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APÓCRIFOS, libros sagrados – Voltaire – Diccionario Filosófico

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Voltaire – Diccionario Filosófico  

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APÓCRIFOS

Apócrifos - Diccionario Filosófico de VoltaireLa palabra apócrifos es griega y significa «oculto». El Diccionario Enciclopédico dice con mucha razón que las Sagradas Escrituras pueden ser al mismo tiempo sagradas y apócrifas. Sagradas, porque las dictó el mismo Dios; apócrifas, porque estuvieron ocultas para todas las naciones y hasta para el mismo pueblo judío.

Es una verdad indiscutible que fueron desconocidas para las naciones antes de que se tradujeran al griego en Alejandría durante el reinado de los Ptolomeos. Flavio Josefo lo confiesa en la respuesta que dio a Apión, y su opinión no tiene menos de verosímil porque pretenda robustecerla por medio de una fábula. Dice en su historia que como los libros judíos eran divinos, ningún historiador ni poeta extranjero se atrevió a hablar de ellos. Inmediatamente después de haberlo asegurado, añade que por intentar solamente insertar algo de ellos en su libro el historiador Pheopompe, le trastornó el juicio Dios durante treinta días, y que inmediatamente le advirtieron en un sueño que estaba loco por haber intentado conocer las leyes divinas y darlas a conocer a los profanos. Al oír esto, pidió perdón a Dios, que le restituyó el juicio perdido. El mismo Josefo refiere también que, habiendo revelado algo respecto a los libros judíos el poeta Tedocto en una de sus tragedias, quedó ciego, y Dios sólo le devolvió la vista después que hizo penitencia.

Respecto al pueblo judío, es indudable que hubo para él épocas en las que no se pudieron leer las Sagradas Escrituras, porque se dice en el libro IV de los Reyes y en el II de los Paralipomenos que durante el reinado de Josías no las conocían aún, y por casualidad encontraron un solo ejemplar de ellas en un cofre en casa del gran sacerdote Helkia.

Las diez tribus que dispersó Salmanasar no volvieron a aparecer, y si tenían libros se perdieron con ellas. Las dos tribus que estuvieron esclavas en Babilonia, y que regresaron a su patria después de setenta años de esclavitud, tampoco tenían libros sagrados, o los que poseían eran pocos y defectuosos, porque Esdras se vio obligado a corregirlos. Pero aunque estos libros fueran apócrifos durante la cautividad de Babilonia (quiero decir, aunque estuvieran ocultos y no los conociera el pueblo), no por eso dejaban de ser sagrados, pues llevaban el sello de la Divinidad.

En la actualidad llamamos apócrifos a los libros que no merecen crédito. De este modo cambian las lenguas el significado de las palabras con el transcurso del tiempo. En este sentido, los católicos y los protestantes están acordes en declarar apócrifos los siguientes libros:

La Oración de Manassés, rey de Judá, que se encuentra en el libro IV de los Reyes

El Libro III y IV de los Macabeos

El Libro IV de Esdras, que aunque indudablemente lo escribieron los judíos, niegan éstos que Dios haya inspirado a sus autores.

Los otros libros judíos que rechazan los protestantes por creer que no los ha inspirado Dios, son los siguientes:

El Libro de la Sabiduría, aunque está escrito en el mismo estilo que el Libro de los Proverbios

El libro del Eclesiastés, los dos primeros libros de los Macabeos y el libro de Tobías, aunque su fondo es edificante. El juicioso y profundo Calmet sostiene que una parte de ese libro la escribió el padre de Tobías, otra parte el hijo, y un tercer autor añadió la conclusión del último capitulo, la cual dice que Tobías murió a la edad de noventa y nueve años, y que sus hijos le «enterraron alegremente». El mismo Calmet dice al fin de su prefacio: «Esa historia, por sí misma y por el modo de referirla, no presenta los caracteres de fábula o de ficción. Si debiéramos rechazar todas las historias de la Sagrada Escritura en las que interviene lo maravilloso y lo extraordinario, no admitiríamos ningún sagrado.»

El Libro de Judit, aunque el mismo Lutero declara que  es un libro hermoso, santo y útil. Difícil es averiguar la época en que sucedió la aventura de Judit y saber dónde estaba situada la ciudad de Betulia. También se ha cuestionado mucho sobre el grado de santidad de la acción que cometió Judit; pero como el Concilio de Trento declaró canónico el libro, no cabe cuestionar sobre él.

El Libro de Baruc, aunque está escrito en el mismo estilo que todos los libros de los profetas.

El Libro de Ester.—Los protestantes sólo rechazan de él las adiciones que se encuentran en el capítulo X, pero admiten el resto del libro, aunque no se sepa quién era el rey Asuero, personaje principal de dicha historia.

El Libro de Daniel.—Los protestantes sólo rechazan de él la aventura de Susana y de los niños en el horno, pero admiten el sueño de Nabucodonosor y el tiempo que vivió entre animales.

De la vida de Moisés, libro apócrifo de la más remota antigüedad.—El antiquísimo libro que refiere la vida y la muerte de Moisés parece escrito en la época de la cautividad de los judíos en Babilonia, porque entonces fue cuando empezaron a conocer los nombres que los caldeos y los persas pusieron a los ángeles (1), y en ese libro se encuentran los nombres de Zinghiel, de Samuel, de Tsakon, de Lakah y de otros, de los que antes no hicieron mención alguna los judíos.

El libro de la muerte de Moisés parece que es posterior. Es sabido que los judíos tenían varias vidas de Moisés muy antiguas y otros libros independientes del Pentateuco. En ellos le llaman Moni y no Moisés, y suponen que mo significa «agua», y ni la partícula «de». También en esos libros le dieron los nombres de Joakim, Adomosi, Thetmosi, y supusieron que era el mismo personaje que Manethon llama Ozarzif.

