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FANÁTICO, FANATISMO religioso y barbarie – Voltaire-Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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FANATISMO

Fanatismo, fanático - Diccionario Filosófico de VoltaireFanatismo es el efecto de una conciencia falsa que sujeta la religión a los caprichos de la fantasía y el desconcierto de las pasiones.

Generalmente proviene de que los legisladores han tenido miras mezquinas, o de que se traspasaron los límites que ellos prescribían. Sus leyes sólo eran a propósito para una sociedad escogida. Extendiéndolas por celo a todo un pueblo y transportándolas por ambición de un clima a otro, debían haberlas corregido y acomodado a las circunstancias de los lugares y de las personas. ¿Y qué es lo que sucedió? Que ciertos espíritus de carácter más proporcionado al de la muchedumbre para la que se confeccionaron, recibiéndolas con gran calor, se convirtieron en apóstoles y hasta en mártires de ellas, antes que dejar de cumplirlas al pie de la letra. Otros caracteres, por el contrario, menos ardientes o más aferrados a las preocupaciones de su educación, lucharon contra el nuevo yugo, y sólo consintieron adoptarlo modificándolo, y de aquí nació el cisma entre los rigoristas y los mitigados, que hace furiosos a unos y a otros, a unos en favor de la esclavitud y a otros en favor de la libertad.

Imaginaos una inmensa rotonda, un panteón con mil altares: colocados debajo de la cúpula y dentro de ese inmenso edificio, divisaréis un devoto de cada secta, extinguida o subsistente; los pies de la Divinidad, que honra a su manera bajo todas las formas caprichosas que la imaginación pudo crear. A la derecha está un contemplativo tendido sobre una estera, esperando con el ombligo al aire que la luz celeste penetre en su alma. A la izquierda se ve un energúmeno prosternado que golpea el suelo con la frente, para que de él salga la tierra con abundancia. Aquí, un saltimbanqui que baila sobre la tumba del difunto que invoca. Allá, se descubre un penitente inmóvil y mudo, como la estatua ante la que él se humilla. Uno enseña lo que el pudor oculta, para que Dios no se ruborice de su semejanza; otro se tapa a cara, como si el Obrero tuviese horror de su obra. Éste vuelve la espalda hacia el Mediodía, porque por esa parte sopla el viento del demonio; aquél tiende los brazos hacia el Oriente, que es por donde Dios enseña su faz relumbrante. Jóvenes solteras, llorando, se magullan la carne todavía inocente para apaciguar al demonio de la concupiscencia de un modo capaz de irritarla. Otras jóvenes, en posición enteramente opuesta, solicitan aproximarse a la Divinidad. Un joven, con la idea de amortiguar el instrumento de la virilidad, lo oprime con anillos de hierro de un peso proporcionado a sus fuerzas; otro joven detiene la tentación en su origen por medio de inhumana amputación, y suspende en el altar los despojos de su sacrificio.

Salen del templo llenos del Dios que los agita, y difunden el pavor y la ilusión por toda la tierra; se reparten el mundo, y el fuego que los anima se enciende en sus cuatro extremidades; los pueblos oyen y los reyes tiemblan. El imperio que el entusiasmo de un solo hombre ejerce sobre la multitud que le ve o que le oye, el calor que las imaginaciones reunidas se comunican, los movimientos tumultuosos que aumentan la perturbación particular de cada uno, comunican el vértigo general a todos. Basta que un pueblo encantado vaya detrás de algunos impostores, para que la seducción multiplique los prodigios y para que se extravíe todo el mundo. El espíritu humano, cuando sale una vez de las vías luminosas de la Naturaleza, no vuelve a entrar ya en ellas; vaga errante alrededor de la verdad, sin encontrar mas que resplandores que, confundiéndose con las falsas claridades con que la superstición la rodea, acaban por sumergirle en las tinieblas.

