen represente un ser distinto. Existen mil imágenes de San Francisco que no se le parecen ni se parecen unas a otras, y todas ellas simbolizan a un solo San Francisco, que invocan en el día de su fiesta los devotos del santo.

Lo mismo sucedía entre los paganos: inventaron una sola divinidad, un solo Apolo y una sola Diana, y no tantos Apolos y Dianas como tenían en estatuas y en templos. Está demostrado cuanto permite demostrarse un punto de historia, que los antiguos no creían que una estatua fuese una divinidad, y que el culto no se tributaba ni a la estatua ni al ídolo; por lo tanto, los antiguos no eran idólatras. Réstanos saber si basta ese pretexto para acusarnos a nosotros de idolatría.

El populacho grosero y supersticioso, que no sabía razonar, dudar, negar ni creer; que acudía al templo por estar ocioso y porque en él son iguales los pequeños que los grandes; que presentaba ofrendas por costumbre; que hablaba continuamente de milagros sin examinar ninguno de ellos; ese populacho, repito, pudo muy bien ante la Diana de Éfeso o ante Júpiter Olímpico, sobresaltado de temor religioso, adorar esas estatuas. Esto es lo que sucede algunas veces en nuestros templos a los incultos campesinos, a pesar de haberles enseñado que deben pedir su intercesión a los bienaventurados y a los santos, y no a las estatuas de madera o de piedra.

Los griegos y los romanos aumentaron el número de sus dioses por medio de las apoteosis. Los griegos divinizaron a los conquistadores, como por ejemplo, a Baco, a Hércules, a Perseo; Roma erigió altares a sus emperadores. Nuestras apoteosis son de distinta clase: tenemos más santos que ellos tenían dioses secundarios. Pero no los clasificamos de tales por su alta posición ni por sus conquistas, y erigimos templos a hombres sencillamente virtuosos que desconocería el mundo si no ocuparan un sitio en el cielo. La adulación servía de base para las apoteosis de los antiguos; las nuestras se fundan en la virtud.

Cicerón, en sus obras de filosofía, ni siquiera hace sospechar que los romanos confundieran las estatuas de los dioses con los dioses mismos; sus interlocutores atacan la religión establecida, pero ninguno de ellos acusa a los romanos de creer que el mármol y el bronce son divinidades. Lucrecio no reprocha a nadie esa tontería, y le place atacar a los supersticiosos. Esos dos autores prueban que los antiguos no fueron idólatras.

Horacio hacer decir a una estatua de Príapo: «Fui yo en otro tiempo un tronco de higuera, y un carpintero, dudando si haría de mí un dios o un banco, se decidió por fin a hacerme dios» (3). ¿Qué debemos deducir de este chiste? Que Príapo era una divinidad subalterna en la que se cebaban los burlones, y ese chiste prueba que no reverenciaban la figura de Príapo, que ponían en las huertas como espantajo para asustar a los pájaros.

Dacier, en vez de afirmar que los romanos adoraban la estatua de Príapo, debía haber dicho que los romanos se burlaban de ella. Consultad todos los autores que hablan de las estatuas de sus dioses, y veréis que ninguno de ellos habla de idolatría, hablan en sentido contrario. Ovidio dice: «En la imagen de Jove, sólo a Jove se adora.» Stacio dice: «Los dioses no están encerrados en ningún arca; habitan en nuestros corazones.» Lucano: «El universo es la morada y el imperio de Dios.» Pudiéramos aglomerar muchas citas de autores romanos que declaran que las imágenes sólo se consideraban como imágenes.

Sólo en los casos en que las estatuas pronunciaban oráculos pudiéramos creer que encerraban algo divino; pero la opinión reinante entonces era que los dioses habían escogido ciertos altares, ciertos simulacros, para residir en ellos algunas veces, dar audiencias a los hombres y contestarles. Sólo se encuentran en Hornero y en los coros de las tragedias griegas preces dirigidas a Apolo, que pronuncia sus oráculos en las montañas, en tal tiempo o en tal ciudad, pero no hay en toda la antigüedad el menor indicio de un ruego dirigido a alguna estatua; era posible que creyeran que el espíritu divino prefiriera algunos templos y algunas imágenes, como se creyó que prefería a algunos hombres; pero éste era un error de hecho. También tenemos nosotros muchas imágenes milagrosas. Los antiguos se vanagloriaban de tener lo que nosotros poseemos, y si nosotros no somos idólatras, ¿qué derecho tenemos para decir que ellos lo fueran?