Algunos de esos antiquísimos manuscritos hebraicos los sacaron llenos de polvo de los gabinetes de los judíos el año 1517. El sabio Gilberto Gaulmin, que poseía perfectamente el hebreo, los tradujo al latín el año 1635 y los imprimió, dedicándolos al cardenal de Berulle. Los ejemplares de esos documentos son ya extremadamente raros; en ellos están desarrollados con exceso el rabinismo, la afición a lo maravilloso y la fantasía oriental.

Fragmento de la vida de Moisés.—Ciento treinta años después de establecerse los judíos en Egipto, y sesenta años después de la muerte del patriarca Josef, Faraón se durmió y tuvo el siguiente sueño: un anciano sostenía una balanza; en uno de los platillos estaban colocados todos los habitantes de Egipto; el otro platillo sólo contenía un niño, y ese niño pesaba más que todos los egipcios juntos.

Faraón, en seguida, llamó a sus sabios para consultarles el sueño, y uno de ellos le dijo: «¡Oh rey! Ese niño es un judío que producirá grandes trastornos en tu reino. Manda que maten a todos los hijos de los judíos, y de ese modo salvarás tu Imperio, si es que los mortales podemos oponernos a las leyes del destino.»

El consejo agradó a Faraón: llamó a todas las comadronas y les mandó que estrangularan todos los niños que pariesen las mujeres judías. Vivía en Egipto un hombre que se llamaba Amram, hijo de Kehat, marido de Jocebet, hermana de su hermano. Jocebed le dio una hija que se llamaba María, que significaba «perseguida», porque los egipcios, descendientes de Cam, perseguían a los israelitas, descendientes de Sem. Jocebed dio a luz a Aarón, que significa «condenado a muerte», porque Faraón había sentenciado a muerte a todos los hijos de los judíos. Aarón y María fueron librados del destino común por los ángeles del Señor, que los alimentaron en los campos y los restituyeron a sus padres cuando los niños llegaron a la adolescencia.

Más tarde, Jocebed tuvo el tercer hijo, que fue Moisés, que tenía quince años menos que su hermano, y le expusieron en el Nilo. Estaba bañándose en el río la hija de Faraón, y al encontrarlo se lo llevó, le dio alimento y le adoptó por hijo, aunque no era casada.

Tres años después, Faraón, su padre, tomó otra mujer, y con ese motivo celebró un gran festín, en el que su mujer estaba a su derecha y su hija a su izquierda con el niño Moisés, el cual, jugando, le tomó la corona y se la puso en la cabeza. El mago Balaam, eunuco del rey, recordó entonces el sueño que tuvo su majestad, y le dijo: «Éste es el niño que un día debe trastornar tu reino y le anima el espíritu de Dios. Su acción prueba que abriga el designio de destronarte. Debe morir en seguida.» Esa idea agradó mucho a Faraón.

Iban a matar al niño Moisés, cuando Dios envió en seguida al ángel Gabriel disfrazado de oficial de Faraón, y dijo a éste: «Señor, no debéis matar a un niño inocente que no está en edad de ser discreto; si se ciñó vuestra corona, es porque no tiene juicio todavía. Ponedle delante un rubí y un carbón encendido: si toma el carbón, será señal de que es imbécil y no debéis temerle; si elige el rubí, será señal de que es muy sutil y entonces debéis matarle.»

En seguida le presentan un rubí y un carbón; Moisés toma el rubí, pero el ángel Gabriel, por medio de un escamoteo, puso el carbón en el sitio que ocupaba la piedra preciosa. Moisés se metió el carbón encendido en la boca y se abrasó de tal modo la lengua, que quedó tartamudo para toda la vida. Por eso el legislador de los judíos no pudo nunca articular bien las palabras.

Moisés tenía quince años y era el favorito de Faraón. Se le quejó un hebreo de que le había pegado un egipcio después de haberse acostado con su mujer, y Moisés mató al egipcio; Faraón mandó entonces que cortasen la cabeza a Moisés. Al ir a herirle el verdugo, Dios convirtió súbitamente el cuello de Moisés en columna de mármol, y le envió el ángel Miguel, que en tres días condujo a Moisés fuera de las fronteras de Egipto.

El joven hebreo se refugió en la morada de Necano, rey de Etiopía, que estaba en guerra con los árabes. Necano le nombró general de su ejército, y cuando murió Necano, Moisés fue elegido rey y se casó con la viuda del difunto. Pero Moisés, avergonzado de casarse con la esposa de su señor, no se atrevió a gozarla, y puso una espada en el lecho entre él y la reina. Permaneció cuarenta años con ella sin tocarla. Resentida e irritada la reina, reunió por fin los Estados del reino de Etiopía y se quejó ante ellos de que Moisés no cumplía con su obligación y le expulsaron del reino, sentando en el trono al hijo del difunto rey.

Moisés huyó al país de Madián y se alojó en casa del sacerdote Jethro. Este sacerdote creyó hacer su fortuna entregando a Moisés al rey de Egipto, y empezó por encerrarle en un calabozo a pan y agua. Pero Moisés engordaba visiblemente en el calabozo, y Jethro quedó sorprendido. Ignoraba que su hija Séfora se había enamorado de su prisionero y le daba a comer perdices y codornices y a beber exquisito vino. El proceder de su hija le dio a entender que Dios protegía a Moisés, y no quiso ya entregarlo al rey de Egipto.