Es horrible examinar el modo como la creencia de apaciguar al cielo por medio de la matanza, en cuanto se introdujo, se esparció universalmente por casi todas las religiones, que multiplicaron los motivos de hacer el sacrificio para que nadie se escapara de la inmolación. Unos pueblos inmolaban sus enemigos a Marte exterminador, como los escitas, que degollaban en sus altares la centésima parte de sus prisioneros; otros pueblos sólo hacían la guerra por tener víctimas que dedicar a los sacrificios. Unas veces pedía un dios bárbaro que sacrificaran a los hombres justos, y los getas se disputaban el honor de ir a llevar a Zamolxis los deseos de la patria; el que tenía la suerte feliz de ser destinado al sacrificio, se dejaba caer con toda su fuerza sobre lanzas plantadas en el suelo; si recibía un golpe mortal al caer sobre ellas, indicaba esto un buen augurio en el éxito de la negociación; pero si sobrevivía a la herida, era un perverso, del que Dios no debía hacer caso. Otros pueblos sacrificaban a los niños, a los que sus dioses pedían la vida que les acababan de dar. Ya sacrificaban su propia sangre; los cartagineses inmolaban sus propios hijos a Saturno, como si el tiempo no los devorase demasiado pronto. Ya ofrecían un sacrificio sangriento, como el que hizo Amestris, que mandó enterrar doce hombres vivos para obtener de Plutón con esta ofrenda más larga vida. Esa misma Amestris sacrificó además a la insaciable divinidad catorce niños de las primeras casas de la Persia, porque siempre los sacrificadores hicieron creer a los hombres que debían ofrecer en los altares lo que era más precioso para ellos. Basados en este principio, algunos pueblos inmolaban a los primogénitos; y otras naciones los rescataban por medio de ofrendas, que daban más utilidad a los ministros del sacrificio. Esto fue, sin duda, lo que autorizó en Europa la práctica que duró algunos siglos de consagrar al celibato los niños desde la edad de cinco años, y la de encerrar en el claustro a los hermanos del príncipe heredero, así como los degollaban en Asia.

Los indios, que practicaban la hospitalidad con todo el género humano, se jactaban de matar a los extranjeros virtuosos y sabios que iban a su país, con la idea de que quedaran allí sus virtudes y su talento, derramando de ese modo la sangre más pura. Entre los pueblos idólatras, los sacerdotes desempeñan en el altar el oficio de verdugos, y en la Siberia mataban a los sacerdotes para que se fueran al otro mundo a rezar por el pueblo, vertiendo de ese modo la sangre más sagrada.

Todavía se cometieron demencias más horribles. Pasaba la Europa para ir a Asia por un camino inundado de sangre de los judíos, que con sus propias manos se degollaban para no caer en poder de sus enemigos. Esta epidemia despobló la mitad del mundo habitado: reyes, pontífices, mujeres, niños y ancianos, todos se entregaban al vértigo sagrado que hizo degollar durante dos siglos innumerables naciones sobre el sepulcro de un Dios de paz. Entonces fue cuando se vieron oráculos mendaces, ermitaños guerreros, monarcas en los púlpitos y prelados en los campos, borrándose todos los estados y confundiéndose entre la plebe insensata; entonces traspasaron montañas y mares, abandonando legítimas posesiones para ir en pos de conquistas que ya no eran la de la tierra prometida; se corrompieron las costumbres bajo cielos extranjeros, y los príncipes, después de despojar sus reinos para rescatar un país que nunca les había pertenecido, acabaron por arruinarlos; millares de soldados, extraviados bajo el mando de muchísimos jefes, acabaron por no reconocer a ninguno, y por medio de la deserción apresuraron su derrota; esa terrible enfermedad concluyó por dejar su sitio a un contagio más horrible todavía.

El fanatismo mantenía el furor de conquistas lejanas, y apenas Europa acababa de restablecerse de sus pérdidas, el descubrimiento de un nuevo mundo apresuró la ruina del nuestro. Con la terrible consigna de «Conquistad y sojuzgad», desolaron la América y exterminaron a sus habitantes; en vano se agitan África y Europa para repoblarla, porque habiendo enervado la especie el veneno del oro y el veneno del placer, el mundo se vio desierto y amenazado de estarlo más cada día, por las guerras continuas que encendió en nuestro continente la ambición de extenderse por aquellas islas extranjeras.