 

 

Los que profesaban la magia, creyendo que era una ciencia o fingiendo que lo creían, se vanagloriaban de poseer el secreto para hacer descender a los dioses del cielo y meterse dentro de las estatuas, pero no a los dioses mayores, sino a los dioses secundarios y a los genios. Esto es lo que Mercurio Trismegista llama «hacer dioses», y esto es lo que San Agustín refuta en el libro titulado La ciudad de Dios. Pero esto mismo nos demuestra que los simulacros no tenían nada de divino, porque necesitaban que un mago les diera vida, y me parece que sucedería raras veces que el mago fuera bastante hábil para dar alma a una estatua y para hacerla hablar.

En una palabra, las imágenes de los dioses no eran dioses. Júpiter, y no su imagen, lanzaba el rayo; la estatua de Neptuno no alborotaba los mares, ni la de Apolo concedía la luz. Los griegos y los romanos eran gentiles y politeístas, pero no eran idólatras. Los injuriamos de ese modo cuando nosotros no teníamos estatuas ni templos, y hemos continuado injuriándolos cuando nos hemos servido de la pintura y de la escultura para honrar nuestras verdades, como ellos se sirvieron de esas dos bellas artes para honrar sus errores.

III – Los persas, los sabeos, los egipcios, los tártaros, los turcos, no han sido idólatras.- Antigüedad del origen de los simulacros llamados ídolos.- Historia de su culto.

Es incurrir en un error llamar idólatras a los pueblos que rindieron culto al sol y a las estrellas. Esas naciones carecieron mucho tiempo de simulacros y de templos, y sólo se equivocaron en tributar a los astros el culto que debían al que los creó. Además, el dogma de Zaratustra recogido en el Sadder enseña que existe un Ser Supremo, vengador y remunerador, y esta enseñanza está muy lejos de la idolatría. La China no conoció nunca los ídolos, y observó siempre el culto sencillo del dueño del cielo Kingtien. Entre los tártaros, Gengis-kan no era idólatra, y no tenía ningún simulacro. Los musulmanes que habitan en Grecia, en el Asia Menor, en Siria, en Persia, en la India y en África, llaman a los cristianos idólatras, giaurs, porque creen que los cristianos rinden culto a las imágenes, y destrozaron muchas estatuas que encontraron en Constantinopla, en las iglesias de Santa Sofía, de los Santos Apóstoles y en otras, que convirtieron en mezquitas. Les engañó la apariencia, que engaña con frecuencia a los hombres, haciéndoles creer que los templos dedicados a santos que fueron hombres, que las imágenes de esos santos que adoraban de rodillas, que los milagros que se verificaban en esos templos, eran pruebas indudables de la más completa idolatría, y sin embargo, no lo son. Los cristianos adoran un Dios único y reverencian en los bienaventurados la virtud de Dios, que obra por medio de los santos. Los iconoclastas y los protestantes también acusan de idolatría a la Iglesia católica, y siempre se les da la misma contestación.

Como el hombre rara vez tiene ideas exactas y tampoco las expresa con exactitud, llamamos idólatras a los gentiles, y sobre todo politeístas. Se han escrito muchos volúmenes para sostener opiniones diferentes respecto al origen del culto tributado a Dios o a muchos dioses bajo la apariencia de figuras sensibles; esa multitud de libros y de opiniones sólo prueba que lo ignoramos. ¡No sabemos quién inventó el traje y el calzado y queremos saber quién inventó los ídolos! Nada podemos deducir de un pasaje de Sanchoniathon, que vivía antes de la guerra de Troya; nada nos enseña cuando nos dice que el caos, el espíritu, el «soplo», enamorado de sus principios, sacó de ellos el limo, hizo el aire luminoso, y el viento Colp y su mujer Baü engendraron a Eon, Ron engendró a Genos, y que Cronos, descendiente de éste, tenía dos ojos detrás y dos delante, se convirtió en dios y dio el Egipto a su hijo Thaut. He aquí uno de los más respetables monumentos de la antigüedad.

Orfeo sólo nos enseña en su Teogonía lo que Damascio nos ha conservado. Orfeo representa el principio del mundo bajo la figura de un dragón con dos cabezas, una de toro y otra de león, con el rostro en medio de ellas y con alas doradas en la espalda. De esas fantasías tan extravagantes podemos deducir dos grandes verdades: la primera es que las imágenes sensibles y los jeroglíficos se conocen desde la más remota antigüedad, y la segunda es que los antiguos filósofos reconocieron un primer principio.

