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HEREJÍA, herejes – Voltaire – Diccionario Filosófico

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HEREJÍA

Herejía - Diccionario Filosófico de Voltaire

Es una palabra griega que significa «creencia», «opinión escogida». Hace poco honor a la razón humana que los hombres se hayan odiado unos a otros, se hayan perseguido y se hayan asesinado por profesar opiniones distintas; pero honra mucho menos a la razón que esa manía sea peculiar en ella, como la lepra lo fue de los hebreos y la viruela de los caraibos.

Sabemos, teológicamente hablando, que la herejía se convierte en crimen, y la palabra que lo designa, en injuria; sabemos, repito, que como sólo la Iglesia latina tiene razón, la asiste derecho para reprobar a los que aceptan opinión distinta de la suya. Por otra parte, la Iglesia griega también tuvo el mismo derecho, y por eso reprobó a los romanos cuando admitieron una creencia distinta a la de los griegos respecto a la procesión del Espíritu Santo, respecto al comer carne en Cuaresma, respecto a la autoridad del Papa, etcétera, etc.

¿Pero en qué se fundaron para llegar hasta el extremo de quemar vivos a los hombres los que fueron más fuertes, cuando los más débiles tuvieron opiniones contrarias a las de aquéllos? Sin duda los quemados fueron criminales ante Dios, por estar tercamente obcecados, y deben arder durante una eternidad en el otro mundo; pero ¿por qué quemarles en éste a fuego lento? Además de que procediendo de ese modo se adelantaban a la justicia de Dios, ese suplicio era tan cruel como inútil, porque una hora de sufrimiento añadida a la eternidad, es nada, es cero.

Los hombres devotos, o mejor dicho, fanáticos, replican a estos reproches que era muy justo poner sobre brasas encendidas a los que opinaban lo contrario que la Iglesia latina, porque es conformarse con los designios de Dios quemar a los que Él ha de quemar más tarde, y ya que el suplicio de la hoguera, que dura una hora o dos, es nada comparado con la eternidad, importa muy poco que se quemen todos los herejes de cinco o de seis provincias.

No falta quien se preguntará en la actualidad en qué país de antropófagos se agitaron semejantes cuestiones, y se resolvieron matando a fuego lento a fabuloso número de hombres, y con vergüenza tenemos que contestar que eso sucedió en nuestro país y en las mismas ciudades que hoy se ocupan de la ópera, de la comedia, de bailes, de modas y de amor.

Por desgracia, fue un tirano el que introdujo el método de condenar a muerte a los herejes, y no fue uno de esos tiranos equívocos, que considera santo un partido y monstruo el partido contrario; se llamaba Máximo, que era competidor de Teodosio I, reconocido como verdadero tirano por el Imperio, tomando esta palabra en todo su rigor. Hizo morir en Tréveris, por mano de los verdugos, al español Prisciliano y a sus secuaces, cuyas opiniones juzgaron erróneas algunos obispos de España (1). Dichos prelados pidieron con tanto calor y con tanta claridad el suplicio de los priscilianistas, que Máximo no pudo negárselo. Esos prelados no cejaron en sus exigencias, y llegaron a pedirle que mandara cortar la cabeza a San Martin, por hereje, y éste tuvo la suerte de poderse escapar de Tréveris y de regresar a Tours.

Sólo se necesita un caso para establecer una costumbre. Al primer escita que arrancó la cabeza a su enemigo y convirtió en copa su cráneo, siguieron imitándole los más ilustres hombres de la Escitia. De ese mismo modo, pues, el suplicio de Prisciliano consagró la costumbre de emplear los verdugos para matar a los herejes.

No se encuentran herejías en las religiones antiguas, porque sólo conocieron la moral y el culto. En cuanto la metafísica se introdujo en el cristianismo, empezaron las disputas, y de las disputas nacieron diferentes partidos, lo mismo que en las escuelas de filosofía. Era imposible que la metafísica no contaminara sus incertidumbres a la fe en Jesucristo, que nada escribió, y cuya encarnación era un problema que los nuevos cristianos, no inspirados por el mismo Dios, resolvían de diferentes modos. «Cada uno aceptaba un partido», dice terminantemente San Pablo.

Durante mucho tiempo llamaron nazarenos a los cristianos, y hasta los mismos gentiles no les daban otro nombre en los dos primeros siglos; pero luego se estableció una escuela particular de nazarenos que creían en un evangelio que era distinto de los cuatro evangelios canónicos. Se ha supuesto que difería muy poco del de San Mateo y que era anterior. San Epifanio y San Jerónimo colocan a los nazarenos en la cuna del cristianismo.