Entretanto, el sacerdote Jethro quiso casar a su hija. Tenía en el jardín un árbol de zafiro, en cuyo tronco se veía grabada la palabra Jehová, y extendió por todo el país la noticia de que entregaría su hija por esposa al que consiguiera arrancar el árbol de zafiro. Se presentaron varios amantes de Séfora, pero ninguno de ellos consiguió siquiera inclinar el árbol. Moisés, que sólo tenía setenta y siete años, lo arrancó de cuajo y sin gran esfuerzo. Se casó con Séfora, de la que pronto tuvo un hijo llamado Gersom.

Un día, mientras se paseaba, encontró a Dios detrás de una zarza. Dios le mandó que fuera a realizar milagros en la corte de Faraón, y hacia allí se fue con su mujer y con su hijo. En el camino encontraron a un ángel, cuyo nombre no se cita, el cual mandó a Séfora que circuncidara a su hijo Gersom con un cuchillo de piedra. Dios envió a su encuentro a Aarón, que les alcanzó en el camino, y a quien le pareció muy mal que su hermano se hubiera casado con una madianita. La trató de prostituta, y llamó bastardo a Gersom, enviándolos a su país por el camino más corto.

Aarón y Moisés fueron los dos solos al palacio de Faraón, cuya puerta custodiaban dos leones enormemente grandes. Balaam, el mago del rey, en cuanto vio llegar a los dos hermanos, azuzó los leones contra ellos; pero Moisés los tocó con su vara, y los leones, prosternándose humildemente, lamieron los pies de Aarón y de Moisés.

El autor de este escrito relata las diez plagas de Egipto, poco más o menos, como las refiere el Éxodo, añadiendo que Moisés cubrió todo el Egipto de piojos hasta la altura de un codo, y envió leones, lobos, osos y tigres a todas las casas de los egipcios, en las que entraron, a pesar de estar las puertas resguardadas con cerrojos, y se comieron todos los niños.

Según el autor de este escrito, los judíos no huyeron por el mar Rojo. El que huyó por ese camino fue Faraón con todo su ejército; los judíos le persiguieron, y las aguas se separaron a derecha e izquierda para ver cómo peleaban unos y otros, y todos los egipcios, exceptuando el rey, quedaron muertos sobre la arena. Entonces el rey, al verse perdido, pidió perdón a Dios, que envió a que le socorrieran los ángeles Miguel y Gabriel. Éstos le transportaron a la ciudad de Nínive, donde reinó cuatrocientos años.

De la muerte de Moisés.—Dios había declarado al pueblo de Israel que no saldría de Egipto hasta que encontrara el sepulcro de Josef. Moisés lo encontró, y le llevó en hombros mientras atravesaron el mar Rojo. Dios le dijo que no olvidaría nunca esta buena acción y que le asistiría en la hora de la muerte.

Cuando Moisés cumplió ciento veinte años, se le presentó Dios para anunciarle que iba a morir, y que sólo le quedaban tres horas de vida. El ángel malo Samael asistió a esa entrevista. En cuanto pasó la primera hora se echó a reír, creyendo que iba a apoderarse del alma de Moisés, y el ángel Miguel rompió en un lloro. «No te regocijes, malvado —dijo el ángel bueno al ángel malo—; Moisés va a morir, pero hemos puesto a Josué en su sitio.»

En cuanto transcurrieron las tres horas, Dios mandó a Gabriel a que se apoderara del alma del moribundo. Gabriel se excusó y Miguel también. Al ver Dios que se negaban esos dos ángeles, hizo la misma proposición a Zinghiel, el cual tampoco quiso obedecer, respondiendo: «En tiempos antiguos fui yo su preceptor, y no me atrevo a matar a mi discípulo.» Entonces, incomodándose Dios, dijo al ángel malo Samael: «Malvado, toma su alma.» Samael, riendo de alegría, sacó la espada y corrió a apoderarse de Moisés. Colérico el moribundo, se levantó con los ojos chispeantes y dijo: «¡Bribón! ¿te atreverás a matarme a mí, que siendo niño me ceñí la corona de Faraón, que hice milagros a la edad de ochenta años, que saqué de Egipto a sesenta millones de hombres y que dividí el mar Rojo? ¡Vete, tunante; apártate de mi vista cuanto antes!»

Mientras duró este altercado, Gabriel preparó una camilla para transportar el alma de Moisés, Miguel un manto de púrpura, Zinghiel una túnica. Dios le puso las dos manos sobre el pecho y se llevó su alma.

A esta historia alude el apóstol San Judas en su epístola, cuando dice que el arcángel Miguel disputó al diablo el cuerpo de Moisés. Como este hecho sólo se encuentra en el libro que acabo de citar, es indudable que San Judas lo había leído y que lo consideraba como libro canónico.

La segunda historia de la muerte de Moisés, que se refiere en una conversación que medió entre él y Dios, no es menos graciosa ni menos interesante que la otra. He aquí algunos rasgos de dicho diálogo:

Moisés.—Os suplico, Señor, que me dejéis entrar en la tierra prometida y estar en ella lo menos dos o tres años.

Dios.—No; está decretado que no has de entrar en ella.

Moisés.—Pues al menos que me lleven allí después que muera.

Dios.—No; no irás allí, ni muerto ni vivo.

Moisés.—¡Dios mío! Vos que sois tan clemente con todas las criaturas, que las perdonáis dos o tres veces, a mí, que sólo cometí un pecado, ¿no me queréis perdonar?

Dios. —No sabes lo que te dices, porque has cometido seis pecados. Recuerdo que decreté tu muerte o la pérdida de Israel, y se ha de cumplir uno de esos dos decretos; si deseas vivir, Israel perecerá.

Moisés.—Señor, no sé por qué os empeñáis en coger la cuerda por los dos extremos; pero ya que os empeñáis, muera Moisés y sálvese Israel.