Contemos ahora los millares de esclavos que hizo el fanatismo en Asia, donde la incircuncisión era una muestra de infamia; en África, donde llamarse cristiano era un crimen; en América, donde el pretexto del bautismo ahogó a la humanidad. Contemos los millares de hombres que murieron en los cadalsos en los siglos de persecución, o en las guerras civiles por la mano de sus conciudadanos, o por sus propias manos por medio de maceraciones excesivas. Recorramos la superficie de la tierra, después de pasar una ojeada sobre los varios estandartes desplegados en nombre de la religión, en España contra los moros, en Francia contra los turcos, en Hungría contra los tártaros; después de examinar las varias órdenes militares establecidas para combatir infieles a sablazos, fijemos nuestras miradas en ese tribunal horrible instituido contra los inocentes y contra los desgraciados para juzgar a los vivos, como Dios ha de juzgar a los muertos, pero con muy distinta balanza. En una palabra, examinemos todos los horrores cometidos durante quince siglos, renovados muchas veces en uno solo: los pueblos sin defensa degollados al pie de los altares, los reyes muertos por el veneno o por el puñal, un vasto Estado reducido a la mitad por sus propios ciudadanos, la espada sacada entre el padre y el hijo, los usurpadores, los tiranos, los verdugos, los parricidas y los sacrílegos violando todas las convenciones divinas y humanas por espíritu de religión, y tendremos escrita la historia del fanatismo y de sus hazañas.

II

La palabra «fanático» tenía distinta acepción en su origen. Fanaticus fue un título honorífico: significaba «servidor» o «bienhechor de un templo». Según dice el Diccionario de Trevoux, los anticuarios han encontrado inscripciones en las que los romanos importantes usaban el título de fanaticus

En la oratoria de Cicerón pro domo sua, se encuentra un pasaje en el que la palabra fanaticus me parece difícil de explicar. El sedicioso Clodio, que hizo desterrar a Cicerón por haber salvado a la República, no sólo saqueó y derribó las casas que poseía ese gran hombre, sino que con la idea de que éste no volviera a entrar nunca en su casa de Roma, consagró el terreno que aquélla ocupaba, y los sacerdotes edificaron en él un templo a la libertad, o mejor dicho, a la esclavitud, en la que César, Pompeyo, Craso y Clodio tenían entonces a la República: ¡de ese modo en todos los tiempos sirvió la religión para perseguir a los hombres!

 

Cuando más tarde y en época más feliz levantaron el destierro a Cicerón, pleiteó ante el pueblo para conseguir que le devolvieran el terreno que ocupaba su casa, y pidió también que la edificaran a costas del pueblo romano. He aquí cómo se expresa:

«Aconsejad, pontífices, a ese hombre religioso; convencedle de que hasta la misma religión tiene sus límites, y que no hay que ser tan escrupulosos. ¿Qué necesidad tenéis, vos que sois consagrador, vos que sois fanático, de recurrir a supersticiones de vieja para asistir a un sacrificio que se celebra en una casa extraña?»

 

La palabra fanaticus, colocada como la coloca Cicerón, ¿significa insensato y abominable fanático, como la entendemos hoy, o significa consagrador, devoto y guardián de los templos? En ese caso, ¿es una injuria o una alabanza irónica? No me atrevo a decidirlo. Cicerón alude en ese pasaje a los misterios de la buena diosa que Clodio profanó, inmiscuyéndose en ellos disfrazado de mujer con una vieja para entrar en casa de César, para acostarse allí con la mujer de éste; parece, pues, que haya debido usar esa palabra por ironía, ya que antes llamó a Clodio hombre religioso.

El Diccionario de Trevoux dice también que las antiguas crónicas de Francia llamaban a Clovis «fanático» y «pagano». El lector quizá desearía que nos hubieran designado dichas crónicas. Confieso que no he podido encontrar ese epíteto aplicado a Clovis en los pocos libros que tengo en el monte Krapack, en donde moro.

Entiéndese hoy por fanatismo una locura religiosa, sombría y cruel. Es una enfermedad del espíritu, que se adquiere como las viruelas. Los libros la comunican menos que las asambleas y que los discursos. Rara vez nos acaloramos leyendo, porque entonces estamos sosegados; pero cuando el hombre ardiente y de ingenio habla con entusiasmo a imaginaciones débiles, sus ojos centellean, y el fuego de sus miradas, de su voz y de sus ademanes se contamina y conmueve los nervios del auditorio. Exclama: «Dios os está mirando; sacrificadle lo que no es mas que humano; combatid en los combates del Señor», y lanza al combate a sus oyentes.