Los que se creían más sabios que los otros tomaban el título de gnósticos, esto es, «conocedores»; y ese título fue durante mucho tiempo tan honroso, que San Clemente de Alejandría, en sus Strómatas, llama siempre buenos cristianos a los verdaderos gnósticos. «Dichosos aquellos —dice— que consiguieron la santidad gnóstica, porque el que merece ese nombre puede resistir las seducciones y da a todo el que le pide.» El quinto y sexto libro de las Strómatas sólo versan sobre la perfección del gnóstico.

Los ebionitas existieron indudablemente en el tiempo de los apóstoles; esta palabra, que significa «pobre», les hacía amar la pobreza, en la que nació Jesús (2).

A Cerinto, que era también de la misma época, se le atribuyó el Apocalipsis de San Juan. Se cree que él y San Pablo tuvieron violentas disputas (3).

Parece a nuestra débil comprensión que debía esperarse que los primeros discípulos hiciesen una declaración solemne, una profesión de fe completa e inalterable, que terminase todas las cuestiones pasadas y que evitase todas las cuestiones futuras; pero Dios no lo permitió. El símbolo llamado de los apóstoles es corto, y en él no se encuentran ni la consubstancialidad, ni la Trinidad, ni los siete sacramentos, y no apareció hasta los tiempos de San Jerónimo, de San Agustín y de Rufino, célebre sacerdote de Aquilea, cuyo sacerdote dicen que lo redactó.

Las herejías tuvieron tiempo para multiplicarse, y en el siglo V llegó a haber más de cincuenta. Sin pretender escrutar los designios de la Providencia, que son impenetrables para nosotros, y consultando hasta el punto que nos sea permitido el criterio de nuestra débil razón, parece que entre tantas opiniones sobre muchos artículos debió haber siempre alguno que debía prevalecer, y esta opinión era la ortodoxa: las demás opiniones, aunque también eran ortodoxas, como eran las más débiles las llamaron heréticas.

Cuando con el transcurso del tiempo la Iglesia cristiana oriental, que fue la madre de la Iglesia de Occidente, rompió para siempre con su hija, cada una de ellas quedó soberana en los países donde imperaba, y cada una tuvo sus particulares herejías, nacidas de la opinión dominante.

Los bárbaros del Norte, que eran cristianos nuevos, no podían tener las mismas opiniones que las regiones meridionales, porque no pudieron adoptar los mismos usos. Por ejemplo: no pudieron en mucho tiempo adorar imágenes, porque no tenían pintores ni escultores. Era muy peligroso bautizar a un niño en invierno en el Danubio, en el Véser o en el Elba.

Era muy difícil que los habitantes de las orillas del mar Báltico conocieran las opiniones de los habitantes del Milanesado y de la Marca de Ancona. Los pueblos del Mediodía y del Norte de Europa tuvieron, pues, creencias distintas unos de otros. Me parece que por este motivo Claudio, obispo de Turín, conservó en el siglo IX todos los usos y todos los dogmas adoptados en los siglos VII y VIII desde el país de los alóbroges hasta el Elba y el Danubio.

Esos dogmas y esos usos se perpetuaron en los valles, en las montañas y en las orillas del Ródano, en pueblos desconocidos, que la depredación general dejó en paz en su retiro y en su pobreza, hasta que al fin aparecieron en el siglo XII llamándose valdenses, y en el siglo XIII llamándose albigenses. Sabido es el modo como trataron sus opiniones; sabido es que predicaron cruzadas contra ellos, que produjeron horribles matanzas, y sabido es que desde entonces hasta la mitad del siglo XVIII no transcurrió ni un solo año de tranquilidad y de tolerancia en Europa.

Es un gran mal ser herejes; ¿pero acaso es un bien empeñarse en que sostengan la ortodoxia las bayonetas y los verdugos? ¿No sería preferible que cada uno se comiese el pan tranquilamente sentado a la sombra de su higuera? Temblando me atrevo a hacer esta proposición.