En este sentido continúa el diálogo, y cuando termina, el eco de la montaña repite: «Sólo te quedan cinco horas de vida.» Terminadas las cinco horas, Dios llamó a Gabriel, a Zinghiel y a Samael, y como prometió enterrar a Moisés, se llevó su alma.

Cuando reflexionamos que a todo el mundo lo han engañado con cuentos parecidos a éstos y que sirvieron de educación al género humano, nos parecen razonables las fábulas de Esopo.

Libros apócrifos de la nueva ley.—Han existido cincuenta evangelios, diferentes unos de otros. De todos ellos sólo conservamos cuatro enteros: el de Jacobo, el de Nicodemus, el de la infancia de Jesús y el del nacimiento de María. De los demás sólo nos quedan fragmentos y noticias vagas.

El viajero Tournefort, que Luis XIV envió al Asia, nos hizo saber que los georgianos han conservado el Evangelio de la infancia, que probablemente les comunicarían los armenios. En los primitivos tiempos, varios de estos evangelios que hoy se consideran apócrifos se citaban como auténticos, y hasta eran los únicos que se mencionaban. En las Actas de los apóstoles, San Pablo pronuncia estas palabras: «Debemos recordar las frases de Jesús, cuando dijo: «Vale más dar que recibir.» San Bernabé, en su epístola catorce, pone en boca de Jesucristo lo siguiente: «Resistamos toda clase de iniquidades y odiémoslas. Los que desean verme y entrar en mi reino, deben seguirme por el camino de las aflicciones y de las penas.»

San Clemente, en su segunda epístola a los corintios, hace decir a Jesucristo estas palabras: «Si os reunís en mi seno, pero no obedecéis mis mandatos, os rechazaré diciéndoos: «Apartaos de mí, no os conozco; apartaos de mí, artesanos de la iniquidad.» Más adelante atribuye a Jesucristo estas frases: «Conservad vuestra carne casta y con el sello de inmaculada, y de ese modo recibiréis la vida eterna.» Se encuentran muchas citas parecidas a ésta, pero ninguna de ellas está sacada de los cuatro Evangelios, que son los únicos que la Iglesia reconoce como canónicos. Muchas de las citas a que aludo están tomadas del Evangelio de los hebreos, que tradujo San Jerónimo, y que hoy se considera como apócrifo.

San Clemente el Romano dice en su segunda epístola: «Preguntándole al Señor cuándo llegaría su reinado, respondió: «Cuando dos hagan uno, cuando lo que está fuera esté dentro, cuando el macho sea hembra y cuando en el mundo no haya ni hembra ni macho.» Estas palabras están sacadas del Evangelio según los egipcios, y refiere el texto íntegro San Clemente de Alejandría. Pero ¿en qué pensó al escribirlas el autor del Evangelio egipcio, y San Clemente al traducirlas? Esas palabras son injuriosas para Jesucristo, porque dan a entender que no creía que su reinado llegara nunca. Decir que un hecho sucederá cuando dos hagan uno y cuando el macho sea hembra, es decir que no sucederá nunca. Es como si dijéramos: «En la semana de tres jueves, o en las calendas griegas»; semejante pasaje será rabínico, pero no es evangélico.

También se conocieron otras Actas de los apóstoles apócrifas; San Epifanio las cita; en esas actas es donde se refiere que San Pablo fue hijo de padre y de madre idólatras, y que se hizo judío para casarse con la hija de Gamabiel, y no encontrándola virgen, se afilió al partido de los discípulos de Jesús. Ésa es una blasfemia inventada contra San Pablo.

De otros libros apócrifos de los siglos I y II—Libro de Enoch, séptimo hombre después de Adán.—En este libro se refiere la guerra que promovieron los ángeles rebeldes, capitaneados por Semexia, a los ángeles fieles, dirigidos por Miguel. El móvil que promovió esa guerra fue gozar de las hijas de los hombres, como ya dijimos en el artículo titulado Ángel

 

Las actas de Santa Tecla y San Pablo.—Las escribió Juan, discípulo y adicto a San Pablo. En esta historia, Santa Tecla, disfrazada de hombre, se escapa de sus perseguidores y va en busca de San Pablo. Más tarde bautiza a un león; pero a esta aventura no se le da crédito. En ese libro es donde se encuentra el retrato de San Pablo, descrito del modo siguiente: «Statura brevi, calvastrum, cruribus cursis, surosum, superciliis junctis, naso aquilino, plenum gratia Dei.» Aunque recomiendan esa historia San Gregorio Nacianceno, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo y otros, no merece crédito a los doctores de la Iglesia.

La predicación de San Pedro.—Este escrito se llama también El Evangelio y la revelación de Pedro. San Clemente de Alejandría elogia mucho la obra, pero en seguida se conoce que la escribió un falsario usurpando el nombre de dicho apóstol.

Las actas de Pedro.—Este escrito es tan apócrifo como el anterior.

El testamento de los doce patriarcas.—Dúdase si este libro lo escribió un judío o un cristiano; pero es lo más probable que fuera su autor un cristiano de los primitivos tiempos, porque se afirmaba en el Testamento de Leví que al finalizar la séptima semana llegarían sacerdotes practicando la idolatría, que entonces se establecería un nuevo sacerdocio, que se abrirían los cielos, y que la gloria del Altísimo, el espíritu de inteligencia y de santidad, resplandecerían en el nuevo sacerdote. Todo esto parece profetizar la venida de Jesucristo.