El fanatismo es a la superstición lo que el delirio es a la fiebre, lo que la rabia es a la cólera. El que tiene éxtasis, visiones, el que toma los sueños por realidades y sus imaginaciones por profecías, es un fanático novicio de grandes esperanzas; podrá pronto llegar a matar por el amor de Dios.

Bartolomé Díaz fue un fanático profeso; tenía en Nuremberg un hermano que se llamaba Juan, que no era todavía mas que un entusiasta luterano, que vivía convencido de que el Papa es el Anticristo; Bartolomé estaba convencido de que el Papa es Dios en el mundo, y salió de Roma con la intención decidida de convertir o de matar a su hermano. No pudiendo convencerle, lo asesinó. Poliuto, que en un día de solemnidad religiosa se presenta en el templo para derribar y destruir las estatuas de los dioses y los ornamentos, es un fanático menos horrible que Díaz, pero tan necio como él. Los asesinos de Francisco de Guisa, de Guillermo, príncipe de Orange, de los reyes Enrique III y Enrique IV y de otros personajes, fueron energúmenos, enfermos de la misma raza que Díaz. El ejemplo más horrible de fanatismo que ofrece la Historia fue el que dieron los habitantes de París la noche de Saint-Bartelemy, destrozando, asesinando y arrojando por las ventanas a sus conciudadanos que no iban a misa.

También hay fanáticos que conservan la sangre fría: pertenecen a esa clase los jueces que sentencian a muerte a los que no han cometido más crimen que el de no pensar como ellos, y son mucho más culpables y más dignos de la execración del género humano porque no obran acometidos por un acceso de furor, como Clemente, Chastel, Ravaillac y Damiens, y debían oír la voz de la razón.

El único remedio que hay para curar esa enfermedad epidémica es el espíritu filosófico, que, difundiéndose más cada día, suaviza las costumbres humanas y evita los accesos del mal, porque desde que esa enfermedad hace progresos es preciso huir de ella y esperar, para volver, que el aire se purifique. Las leyes y la religión son insuficientes contra la peste de las almas; la religión, en vez de ser para ellas un alimento saludable, se convierte en veneno en los cerebros infectados.

Los que se encuentran en este caso tienen siempre presente en la memoria el ejemplo de Aod, que asesina al rey Eglón; el de Judit, que corta la cabeza a Holofernes estando acostada con él; el de Samuel, que despedaza al rey Agag, etc., etc. No consideran que esos ejemplos, que son respetables en la antigüedad, son abominables en la época presente, y sacan sus furores de la religión que los anatematiza. Las leyes todavía son más impotentes para curar los accesos de rabia: se consigue con ellas lo mismo que se consigue leyendo un decreto del Consejo a un frenético. Los fanáticos están convencidos de que el Espíritu Santo, que los inspira, es superior a las leyes, y que su entusiasmo es la única ley que debe dirigirlos.

Casi siempre los bribones guían a los fanáticos y ponen el puñal en sus manos: se parecen al viejo de la montaña, que hacía, según se dice, gozar las alegrías del paraíso a los imbéciles y les prometía una eternidad de placeres, del que les había hecho concebir la fruición anticipada, con la condición de que asesinaran a las personas que él nombraría. Solo hay una religión en el mundo que no haya manchado el fanatismo, la de los hombres de letras de la China. Las sectas de los filósofos no sólo estuvieron exentas de esa peste, sino que fueron un remedio contra ella, porque el objeto de la filosofía es dar tranquilidad al alma, y el fanatismo es incompatible con la tranquilidad. Si ese furor infernal corrompió con frecuencia nuestra santa religión, sólo debe atribuirse este efecto a la locura humana.

III

Los fanáticos no siempre pelean en los «combates del Señor», y no siempre asesinan reyes y príncipes; algunos de ellos son tigres, pero la mayoría son zorros.