En cuanto al politeísmo, el sentido común nos hace comprender que desde que existieron hombres, esto es, animales débiles, capaces de razón y de locura, sujetos a muchos accidentes, a las enfermedades y a la muerte, conocieron su debilidad y su dependencia, y reconocieron fácilmente que hay algo más poderoso que ellos; presintieron que existe una fuerza en la tierra, que les suministra los alimentos; una fuerza en el aire, que con frecuencia los destruye; una fuerza en el fuego, que consume, y una fuerza en el agua que sumerge. ¿No es natural en hombres ignorantes figurarse que existen seres que presiden a los elementos? ¿No es natural que reverenciaran la fuerza invisible que hacía brillar a sus ojos el sol y las estrellas? Cuando trataron de adquirir una idea de esas potencias superiores al hombre, ¿no es natural que se las representasen de una manera sensible? ¿Podían hacerlo de otra manera? La religión judía, que precedió a la nuestra y que inspiró el mismo Dios, estaba llena de esas imágenes que la simbolizan. Dios se digna hablar dentro de una zarza el lenguaje humano, y aparece sobre una montaña; los espíritus celestes que Él envía descienden también en forma humana, y el santuario está cubierto de querubines que tienen cuerpo de hombre y alas y cabeza de animales. Esto es lo que dio pie al error de Plutarco, de Tácito y de otros, de reprochar a los judíos que adorasen una cabeza de asno; Dios, a pesar de haber prohibido pintar y esculpir su imagen, se dignó ponerse a nivel de la debilidad humana, que deseaba que hablaran a sus sentidos por medio de imágenes.

Isaías, en el capítulo VI, ve al Señor sentado sobre un trono y que la parte baja de su manto llena el templo. El Señor extiende la mano, y toca en la mano a Jeremías, en el capítulo I de ese profeta. Ezequiel ve aparecérsele un trono de zafiro, en el que Dios está sentado como un hombre. Estas imágenes no alteran la pureza de la religión judía, que no empleó nunca cuadros, estatuas ni ídolos para representar a Dios a los ojos del pueblo.

Los hombres de letras de la China, los parsis, los antiguos egipcios, no tuvieron ídolos; pero muy pronto simbolizaron a Isis y a Osiris; bien pronto Bel fue en Babilonia un gran coloso, Brahma un monstruo caprichoso en la península de la India. Los griegos multiplicaron los nombres de los dioses, las estatuas y los templos, pero siempre atribuyendo el supremo poder a Zeus, que los latinos llaman Júpiter, señor de los dioses y de los hombres. Los romanos Imitaron a los griegos, y ambos pueblos colocaron los dioses en el cielo, sin saber qué es lo que por cielo entendían (4).

Los romanos tuvieron doce dioses superiores, seis machos y seis hembras, que llamaban Deii majorem gentium: Júpiter, Neptuno, Apolo, Vulcano, Marte, Mercurio, Juno, Vesta, Minerva, Ceres, Venus y Diana. Se olvidaron entonces de Plutón, y Vesta ocupó su sitio. Tenían luego dioses inferiores, minorum gentium, semidioses, héroes, como Baco, Hércules y Esculapio; dioses infernales, como Plutón y Proserpina; dioses del mar, como Tetis, Anfitrita, las Nereidas, Glascus; además tenían las Dríadas, las Náyades, los dioses de los jardines y de los pastores; tenían dioses para cada profesión, para cada función de la vida, para los niños, para las jóvenes núbiles, para las casadas, para las paridas; hasta tuvieron al dios Pedo. Divinizaron a los emperadores, pero ni los emperadores, ni el dios Pedo, ni la diosa Pertunda, ni Príapo, ni Rumilia, que era la diosa de las tetas, ni Stercucio, que era el dios de la guardarropa, eran considerados como señores del cielo y de la tierra. Algunas veces erigieron templos a los emperadores, honor que no gozaron nunca los dioses penates; pero unos y otros tuvieron su representación en estatuas o en ídolos.

Había ídolos que adornaban los gabinetes de los particulares, que servían de solaz a las viejas y a los niños, y que no estaban autorizados para recibir culto público. Dejaban en libertad a cada individuo para tener la superstición que quisiera. Todavía se han encontrado algunos de esos ídolos pequeños en las ruinas de las ciudades antiguas.