Carta de Abgar a Jesucristo, y respuesta de Jesucristo al rey Abgar.—Se cree que, efectivamente, hubo en la época de Tiberio un toparca de Edesa, esto es, un gobernador de una de las provincias de la Palestina, que, sirviendo a los persas, se pasó al servicio de los romanos. Pero esta correspondencia epistolar la consideran supuesta todos los buenos críticos.

Las actas de Pilatos. Las cartas de Pilatos a Tiberio con motivo de la muerte de Jesucristo. La vida de Prócula, mujer de Pilatos.—Todas apócrifas.

Las actas de Pedro y Pablo, en las que se describe la historia de la cuestión que medió entre San Pedro y Simón el Mago. Escribieron este libro Abdías, Marcelo y Hegesipo. San Pedro disputa con Simón sobre quién de los dos resucitaría a un pariente del emperador Nerón, que acababa de morir. Simón empieza a resucitarlo, y San Pedro termina la resurrección. Simón en seguida vuela por el aire, San Pedro le obliga a caer, y el mago se rompe las piernas. Irritado el emperador Nerón por la muerte de su mago, manda que crucifiquen a San Pedro cabeza abajo y que decapiten a San Pablo, porque era partidario de San Pedro.

Las gestas del bienaventurado Pablo, apóstol y doctor de las naciones.—En este libro dícese que San Pablo vivió en Roma dos años después de la muerte de San Pedro, añadiendo el autor que cuando decapitaron a San Pablo le salió leche en vez de sangre, y que Lucina, mujer muy devota, le hizo enterrar a veinte millas de Roma, en el camino de Ostia,

Las gestas del bienaventurado apóstol Andrés.—El autor en su casa de campo refiere que San Andrés fue a predicar a la ciudad de los mirmidones y que en ella bautizó a todos los ciudadanos. Un joven, que se llamaba Sostrates, hijo de la ciudad de Amazea, se presentó al apóstol y le dijo: «Soy tan hermoso que mi madre ha concebido por mí frenética pasión, y como me causa horror crimen tan execrable, vengo huyendo de ella. Enfurecida, mi madre se ha presentado al procónsul de la provincia y ante él me acusa de que quise violarla. No me atrevo a presentarme al procónsul, porque prefiero morir a verme obligado a acusar a mi madre.» Mientras el joven hablaba de esa manera, aparecieron los guardias del procónsul, que venían con orden de apoderarse de él. San Andrés se presentó con el joven ante el juez y le defendió: Pero esto no desconcertó a la madre, la cual acusó a San Andrés de inducir al joven a cometer tan repugnante crimen. El procónsul manda que arrojen al río a San Andrés, pero el apóstol dirigió a Dios sus preces y en seguida sobrevino un gran terremoto y la madre murió herida por un rayo. Después que el autor refiere varias aventuras de esa clase, termina haciendo crucificar a San Andrés en Patras.

Las gestas de Santiago el Mayor.-El autor cuenta que fue sentenciado a muerte en Jerusalén por el pontífice Abiathar y que bautizó al escribano antes que le crucificaran.

Las gestas de San Juan Evangelista.-El autor nos dice que siendo San Juan obispo de Éfeso, y habiendo convertido a Drusilla, ésta no quiso vivir ya con su marido Andronic, y se refugió en un sepulcro. Un joven que se llamaba Calímaco y estaba enamorado de ella, la apremiaba algunas veces, hasta en dicho sitio, para que correspondiera a su pasión. Solicitada Drusilla por su marido y por su amante, deseaba morir, y lo consiguió. Furiosamente enamorado Calímaco, sobornó a un criado de Andronic, que tenía las llaves del sepulcro. Entró en él, quitó a su amada el sudario, y exclamó: «Lo que tú no me has querido conceder viva, me lo concederás muerta.» En el paroxismo horrible de su demencia, sació sus deseos sobre el cuerpo inanimado de Drusilla. En el mismo instante salió del sepulcro una serpiente; el joven cayó en tierra sin sentido, y la serpiente lo mata, lo mismo que al criado cómplice, a cuyo cuerpo queda arrollada. San Juan llega entonces con el marido de Drusilla y quedan sorprendidos al encontrar vivo a Calímaco. San Juan manda a la serpiente que se vaya, ésta le obedece, y el apóstol pregunta al joven cómo ha podido resucitar. Calímaco le responde que se le apareció un ángel, el cual dijo estas palabras: «Era preciso que murieras, para que al revivir fueras cristiano.» En seguida pidió que le bautizaran, y suplicó a San Juan que resucitase a Drusilla. El apóstol verificó en seguida ese milagro, y Calímaco y Drusilla le suplicaron que resucitara también al sirviente. Éste, que era un pagano terco, en cuanto recobró la vida declaró que prefería morir otra vez a ser cristiano, y quedó muerto incontinenti. San Juan dijo entonces que el árbol malo siempre produce malos frutos. Aristodemo, gran sacerdote de Éfeso, aunque le sorprendieron mucho esos milagros, se negó a convertirse, y le dijo a San Juan: «Permitidme que os envenene, y si el veneno no os mata, entonces me convenceré.» El apóstol aceptó la proposición, pero proponiendo a Aristodemo que envenenara antes a dos ciudadanos de Éfeso que estaban sentenciados a muerte. Aristodemo les hizo beber el veneno, que los mató casi instantáneamente. San Juan se tomó el mismo veneno, que no le produjo efecto ninguno. Después resucitó a los dos muertos, y el gran sacerdote se convirtió. Cuando San Juan cumplió noventa y siete años, se le apareció Jesucristo y le dijo: «Ya es hora de que vengas a mi festín con tus hermanos.» Poco después el apóstol se durmió con el sueño eterno.

Historia de los bienaventurados Santiago el Menor, Simón y Judas, hermanos.—Esos apóstoles van a Persia, donde ejecutan prodigios tan increíbles como los que el autor refiere de San Andrés.