II

Es de sentir que se perdiera la relación que Strategio redactó sobre las herejías por orden de Constantino. Amiano (Marcelino) nos dice que dicho emperador, queriendo saber exactamente las opiniones de las sectas, y no encontrando persona que se las diera detalladas, encargó al citado oficial de este trabajo. M. de Valois, en las notas que puso a Amiano, observa que Strategio, que fue prefecto de Oriente, era tan sabio y elocuente como moderado y suave. La elección de un laico que hizo el emperador Constantino, prueba que en aquella época ningún eclesiástico reunía las cualidades necesarias para realizar tan delicado trabajo. En efecto, San Agustín refiere que un obispo de Bresse, llamado Filastrio, cuya obra se encuentra en la Biblioteca de los Santos Padres, después de reunir hasta las herejías que aparecieron en el pueblo judío antes de la época de Jesucristo, cuenta veintiocho de aquéllas y ciento veintiocho desde los tiempos de Jesús, mientras que San Epifanio, comprendiendo unas y otras, sólo encuentra ochenta. San Agustín se explica esta diferencia diciendo que lo que le parece herejía al uno no se lo parece al otro. Por eso este Santo Padre dice a los maniqueos: «Nos guardaremos bien de tratarnos con rigor; abandonamos ese proceder a los que no conocen el trabajo que cuesta encontrar la verdad y lo difícil que es preservarse de los errores; abandonamos ese proceder a los que ignoran los suspiros y los gemidos que cuesta adquirir un leve conocimiento de la naturaleza divina. Debo toleraros, como me toleraron a mí en otro tiempo, usando con vos la misma tolerancia que tuvieron conmigo; yo estuve extraviado» (4).

La tolerancia no fue nunca la virtud del clero. Hemos visto en el artículo titulado Concilio las sediciones que excitaron los eclesiásticos con motivo del arrianismo. Eusebio nos refiere que hubo sitios en los que derribaron las estatuas de Constantino, sólo porque deseaba que soportasen a los arrianos, y Sozomeno dice que cuando murió Eusebio de Nicomedia y el arriano Macedonio disputaba el trono episcopal de Constantinopla al católico Pablo, el desorden y la perturbación llegaron a ser tan grandes en la Iglesia, de la que se querían expulsar recíprocamente, que los soldados, creyendo que el pueblo se sublevaba, hicieron fuego contra éste, se batieron con él, y más de tres mil personas murieron a sablazos o ahogadas. Macedonio ascendió al trono episcopal, se apoderó en seguida de todas las iglesias y persiguió cruelmente a los novacianos y a los católicos. Por vengarse de estos últimos negó la divinidad del Espíritu Santo y reconoció la divinidad del Verbo, que negaban los arrianos, por hacer la oposición a su protector Constantino, que en tiempos anteriores le había depuesto.

El mismo historiador añade que, a la muerte de Atanasio, los arrianos, protegidos por Valente, detuvieron, encadenaron e hicieron morir a los que permanecían fieles a Pedro, que Atanasio había designado como sucesor suyo. Se encontraban en Alejandría como en una ciudad tomada por asalto. Los arrianos se apoderaron en poco tiempo de todas las iglesias y concedieron al obispo que nombraron la facultad de desterrar de Egipto a todos los que permanecieran fieles a lo acordado en el concilio de Nicea.

Cuando murió Lisinio, la Iglesia de Constantinopla se dividió en dos partidos para elegir sucesor a éste, y Teodosio el Joven colocó en la silla patriarcal al fogoso Nestorio, que en su primer sermón dijo al emperador: «Limpiadme el mundo de herejes, y yo os daré el cielo; apoyadme para exterminarlos, y yo os prometo ayuda eficaz para batir a los persas.» En seguida expulsó a los arrianos de la capital, armó al pueblo contra ellos, destruyó sus iglesias y consiguió que el emperador dictara edictos tiránicos para acabar de exterminarlos. Prevalido de su influencia, encarceló y mandó dar latigazos a las personas más conocidas del pueblo que habían interrumpido un discurso que pronunció exponiendo la misma doctrina que muy pronto condenó el concilio de Éfeso.

Focio refiere que en cuanto el sacerdote llegaba al altar, era costumbre en la iglesia de Constantinopla que el pueblo dijera cantando: «Dios Santo, Dios fuerte, Dios inmortal»; a cuyas palabras Pedro Le Foulon añadió estas otras: «Por nosotros crucificado, tened piedad de nosotros.» Los católicos creyeron que esa adición contenía el error de los eustaquianos; pero sin embargo, siguieron cantando el trisagio con la indicada adición por no irritar al emperador Anastasio, que acababa de deponer a Oto Macedonio y de colocar en su sitio a Timoteo, por orden del cual se cantaba esa adición. Pero llegó un día en que varios frailes entraron en la iglesia, y en vez de la adición, cantaron un versículo de salmo, y el pueblo exclamó complacido: «Los ortodoxos han llegado oportunamente.» Los partidarios del concilio de Calcedonia cantaron, acompañando a los frailes, el versículo del salmo; los eustaquianos se opusieron en voz alta y con violencia; quedó interrumpido el santo oficio, se pegaron en la iglesia, salió el pueblo en busca de armas y causó en la ciudad espantosa carnicería, no apaciguándose su furor hasta después de matar diez mil hombres (5).