Los fanáticos de la corte de Roma tramaron un tejido de bellaquerías y de calumnias contra los fanáticos que seguían la secta de Calvino, y los jesuitas contra los jansenistas; y si nos remontamos mas alto, veremos que la historia eclesiástica, que es la escuela de las virtudes, es también la de las maldades que cometieron unas sectas contra otras: todas ellas tienen en los ojos la misma venda, ya cuando se trata de incendiar las ciudades y las aldeas de sus adversarios, ya cuando se trata de degollar a los habitantes, ya cuando sencillamente se proponen engañar, enriquecerse y dominar. Las ciega el mismo fanatismo y se figuran que obran bien.

Leed, si os es posible, los cinco o seis mil volúmenes de reproches que los jansenistas y los molinistas se hicieron unos a otros durante cien años respecto a sus bribonerías, y os convenceréis de que dejan atrás a Scapin y a Trivelin.

Una de las buenas picardías teológicas es, en mi opinión, la que hizo el obispo de una reducida diócesis que parte de ella pertenecía a Vizcaya y parte a Francia. En la parte del territorio francés había una parroquia que habitaron antiguamente algunos moros de Marruecos. El señor de la parroquia no era mahometano, era un buen católico, como todo el universo debe serlo, porque la palabra «católico» significa universal. Al referido obispo se le hizo sospechoso ese pobre señor, que no se ocupaba mas que de hacer bien, de tener malas ideas y malos sentimientos, de ser hereje. Le acusó de haber dicho, bromeándose, que había personas honradas en Marruecos lo mismo que en Vizcaya, y que el marroquí honrado no podía ser enemigo del Ser Supremo, que es padre de todos los hombres.

El obispo fanático escribió una carta muy larga al rey de Francia, que era señor soberano del pobre señor de la parroquia, en la que le suplicó que trasladase la morada de aquella oveja infiel a la Baja Bretaña o a la Baja Normandía, donde quisiera Su Majestad, para que no siguiera inficionando a los vascos con sus ofensivas burlas. El rey de Francia y su Consejo se burlaron como se merecía del obispo extravagante. El pastor de Vizcaya, que supo algún tiempo después que su oveja francesa estaba enferma, prohibió al cura del cantón que le administrase la Eucaristía si el enfermo no firmaba una cédula de confesión, en la que constara que no estaba circuncidado, que anatematizaba de todo corazón la herejía de Mahoma y las demás herejías, y que pensaba en todo como el obispo de Vizcaya.

Las cédulas de confesión estaban en moda en aquella época; pero el moribundo llamó a su casa al cura, que era un borracho imbécil, y le amenazó con que le haría ahorcar el Parlamento de Burdeos si no le daba enseguida el Viático, que necesitaba recibir sin pérdida de tiempo. El cura tuvo miedo, y se lo administró; el moribundo, después de la ceremonia, declaró en voz alta y ante testigos que el obispo le había calumniado ante el rey, acusándole de tener afición a la religión musulmana, declarando además que era buen cristiano y el obispo un calumniador; luego firmó esta declaración ante notario, y se sintió mejor, recobrando poco a poco la salud, hasta que la tranquilidad de su conciencia le curó completamente.

El obispo de Vizcaya, resentido de que un viejo moribundo se burlara de él, resolvió vengarse, y he aquí lo que hizo: al cabo de quince días mandó falsificar una profesión de fe del ex enfermo, suponiendo que el cura le había oído explicarse de aquella manera; hizo que éste la firmara, y además tres o cuatro campesinos de los que no habían asistido a la administración del sacramento. El acta que extendió, en la que no constaba la firma de la parte interesada, firmada por desconocidos y que desautorizaron testigos verdaderos, era visiblemente un crimen de falsedad, y como se cometía en materia de fe, pudo muy bien llevar al cura y a los falsos testigos a las galeras en este mundo y al infierno en el otro.

El señor castellano, que era chocarrero, pero que no tenia mala intención, se compadeció del alma y del cuerpo de aquellos miserables, y en vez de hacerles comparecer ante la justicia humana, se contentó con ponerlos en ridículo, declarando que haría imprimir, para que se publicara después de su muerte, toda la intriga del obispo, acompañada de las pruebas, para que sirviera de diversión a los lectores que les gustan las anécdotas.

 

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