Las gestas de San Mateo, apóstol y evangelista.—San Mateo recorre la Etiopía y se instala en la gran ciudad de Nadaver, en la que resucita a los hijos de la reina Candace y funda iglesias cristianas.

Las gestas del bienaventurado Bartolome en la India.—Bartolomé se dirige al templo de Astarot. Esta diosa pronunciaba oráculos y curaba todas las enfermedades. Bartolomé la obliga a callar, y consigue que enfermen todos los que la diosa curó. El rey Polimio disputa con él y le vence. Entonces San Bartolomé consagra al rey Polimio como obispo de las Indias.

Las gestas del bienaventurado Tomás, apóstol de la India. —Santo Tomás entra en la India por otro camino, y en este país realiza más milagros que San Bartolomé. Al fin lo martirizan, pero luego se apareció a Xiforo y a Susani.

Las gestas del bienaventurado Felipe.—Se dirige a predicar a Scitia, donde quieren obligarle a que haga sacrificios al dios Marte; pero hace salir del altar un dragón, que se come a los hijos de los sacerdotes. Muere en Hierápolis a los ochenta y cinco años. No se sabe en qué ciudad murió, porque entonces había muchas que se llamaban Hierápolis. Créese que estas historias que acabamos de citar las escribió Abdías, obispo de Babilonia, y las tradujo Julio Africano.

Fabricio incluye entre los escritos apócrifos la Homilía atribuida a San Agustín, titulada Sobre la manera como se formó el Símbolo; pero indudablemente no pretende que el Símbolo que llamamos de los Apóstoles deje de ser verdadero ni sagrado. Dícese en esa Homilía, según afirman Rufino y San Isidoro, que diez días después de la Ascensión, estando juntos y encerrados los apóstoles por miedo a los judíos, Pedro dijo: «Creo en Dios padre todopoderoso»; Andrés continuó diciendo: «Y en Jesucristo su hijo», y Santiago añadió: «Que fue concebido por el Espíritu Santo», y de este modo, pronunciando un artículo cada uno de los demás apóstoles, compusieron el Credo.

Las Constituciones apostólicas.—Se clasifican en la actualidad entre los libros apócrifos las Constituciones de los santos apóstoles. Antiguamente se creía autor de ellas a San Clemente el Romano. La simple lectura de algunos de sus capítulos basta para convencerse de que los apóstoles no tuvieron parte alguna en dicha obra.

En el capítulo IX se manda que se laven las mujeres en la hora nona. En el capítulo I del libro II se exige que los obispos sean sabios; pero en la época de los apóstoles no existía aún la jerarquía eclesiástica, ni había obispos al frente de ninguna iglesia. Iban predicando de ciudad en ciudad, de aldea en aldea, se llamaban apóstoles y no obispos, y sobre todo no se creían sabios.

En el capítulo II del libro II dícese que el obispo sólo debe tener una mujer que cuide de su casa, lo que sirve para probar que al fin del siglo I y a principios del siglo II, cuando empezó a establecerse la jerarquía, los sacerdotes eran casados. En casi todo ese libro los obispos son considerados como jueces de los fieles, y está probado que los apóstoles no tenían jurisdicción ninguna. En el capítulo XXI se advierte que debe oírse a las dos partes; esto supone estar establecida la jurisdicción.

En el capítulo XXVI se encuentran estas palabras: «El obispo es vuestro príncipe, vuestro rey, vuestro emperador, vuestro Dios en el mundo.» Esas expresiones son demasiado arrogantes para que las pronunciara la humildad reconocida de los apóstoles.

El capítulo XXVIII dice: «En los festines de los ágapes debe darse al diácono doble de lo que se da a una vieja, al sacerdote doble de lo que se da al diácono, porque los sacerdotes son los consejeros del obispo y la corona de la Iglesia. El lector obtendrá una porción en honor de los profetas, lo mismo que el chantre y el portero. Los laicos que deseen tener algo deben para eso dirigirse al obispo por conducto del diácono.» Nunca se sirvieron los apóstoles de la palabra laico, que marca la diferencia que hay entre profanos y sacerdotes.

El capítulo XXXIV dice: «Debéis reverenciar al obispo como si fuera rey, honrarle como señor; darle vuestros frutos y vuestras obras, las primicias, los diezmos, las economías, los regalos que os hagan, el trigo, el vino y el aceite que tengáis.» Este artículo es muy violento.

El capítulo LVII dice: «Que la iglesia sea grande, que mire hacia el Oriente, que se parezca a un buque, que el trono del obispo esté en medio de ella; que el lector lea los libros de Moisés, de Josué, de los Jueces, de los Reyes, de los Paralipómenos», etc., etc.

En el capítulo XVII del libro III nos encontrarnos con esta lectura: «Se administra el bautismo por la muerte de Jesús y el óleo por el Espíritu Santo. Cuando nos sumergen en la cuba bautismal, morimos; cuando salimos de ella, resucitamos. El padre es Dios de todo; Cristo es hijo único de Dios, hijo amado y señor de gloria.» Semejante doctrina se explicaría hoy con frases más canónicas.

En el capítulo VII del libro V se citan versos de las Sibilas sobre el advenimiento de Jesús y sobre su resurrección. Ésta es la primera vez que los cristianos alegan versos de las Sibilas, y continuaron alegándolos más de trescientos años.

En el capítulo XXVIII del libro VI se prohíbe a los fieles la sodomía y la cohabitación con bestias. En el capítulo XXIX del mismo libro se dice que el marido y la mujer son puros cuando salen del lecho, aunque no se laven.