Aunque no sabemos con exactitud cuándo empezaron a conocerse los ídolos, sabemos que datan de la más remota antigüedad. Thare, padre de Abraham, construía ídolos en Ur, que pertenecía a la Caldea. Raquel robó y se llevó los ídolos de su suegro Labán. Nada sabemos de más atrás respecto a este punto.

¿Qué noción tenían las antiguas naciones de todos esos simulacros, qué virtud y qué poder les atribuían? ¿Creían que los dioses descendían del cielo para esconderse en las estatuas, que les comunicaban una parte del espíritu divino, o que no se la comunicaban? Sobre esta cuestión se ha escrito bastante inútilmente, porque cada hombre la juzga según el grado de su razón, de su credulidad o de su fanatismo. Es evidente que los sacerdotes atribuían el mayor grado de divinidad que les era posible a las estatuas para atraerse más ofrendas. Sabemos que los filósofos reprobaban esas supersticiones, que los guerreros se burlaban de ellas, que los magistrados las toleraban y que el pueblo no sabía qué pensar. Ésta es, en pocas palabras, la historia de todas las naciones a las que Dios no se dignó darse a conocer.

Podemos decir lo mismo de la idea del culto que en todo el Egipto se rendía a un buey, que muchas ciudades tributaban a un perro, a un mono, a un gato o a las cebollas. Hay motivo para creer que al principio esos objetos fueron emblemas y que luego adoraron al buey Apis y al perro Anubis; comían siempre bueyes y cebollas; pero es difícil averiguar qué idea tuvieron las mujeres viejas de Egipto de las cebollas sagradas y de los bueyes.

Los ídolos hablaban algunas veces. Conmemoraban en Roma el día de la fiesta de Cibeles, las palabras que dicha estatua pronunció cuando la trasladaron desde el palacio del rey Attale. Dijo lo siguiente: «Quise yo que me quitaran de aquí; llevadme pronto a mi sitio: Roma merece que todos los dioses se establezcan en dicha ciudad.» La estatua de la Fortuna también habló; los Escipiones, los Cicerones y los Césares no lo creían; pero la vieja a la que Eucolpe dio un escudo para que comprara gansos y dioses (5) pudo muy bien creerlo. Los ídolos pronunciaban también oráculos, y los sacerdotes, escondidos en el hueco de las estatuas, hablaban en nombre de la Divinidad.

¿Cómo es que las naciones antiguas, que contaban con muchos dioses, con teogonías distintas y con cultos particulares no conocieron nunca las guerras religiosas? La paz que gozaron fue un bien que nació de un mal, que nació de un error; porque a cada nación, como reconocía muchísimos dioses inferiores, le parecía bien que los demás pueblos tuvieran los suyos. Si exceptuamos a Cambises, que mató al buey Apis, no encontramos en la historia profana ningún conquistador que maltratara los dioses de los pueblos vencidos. Los gentiles no reconocieron religión exclusiva, y los sacerdotes sólo pensaban en multiplicar las ofrendas y los sacrificios. Las primeras ofrendas consistieron en frutos, pero muy pronto fue preciso sacrificar animales para que se los comieran los sacerdotes, y ellos mismos los degollaban, convertidos en carniceros, y al fin introdujeron la costumbre horrible de inmolar víctimas humanas, sobre todo niños y doncellas. Nunca los chinos, ni los parsis, ni los indios fueron culpables de semejantes abominaciones; pero en Hierópolis, que pertenecía al Egipto, según refiere Porfirio, sacrificaban hombres.

En la Tauridia inmolaban a los extranjeros; por fortuna los sacerdotes de la Tauridia podían hacer rara vez esos sacrlficios. Los primitivos griegos, los fenicios, los tirios y los cartagineses, participaron de esta abominable superstición. Hasta los romanos incurrieron en ese crimen de religión. Plutarco refiere que inmolaron dos griegos y dos galos para expiar las galanterías de tres vestales. Procopio, que fue contemporáneo de Teodeberto, rey de los francos, dice que éstos inmolaron varios hombres cuando penetraron en Italia con dicho príncipe. Los galos y los germanos usaban tan horribles sacrificios. No se puede leer la Historia sin sentir horror hacia el género humano.

Entre los judíos, Jefté sacrificó a su hija. Abraham se preparaba para inmolar a su hijo; verdad es que los que condenaba el Señor por anatema no podían rescatarse, y era indispensable que pereciesen. En otra parte nos ocuparemos de las víctimas humanas que sacrificaron todas las religiones (6).