El poder imperial consiguió por fin que en todo Egipto se reconociera la autoridad del concilio de Calcedonia; pero como en diferentes ocasiones costó la muerte a más de cien mil egipcios reconocer ese concilio, sentían éstos un odio implacable contra los emperadores. Parte de los enemigos de este concilio se refugió en el alto Egipto, y otra parte de ellos salieron del Imperio y se dirigieron a África para vivir entre los árabes, que toleraban todas las religiones (6). Ya dijimos que durante el reinado de Irene se restableció el culto de las imágenes, que lo confirmó el segundo concilio de Nicea. León el Armenio, Miguel el Tartamudo y Teófilo hicieron cuanto pudieron por abolirlo, y esta contienda siguió causando perturbaciones en el Imperio de Constantinopla, hasta el reinado de la emperatriz Teodora, que consiguió que en el segundo concilio de Nicea tuviera fuerza de ley, que extinguió el partido de los iconoclastas y que persiguió a los maniqueos, dictando órdenes en todo el imperio para que los persiguieran en todas partes y para que mataran a los que no querían convertirse. Murieron más de cien mil con diferentes géneros de muerte, y cuatro mil que consiguieron escaparse buscaron su salvación entre los sarracenos, uniéndose a ellos para destruir parte del territorio del Imperio, y edificaron plazas fuertes, en las que se refugiaron los maniqueos y en las que constituyeron un poder formidable, no sólo por su número, sino por el odio que tenían a los emperadores y a los católicos. Muchas veces saquearon varios puntos del Imperio y destrozaron los ejércitos de éste.

Para abreviar los detalles de esas matanzas religiosas, citaremos las de Irlanda, donde en cuatro años exterminaron ciento cincuenta mil herejes; las de los valles del Piamonte, las que describiremos en el artículo titulado Inquisición, y las de Saint- Barthelemy.

He aquí cómo se expresa, respecto a los sectarios de una de las primeras herejías, un digno sacerdote de Marsella, apellidado el Maestro de los obispos, que deploró con tanto dolor los trastornos de su época, que le llamaron el Jeremías del siglo V. «Los arrianos —dice— son herejes, pero no lo saben; son herejes para nosotros, pero no para ellos, puesto que se creen tan católicos que piensan que nosotros somos los herejes. Estamos convencidos nosotros de que creen ellos una cosa injuriosa para la generación divina opinando que el Hijo es menor que el Padre; en cambio ellos creen que nosotros tenemos opinión injuriosa para el Padre, porque creemos que el Padre y el Hijo son iguales; la verdad está de nuestra parte, pero ellos creen tenerla de la suya. Tributamos a Dios el honor que le debemos, pero ellos pretenden también tributárselo pensando del modo que piensan. No cumplen con su deber, pero precisamente en lo que faltan a éste es en lo que creen que consiste el mayor deber de la religión. Son impíos, pero siéndolo creen tener la verdadera devoción. Se equivocan, pero es por un principio del amor hacia Dios, y aunque desconocen la verdadera fe, consideran la fe que sienten como el más perfecto amor hacia Dios. Nadie sabe cómo los castigará por su error el día del juicio el Juez soberano del universo, que los tolera con paciencia, porque conoce que su error dimana de la devoción.»

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(1) Historia de la Iglesia, siglo IV.
(2) Parece poco verosímil que los demás cristianos les llamaran ebionitas para dar a entender que eran «pobres de entendimiento». Se asegura que creían que Jesús era hijo de José.
(3) Cerinto y los suyos decían que Jesús sólo llegó a ser Cristo después de su bautizo. Cerinto fue el primer autor de la doctrina del reinado de mil años, que adoptaron muchos Padres de la Iglesia.
(4) San Agustín, Carta-contestación a Manes, caps. II y III.
(5) Evagro, Vida de Teodosio, lib. III, caps. XXXIII y XLIV.
(6) Historia de los patriarcas de Alejandría, pág. 174 .

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