En el capítulo V del libro VIII se encuentran estas palabras: «Dios todopoderoso da al obispo por medio de Cristo la participación del Espíritu Santo.» En el capítulo IV se dice: «Recomendaos al único Dios por medio de Jesucristo.» El capítulo XV añade: «El diácono debe decir en voz alta: «Inclinaos ante Dios por medio de Cristo.» Ese modo de expresarse sería muy incorrecto en la actualidad.

Los cánones apostólicos.—El canon IV manda que ningún obispo o sacerdote se separe de su mujer con el pretexto de la religión. Que el que se separe sea excomulgado, y el que persevere en esa idea sea expulsado del territorio. El canon VI dispone que los sacerdotes no se ocupen de asuntos seculares. El canon XIX ordena que el que se case con dos hermanas no sea admitido en el clero. Los cánones XXI y XXII disponen que los eunucos pueden ser presbíteros, exceptuando a los que se han cortado ellos mismos los órganos genitales. A pesar de esta ley, Orígenes fue sacerdote. El canon LV manda que el obispo, sacerdote, diácono o subdiácono que coma carne que tenga sangre, sea depuesto.

Es evidente que los apóstoles no han podido promulgar semejantes cánones.

Del reconocimiento que manifestó San Clemente a Santiago, hermano del Señor, obra en diez libros, traducida del griego al latín por Rufino.—Este libro empieza dudando de la inmortalidad del alma. Agitándose en esta duda San Clemente, y deseando saber a ciencia cierta si el mundo es eterno o fue creado, si existía en él un Tártaro, un Ixión, un Tántalo, etc., etc., se fue a Egipto a aprender la nigromancia. Pero habiendo oído decir que San Bernabé estaba predicando el cristianismo, fue a buscarle a Oriente, y le encontró celebrando una fiesta judía. Luego se encontró también con San Pedro en Cesárea y con Simón el Mago; tuvieron una controversia, y en ella San Pedro le refirió todo cuanto había sucedido desde la muerte de Jesús. Clemente se convirtió al cristianismo, pero Simón perseveró en ser mago.

Simón se enamoró de una mujer, a la que llamaron la Luna, y mientras esperaba el día de la boda, propuso a San Pedro, a Zaqueo, a Lázaro, a Nicodemus, a Dositeo y a otros que fueran discípulos suyos. Dositeo, en vez de responderle, le dio un bastonazo, pero el palo pasó a través del cuerpo de Simón como pudiera pasar a través del humo. Al ver ese prodigio, Dositeo quiso ser discípulo suyo, y poco después Simón se casó con la mujer amada, afirmando que era la misma luna, que había descendido del cielo para casarse con él.

No vale la pena de llevar más allá el Reconocimiento de San Clemente. Sólo observaremos que en el libro IX se juzga a los chinos como los más justos y como los más sabios de los hombres. Después de esto el autor se ocupa de los brahmanes, a los que rinde justicia, como se la rindió toda le antigüedad. El autor los cita como modelos de sobriedad, de dulzura y de justicia.

Carta de San Pedro a San Clemente y contestación de éste a aquél.—La carta de San Pedro nada contiene que excite la curiosidad, pero la de San Clemente es muy notable. Pretende en ella que San Pedro, antes de morir, le nombre obispo de Roma y su coadjutor, que le imponga las manos y le mande sentarse en la silla episcopal en presencia de todos los fieles.

Por esa carta puede deducirse que no se creía entonces que hubieran martirizado a San Pedro, porque esta carta, atribuida a San Clemente, hubiera hecho mención indudablemente del suplicio de San Pedro, y prueba también que no contaban a Cleto y a Anacleto entre los obispos de Roma.

Nueve homilías de San Clemente.—Refiere en la primera de ellas lo que ya dijo en otra parte, esto es, que fue a buscar a San Pedro y a San Bernabé a Cesárea, para saber si el alma es inmortal y si el mundo es eterno.

En la segunda Homilía se encuentra un pasaje extraordinario. En él habla San Pedro del Antiguo Testamento, expresándose de este modo: «La ley escrita contiene algunas falsedades contra la ley de Dios, creador del cielo y de la tierra. Esto lo hace el diablo con justo motivo, y así sucede porque lo permite Dios, con el objeto de descubrir a los que escuchen con placer lo que contra Él se ha escrito.»

En la sexta Homilía, San Clemente encuentra a Apión, que escribió contra los judíos del tiempo de Tiberio, le dice que está enamorado de una egipcia y le suplica que escriba en su nombre una carta a la mujer amada, que la convenza, tomando por ejemplo a los dioses de que se debe hacer el amor. Apión escribe la carta, y San Clemente la contesta en nombre de la egipcia. Después de esto se entretiene disputando sobre la naturaleza de los dioses.

Dos epístolas de San Clemente a los corintios.—No parece justo colocar esas epístolas entre los libros apócrifos. Lo que sin duda impulsó a algunos sabios a no reconocerlas es que hablan del Fénix de Arabia, que vive quinientos años y que se quema en Egipto en la ciudad de Heliópolis. Cabe, sin embargo, en lo posible que San Clemente creyera esa fábula que otros muchos creían, y realmente escribiera esas dos cartas a los corintios. Sabido es que mantenían acalorada controversia la Iglesia de Corinto y la de Roma. La Iglesia de Corinto, que creía ser la primera que se fundó, se gobernaba en común. No había distinción en ella entre sacerdotes y seculares, y menos todavía entre los sacerdotes y el obispo. Unos y otros tenían voto deliberativo; ésta es la opinión de muchos sabios. San Clemente dice a los corintios en la primera epístola: «Vosotros que habéis abierto los primeros cimientos de la sedición, someteos a los sacerdotes, corregíos por medio de la penitencia, doblad las rodillas del corazón, aprended a obedecer.» No debe sorprendernos que un obispo de Roma hablara de este modo.