Para consolar al género humano de los horrores que acabamos de referir, diremos que en casi todas las naciones que se llamaban idólatras existieron la teología sagrada y el error popular, el culto secreto y las ceremonias públicas, la religión de los sabios y la del vulgo. Enseñaban la existencia de un solo Dios a los iniciados en los misterios; para convencerse de esto basta leer el himno atribuido al antiguo Orfeo, que se cantaba en los misterios de Ceres Eleusina, célebre en Europa y en Asia, y que dice así: «Contempla la naturaleza divina, ilumina tu espíritu, dirige tu corazón, anda por el camino de la justicia, que el Dios del cielo y de la tierra esté siempre delante de tus ojos: es único, existe por sí mismo, todos los seres reciben de Él la existencia, los sostiene a todos, jamás le vieron los mortales, y Él lo ve todo.»

Léase además este pasaje del filósofo Máximo de Madaura: «¿Qué hombre es bastante ignorante y bastante estúpido para dudar de que existe un Dios Supremo, eterno, infinito, que no engendró nada semejante a Él, y que es el padre común de todo?» Hay otros muchos testimonios de que los sabios no sólo aborrecían la idolatría, sino también el politeísmo.

Epicteto, modelo de resignación y de paciencia, hombre superior nacido en la condición más humilde, habla siempre de un solo Dios. Ved lo que dice en esta máxima: «Dios me creó, Dios está dentro de mí y lo llevo a todas partes. ¿Debo mancharlo con pensamientos obscenos, con actos injustos, con infames deseos? Mi deber consiste en dar gracias a Dios por todo, en alabarle por todo y en no cesar de bendecirle hasta que cese de vivir.» ¿Puede llamarse idólatra a Epicteto?

Marco Aurelio, que fue quizá tan grande sentado en el trono del Imperio romano como Epicteto sumido en la esclavitud, es verdad que habla con frecuencia de los dioses, ya para conformarse con el lenguaje admitido, ya para expresar los seres intermediarios entre el Ser Supremo y los hombres; pero en muchas partes nos da a entender que reconoce la existencia de un Dios eterno e infinito. «Nuestra alma -dice- es una emanación de la Divinidad: mis hijos, mi cuerpo y mi espíritu provienen de Dios.»

Los estoicos y los platónicos admitían una naturaleza divina y universal; los epicúreos la negaban. Los pontífices hablaban de un Dios único en los misterios. ¿Quiénes eran, pues, idólatras?

El Diccionario de Morelli incurre en el error de decir que desde el tiempo de Teodosio el Joven sólo quedaron idólatras en los países más atrasados de Asia y de África. Quedaron en Italia muchos pueblos que permanecieron siendo gentiles hasta el siglo VII. El Norte de Alemania, desde el Véser, no era cristiano desde los tiempos de Carlomagno. La Polonia y todo el Septentrión continuaron mucho tiempo después de dicho emperador profesando lo que se llama idolatría. La mitad de África, todos los países que están más allá del Ganges, el Japón, el populacho de la China y muchísimas hordas de tártaros han conservado su antiguo culto. En Europa, sólo algunos lapones, algunos samoyedos, y algunos tártaros han perseverado en la religión de sus antepasados.

Terminemos por notar que en la época que conocemos por la Edad Media, llamábamos al país de los mahometanos la Paganía, y tratábamos de idólatras, de adoradores de imágenes, a un pueblo que tenía horror a éstas. Confesemos también que tienen motivo los turcos para creer que somos idólatras, cuando contemplan nuestros altares cargados de imágenes y de estatuas.

Un gentilhombre del príncipe Ragotski me contó, bajo palabra de honor, que habiendo entrado en un café en Constantinopla, la dueña del establecimiento mandó que no le sirvieran, porque creyó que era idólatra. Pero como era protestante, juró y perjuró que no adoraba la hostia ni las imágenes. «Si eso es cierto —le contestó la dueña—, venid al café todos los días y mandaré que os sirvan gratis.»

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(1) Paflagonia: región del Asia Menor.
(2) Halle: ciudad de los Países Bajos austríacos, situada en el Hainaut y en la frontera de Brabante. Tomó su nombre de la iglesia de Nuestra Señora de Halle, patrona de la ciudad.-N. del T.
(3) Sátira VIII del libro I.
(4) Véase el artículo titulado Cielo de los antiguos.
(5) Petronio, cap. CXXXVII.
(6) Véase el artículo titulado Jefté

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