Fragmentos de los apóstoles.—En ese escrito se encuentra el siguiente pasaje: «Pablo, hombre de baja estatura, de nariz aguileña, de rostro angélico, dijo a Plantilla la romana, antes de morir: «Adiós, Plantilla, pequeña planta de salud eterna; conozco tu nobleza, eres más blanca que la nieve, estás afiliada en el ejército de los soldados de Cristo, y eres heredera del reino celeste.» Ese pasaje ni siquiera merece refutarse.

Once Apocalipsis, atribuidos a los patriarcas y los profetas, a San Pedro, a Cerinto, a Santo Tomás, a San Esteban protomártir, dos de ellos a San Juan y tres a San Pablo. Todos esos Apocalipsis quedaron eclipsados por el del Evangelio de San Juan.

Las visiones, los preceptos y las semejanzas de Hermas.—Hermas parece probable que escribiera a fines del siglo I. Los autores que tienen por apócrifo su libro se ven obligados a rendir justicia a la sana moral que encierra. Empieza diciendo que el marido de su nodriza vendió en Roma una hija suya. Hermas la reconoció muchos años después y le profesó cariño de hermano. Un día vio que se bañaba en el Tíber, le tendió la mano y la sacó del río, diciéndose para sí: «Sería feliz si tuviera una esposa semejante a ella en hermosura y en buenas costumbres.» En cuanto exteriormente expresó ese deseo se abrió el cielo, y en el mismo instante vio allí dicha mujer saludándole desde aquella altura y diciéndole: «Buenos días, Hermas.» Esa mujer simboliza la Iglesia cristiana, que le dio excelentes consejos.

Un año después, el espíritu le transportó al mismo sitio donde vio a la mujer hermosa, que era ya vieja, pero de fresca vejez, porque sólo envejeció por haber sido creada desde el principio del mundo, y porque el mundo fue creado para ella.

El libro de los Preceptos no contiene tantas alegorías, pero se encuentran muchas en el de las Semejanzas

«Un día que yo ayunaba —dice Hermas—, estaba sentado en una colina, agradeciendo a Dios todo lo que hizo por mí. Un pastor vino a sentarse a mi lado y me preguntó: «¿Cómo es que habéis madrugado tanto?» «Porque hoy estoy de estación.» «¿Qué quiere decir estar de estación?» «Quiero decir que ayuno.» «¿Por qué ayunáis?» «Lo tengo por costumbre.» «Pues yo os contesto —le replicó el pastor— que de vuestro ayuno ningún provecho saca Dios, y os voy a decir el ayuno que agradece la Divinidad. Servid a Dios con pureza de corazón, observad sus mandamientos y no abriguéis ningún deseo culpable. Si teméis a Dios, si os abstenéis de practicar el mal, ése será el verdadero, el único ayuno que os agradezca.»

Esa filosofía sublime es uno de los singulares monumentos del siglo I. Pero es extraño que al fin de las Semejanzas el pastor le entregue jóvenes castas e industriosas para que cuiden de su casa, y que declare que no puede observar los mandamientos de Dios si no le ayudan esas jóvenes, que indudablemente representan las virtudes.

No continuaremos ocupándonos de los libros apócrifos, porque si entráramos en detalles seríamos interminables. Terminaremos ocupándonos de las Sibilas.

Las Sibilas.—Considéranse apócrifos en la Iglesia primitiva la prodigiosa cantidad de versos atribuidos a las antiguas Sibilas, referentes a los misterios de la religión cristiana. Diodoro de Sicilia sólo conoció una Sibila, de la que se apoderaron en Tebas los epigones, y que la situaron en el templo de Delfos, antes de la guerra de Troya. Imitando a esa Sibila, muy pronto aparecieron diez más. La de Cumas fue la más famosa en Roma, y la de Eritrea en Grecia.

Como todos los oráculos se pronunciaban en verso, las Sibilas se vieron obligadas a componer muchísimos, y algunas veces los hicieron acrósticos. Algunos cristianos poco instruidos no sólo trastornaron el sentido de los antiguos versos, que se suponían escritos por las Sibilas, sino que compusieron otros, y lo que es peor, escritos en acrósticos. No reflexionaron que el penoso artificio del acróstico no podía tener semejanza alguna con la inspiración y con el entusiasmo de los versos de las profetisas, y quisieron sostener una buena causa por medio del fraude y de la torpeza. Escribieron, pues, malos versos griegos, cuyas letras iniciales componían estas palabras: Jesús, Cristo, Hijo, Salvador, y esos versos decían «que con cinco panes y dos peces mantuvo cinco mil hombres en el desierto, y recogiendo los pedazos que quedaron llenó doce cestos».

Las Sibilas predijeron el reinado de mil años y la nueva Jerusalén celeste, que Justino vio en los aires cuarenta noches seguidas.

Lactancio, en el siglo IV, recogió casi todos los versos atribuidos a las Sibilas, considerándolos como pruebas convintentes. Esta opinión fue generalmente admitida, y se le dio crédito tanto tiempo, que en la actualidad aún entonamos himnos en los que el testimonio de las Sibilas se agrega a las predicciones de David.

Ya es hora de que terminemos el catálogo de estos errores y fraudes, aunque pudiéramos referir muchísimos más, porque en el mundo siempre abundaron los hombres engañadores y los que desean ser engañados. Pero no insistimos en manifestar una erudición que es peligrosa. Profundizar una sola verdad vale más que descubrir mil mentiras.

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(1) Véase el artículo Ángel

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